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Título

El Autor

La casa donde murió

El aeronauta

La Fuga

Victoria

Sor María

Cosme y Damián

La vocación

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El Autor

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Julia de Asensi y Laiglesia fué una escritora, periodista y traductora española. Hija del diplomático Tomás de Asensi, en su casa de Barcelona montó una tertulia literaria a la que acudieron numerosas damas. La crítica la ha clasificado como perteneciente a un cierto Romanticismo rezagado y ciertamente se consagró a escribir tanto literatura didáctica infantil y juvenil como leyendas y tradiciones populares reelaboradas literariamente a la manera de Bécquer, pero usando la prosa o el verso, como hizo José Zorrilla, localizadas preferiblemente en la Edad Media o en la época de los Reyes Católicos y Pachon con una temática amorosa o centrada en los celos y con elementos sobrenaturales como apariciones de la Virgen, estatuas animadas, fantasmas etcétera. Muchas de ellas las imprimió primero en publicaciones periódicas, como Revista Contemporánea o en El Álbum Ibero-Americano (1890-1891) dirigido por Concepción Gimeno de Flaquer. En "El caballero de Olmedo" vuelve a tratar el tema que Lope de Vega encontró ya formulado literariamente e inspirado en un hecho histórico; también se inspira en un hecho histórico "El encubierto", que se desarrolla en la España de Carlos V y en la rebelión valenciana de las Germanías. "Olivia Campana" toma como personaje principal el pintor holandés Antonio Moro, famoso por sus retratos y que estuvo unos años en España protegido por Felipe II; otros poseen trasfondo policiaco, como en "La salvadora".

Las fuentes de Asensi suelen ser Bécquer, Zorrilla, Fernán Caballero o Lope de Vega, pero sus creaciones de mayor fuerza provienen de la historia o del folklore tradicional español; en sus narraciones los personajes femeninos tienen iniciativa, son activos y frecuentemente protagonistas. Como escritora costumbrista participó en la antología de Faustina Sáez de Melgar Las españolas, Americanas y Lusitanas pintadas por sí mismas (1886).

En cuanto a su literatura para niños, fue publicada en parte en El Camarada. Semanario infantil ilustrada (Barcelona: Ramón Molina, 1887-91), revista infantil de la que fue redactora y durante algún tiempo editora. También tradujo libros del francés y estrenó algunas piezas teatrales como El Amor y la sotana: comedia en un acto y en verso (Madrid: Alonso Gullón, 1878).

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La casa donde murió

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I

Camino del pueblo de B..., situado cerca de la capital de una provincia cuyo nombre no hace al caso, íbamos en un carruaje, tirado por dos mulas, Cristina, su madre, Fernando el prometido de la joven, y yo.

Eran las cinco de la tarde, el calor nos sofocaba porque empezaba el mes de Agosto, y los cuatro guardábamos silencio. La señora de López rezaba mentalmente para que Dios nos llevase con bien al término de nuestro viaje; Cristina fijaba sus hermosos ojos en Fernando que no reparaba en ello, y yo contemplaba la deliciosa campiña por la que rodaba nuestro coche.

Serían las seis cuando el carruaje se detuvo a la entrada del pueblo; bajamos y nos dirigimos a una capilla donde se veneraba a Nuestra Señora de las Mercedes, a la que la madre de Cristina tenía particular devoción. Mientras esta señora y su hija recitaban algunas oraciones, Fernando me rogó que le siguiera al cementerio, situado muy cerca de allí, donde estaba su padre enterrado. Le complací y penetramos en un patio cuadrado, con las tapias blanqueadas, y en el que se observaban algunas cruces de piedra o de madera, leyéndose sobre lápidas mortuorias varias inscripciones un tanto confusas. En un rincón vi a una mujer arrodillada, en la que mi compañero no pareció fijarse al pronto.

Me enseñó la tumba de su padre, que era sencilla, de mármol blanco, y comprendí que no era únicamente por verla por lo que el joven había llegado hasta allí. Observé que buscaba alguna cosa que no encontraba, hasta que vio a la mujer, que era una vieja mal vestida y desgreñada, que le estaba mirando atentamente. Fernando bajó los ojos, y ya iba a alejarse, cuando la anciana se levantó y le llamó por su nombre, obligándole a detenerse.

-¿Qué desea V., madre María? -la preguntó en un tono que quería parecer sereno.

-Lo de siempre -contestó la vieja, en cuya mirada noté cierto extravío-, preguntarte en dónde has ocultado a mi niña. Diez años hace que te la has llevado, bien lo sé, y hoy me han dicho en el pueblo que vienes aquí para celebrar tu boda con otra.

-No ignora V., madre María, que su hija murió hace diez años y que yo pagué su entierro para que su hermoso cuerpo descansase en este campo-santo. A mi vez le pregunto: ¿dónde se encuentra la tumba de la pobre Teresa?

-¿Acaso lo sé yo? Un día vine aquí, busqué la cruz que me indicaba el lugar donde me decían que estaba ella, y ¿sabes lo que vi? Un hoyo vacío, y un poco más lejos la tierra recientemente removida. Había cumplido el plazo, y como nadie cuidó de renovarlo y pagar, aquel rincón no pertenecía ya a mi hija y la habían echado a la fosa donde arrojan a los pobres, a los que entierran de limosna.

