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SOBRE EL AUTOR

Alex Raco es especialista en trastornos del estado de ánimo y ansiedad por la Universidad de León. Su formación incluye posgrados en Psicopatología Clínica de la Universidad de Barcelona y en Hipnosis Ericksoniana de la Universidad de Valencia, además de talleres de hipnosis clínica en la Universidad Autónoma de Madrid y una experiencia psicoanalítica junguiana de cuatro años.

Discípulo del doctor Brian Weiss, se ha formado profesionalmente con él en terapia de regresiones a vidas pasadas en el Omega Institute for Holistic Studies, en el estado de Nueva York.

Con un MBA de la Universidad Bocconi de Milán, antes de dedicarse a la terapia de vidas pasadas, ha trabajado como ejecutivo en empresas multina­cionales.

Aunque este libro esté basado en hechos reales, los nombres de los personajes y varios detalles han sido cambiados para proteger los derechos de privacidad de los protagonistas. Por lo tanto cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, es pura coincidencia.

El autor de este libro no ofrece consejos médicos ni prescribe el uso de ninguna técnica como forma de tratamiento para problemas físicos y médicos sin el consejo de un médico, directa o indirectamente. La intención del autor es simplemente ofrecer información de carácter general para ayudar al lector en su búsqueda de bienestar físico, emocional y espiritual. Ni el autor ni el editor asumirán ninguna responsabilidad en caso de producirse cualquier daño o perjuicio derivados del uso que el lector haga de cualquier información o sugerencia contenida en este libro.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Maquetación y diseño de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

2015, Alex Raco

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© de la presente edición

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A Elena Orlandi,

sin la cual no existiría este libro

FINAL E INICIO

Me despierto sobresaltada por un ruido repentino y lejano. Creo que es un trueno. Me parece haber dormido meses enteros, siento el cuerpo entumecido y rígido, la cabeza pesada. Trato de abrir los ojos, pero la luz duele demasiado. Estoy tumbada sobre algo duro y húmedo, algo que no reconozco. Extrañamente, no me molesta. Es como si mi cuerpo hubiera tomado la forma de aquel lecho. Pero ¿dónde estoy?

Intento cerrar los ojos de nuevo, estiro los brazos y me cubro el rostro para protegerlo de la luz. Entonces descubro que mis brazos están cubiertos con una gruesa capa de pelo oscuro. Son enormes, musculosos y robustos. No tengo manos, sino grandes zarpas de color marrón cubiertas de tierra. Garras.

Soy... soy... ¡un oso!

Soy un oso, grande y fuerte, y no estoy en mi habitación, sino en una cueva, en medio de un bosque grande y denso.

Puedo imaginar perfectamente tu expresión de desconcierto, querido lector. Es probablemente la misma cara que puse cuando oí esta historia, sentado en la silla de mi consulta, una cálida mañana de abril hace unos años. Las palabras salieron de manera casi automática de la boca de una mujer de apenas treinta años, rubia y delgada, que entró en mi consulta tímida y con paso inseguro.

La mujer, a la cual llamaré Marta para proteger su identidad, hizo más de mil kilómetros para venir a verme porque el año anterior había asistido a un seminario de uno de los mayores expertos mundiales en tema de regresiones a vidas pasadas. Me dijo que le había impresionado mi historia personal, que tuve la oportunidad de contar cuando el experto me invitó a subir al escenario, frente a más de mil personas. Desde hace años me dedico a la terapia regresiva. Con más de seiscientas sesiones de experiencia, fue la primera vez que fui testigo de la regresión de una persona que experimentaba su vida pasada en forma animal.

Para aquellos que no estén familiarizados con el tema, quiero explicar de manera breve qué es la ­terapia regresiva. Se induce en el sujeto un estado hipnótico moderado que estimula la activación de áreas específicas del cerebro. Puede describirse como un estado de hiperconciencia durante el cual el sujeto puede acceder a recuerdos aparentemente olvidados. En un capítulo posterior explicaré en detalle cuáles son las áreas activadas y su funcionamiento, e intentaré disipar muchos de los mitos que existen sobre la hipnosis.

Al escuchar las palabras de Marta, mi cerebro, ayudado por mi experiencia, se puso en estado de alerta. Consideré la posibilidad de que se lo estuviese inventando todo, de que no hubiese alcanzado un estado hipnótico lo suficientemente profundo. Sin embargo, las circunstancias indicaban lo contrario: Marta estaba completamente inmóvil, acostada en el diván en la penumbra de mi consulta; podía ver sus ojos moviéndose rápidamente en fase REM (Rapid Eye Movement o movimiento ocular rápido) a través de sus párpados cerrados, respiraba regular y profundamente y algunas lágrimas rodaban por sus mejillas. «Todas las señales de un estado hipnótico profundo», pensé.

Justo en ese momento, esa máquina complicada y a veces molesta que reside en el cráneo de todos nosotros me hizo recordar los estudios sobre etología animal llevados a cabo en la juventud.

–¿De qué color son los árboles del bosque? –pregunté con curiosidad.

–No sé –dijo Marta–, no consigo distinguir los colores. Todo es marrón, una gama de colores similar a la corteza de los árboles. Es como verlo todo a través de un filtro sepia.

Mi corazón se aceleró de repente.

Cuando era joven tuve la oportunidad de estudiar el comportamiento animal durante un curso al que asistí en Nueva York. Lo que había estudiado confirmaba las palabras de Marta. Los animales no ven los colores como las personas, sino de una forma muy parecida a la que la joven acababa de describir.