-¡Pero eso es una infamia! Yo envié dinero para esa renovación -exclamó Fernando.

-No digo que no, pero la persona a quien tú escribiste estaba gravemente enferma, en dos meses no abrió tu carta y entonces ya era tarde.

El joven bajó la cabeza y no replicó.

-¿Con quién te casas? -le preguntó la vieja.

-Con la señorita Cristina López.

-¿Y cuándo te casas?

-Dentro de tres días.

-Eso será si Teresa lo consiente; ella es tu desposada y no tardará en venir a buscarte.

-Madre María -dijo con tristeza el joven-, Teresa no puede venir; los muertos no salen de los sepulcros.

-Ya me lo dirás mañana temprano; por hoy vete en paz.

-Adiós -murmuró Fernando, dirigiéndose hacia la salida del cementerio, donde yo le seguí.

-Sin duda te habrá extrañado lo que acabas de ver y oír -me dijo apenas estuvimos fuera-; pero no será así cuando te cuente esa historia de los primeros años de mi juventud, que deseo conozcas en todos sus detalles. Vamos ahora con Cristina y su madre, que sin duda nos esperan ya; y luego, mientras ellas visitan la casa que hemos de habitar y en la que está mi tía, la futura madrina de mi boda y por la que hacemos hoy este viaje, lo sabrás todo.

Cristina y su madre nos esperaban, en efecto, y juntos nos dirigimos a casa de la tía de Fernando, que estaba situada en la plaza del pueblo, haciendo esquina a una calle estrecha y sombría, en la que, sin saber por qué, entré con una profunda tristeza.

La tía del joven no me agradó; era una señora de unos cincuenta años, alta, delgada, con ojos grises muy pequeños, nariz larga que se inclinaba hacia su barba puntiaguda, y cabellos casi blancos recogidos en una gorra de color oscuro. Estaba muy enferma, y como había servido de madre a Fernando, este había suplicado a la señora de López que la boda se celebrase en el pueblo, para evitar a su tía las molestias de un viaje que, aunque corto; hubiera sido sumamente penoso para ella.

Mientras Cristina y las dos señoras visitaban la casa y recibían a los numerosos amigos que acudieron al saber su llegada, Fernando, que se había obstinado en no subir al piso superior, me llamó, me hizo sentar a su lado, y empezó la prometida historia en estos términos:

-Hace once años, cuando solo tenía yo veinte y había acabado la carrera de abogado en Madrid, mi padre me envió una temporada a este pueblo para que hiciese una visita a su única hermana, que es esa señora a quien acabas de ver. Era yo huérfano de madre, me había educado sin sus consejos, lejos también de mi padre, al que retenían fuera de su casa constantes ocupaciones; así es, que puedo asegurar que desconocía casi totalmente lo que eran los goces de familia. Aunque heredero de una mediana fortuna, no debía entrar en posesión de ella hasta mi mayor edad; tenía muchos compañeros de estudios, pero ningún amigo; por lo tanto, excusado es decir que, hallándome casi solo en el mundo, me apresuré a aceptar con júbilo lo que mi padre me proponía, poniéndome en camino para este pueblo con el alma inundada de dulces emociones. ¿Correspondió esto a lo que yo esperaba? Seguramente no. Mi tía, a la que no veía desde niño, me fue al pronto repulsiva, por más que se mostrara desde luego cariñosa y tolerante conmigo; el pueblo me pareció triste, a pesar de sus jardines y de las pintorescas casitas que hay en él; sus habitantes poco simpáticos, aunque todos me saludaban con afecto. Me dediqué a la caza, estudié un tanto la botánica, y así se pasó un mes, durante el cual llegué a reconciliarme con mi tía, con el pueblo y con sus moradores.

Una mañana, al volver a casa, encontré, al pasar por una de las habitaciones, a una muchacha de quince a diez y seis años, a la que nunca recordaba haber visto, cosiendo con el mayor afán. Al oír mis pasos alzó la cabeza, y aunque la bajó de nuevo casi en seguida, no fue tan pronto para que no hubiera observado que tenía una frente blanca y pura que adornaban hermosos cabellos castaños, ojos pardos que lanzaban miradas francas o inocentes, una boca pequeña, una nariz más graciosa que perfecta y unas mejillas coloreadas por un suave carmín. No le dirigí la palabra; pero pregunté a un criado quién era, sabiendo por él que venía a coser casi todos los días a casa de mi tía Catalina, que era huérfana de padre, que mantenía a su madre enferma, de la que era el único sostén, pues había perdido a sus tres hijos mayores, no quedándole más amparo y consuelo que aquella niña. La historia me interesó; yo era joven, la muchacha hermosa, no habíamos amado nunca; empezamos a hablar, sin que mi tía lo advirtiese, y acabamos por adorarnos. Teresa no había recibido una educación vulgar; hasta los doce o trece años había estudiado en el convento de religiosas del pueblo, saliendo de él a la muerte de su padre, acaecida hacía cuatro años.

No sé quién refirió a mi tía nuestros amores; ello es que los supo, que me amonestó con dureza, amenazándome con hacerme marchar a Madrid, después de escribírselo todo a mi padre; y desde entonces la joven no volvió a mi casa, y tuve diariamente que saltar las tapias de su jardín para verla y hablarla sin que su madre lo advirtiera, pues también se oponía a nuestras amorosas relaciones.