–¿Vives allí? ¿En esa cueva? –pregunté.

–Sí, pero el bosque es mío. Todo me pertenece –dijo Marta–. Todo lo que veo es mío. Soy el rey de todo el bosque.

–¿Qué sensaciones tienes? –continué.

–El aire es fresco. Me siento grande, pesado.

–¿Dónde están tus padres? –pregunté con ingenuidad.

–No sé –respondió Marta después de pensar unos segundos–. No me acuerdo, ni siquiera consigo recordar a mis padres. No recuerdo nada de lo que me ha pasado antes de ahora.

Mi entusiasmo se hizo aún mayor. Era obvio que Marta no estaba imaginando nada. Las funciones cerebrales de la memoria animal operan de forma diferente. Y los osos son animales solitarios: los únicos momentos en que socializan con sus iguales son cuando una madre pasa tiempo con sus crías o el breve período en el que machos y hembras se encuentran con fines reproductivos.

La historia de Marta me sorprendió enormemente. He sido testigo de muchas experiencias increíbles de vidas pasadas, pero era la primera vez que me sucedía algo así. Entiendo por qué me afectó tanto: había presenciado todo tipo de experiencias y vidas, contadas por muchas personas durante el trance: soldados, jóvenes romanos, guerreros mongoles, campesinos... Pero aquella era la primera vez que una persona decía ser un animal. Solo después de haber investigado el tema e intercambiado experiencias con algunos compañeros y amigos que se dedican a estos temas, descubrí que las vidas en forma animal, a pesar de ser verdaderamente insólitas, se dan en individuos que han sido indios americanos en vidas anteriores. Se trata del tótem animal, guía espiritual con el cual los indígenas americanos se reunían utilizando técnicas similares a la meditación o la hipnosis de hoy en día. El tema se repite: también Carl Gustav Jung, psiquiatra y psicólogo, padre de la psicología analítica, abordó la relación entre animales y psique humana.

El caso de Marta era especialmente particular como para causar mi sorpresa; sin embargo, aún hoy, después de cientos de regresiones, continúo sorprendiéndome por lo que veo. La incapacidad para acostumbrarse a lo increíble depende del cerebro, una máquina que pertenece a nuestra dimensión terrenal y que pretende tener el control de todo, incluyendo elementos que él mismo no llega a entender. Debería estar preparado para oír experiencias extremas. Pero no es así. Hasta hace unos años, yo mismo no habría creído nada de lo que voy a exponer en este libro y, si alguien me hubiese hablado de vidas pasadas, me habría reído y lo habría acusado de loco.

He cambiado de opinión.

Todo comenzó durante las vacaciones de Navidad del 2007. Después de una breve visita a mi familia de origen, en Roma, decidí pasar unos días en Milán, donde había vivido durante unos catorce años de mi vida. En ese momento todavía era directivo de una de las muchas multinacionales donde, por suerte o por desgracia, he trabajado. Empecé muy joven: a los veinticinco años ya tenía un título y un MBA (máster en Administración de Empresas) de la Universidad Bocconi, así como mi primer trabajo en un puesto de semigestión. Después de casi catorce años había progresado en mi carrera profesional, pasado de una empresa a otra, creado mi propio negocio y vivido en varias ciudades europeas. Esas Navidades tenía ganas de ver y saludar a muchos de mis viejos amigos, ya que desde mi última mudanza a mi nuevo lugar de ­residencia no podía verlos con frecuencia. Sobre todo, quería abrazar a mi querida amiga Patrizia, veterinaria que conozco desde hace más de veinte años. Su madre había muerto el mes de julio de ese mismo año. Era una señora encantadora llamada Lia, que cada vez que me veía se deshacía en halagos mostrando el afecto y la estima que sentía hacia mí. Yo sabía cuánto Patrizia, en una relación marcada por el amor-odio, como sucede a menudo con los hijos únicos, adoraba a su madre. Y cuánto la echaba de menos. Así que decidí pasar por su clínica a saludarla.

Siempre me entretiene ir a visitarla al trabajo. Mientras esperaba junto a una señora que me describía las aventuras de su pobre gato enfermo, que nos miraba triste desde dentro de su transportín, me vinieron a la mente recuerdos de hace muchos años, cuando llevé a la consulta a mi gata Brenda, y las palabras que me dijo Patrizia cuando le describí conmovido el vacío que sentía después de su muerte: «Es normal. Durante los últimos diez años has cambiado todo: ciudad, hogar, trabajo... Has cambiado incluso de pareja. La única constante en tu vida ha sido ella, Brenda».

Jamás existieron palabras más ciertas.

Hoy, a la luz de la experiencia y el conocimiento de los caminos del alma de los que fui testigo, me gusta pensar que, probablemente, la función de nuestros queridos animales de compañía sea esa, la de acompañarnos durante distintos momentos de nuestra vida. Pequeños mensajeros y maestros celestiales del infinito amor incondicional del que estamos hechos. Partes reales de alma o emanaciones directas de nuestros espíritus guía, como experimentaban los indios de América. Valiosas ayudas a la existencia diaria, cuyo amor nos recuerda la esencia divina de todo ser y de la naturaleza misma.

Mientras tanto Patrizia había terminado la revisión al gato de la señora. Y finalmente pude volver a verla y abrazarla. «Ven a cenar a casa», dijo, en un tono que no admitía réplica.

Patrizia es la persona más dulce y respetuosa del mundo, pero al mismo tiempo, habiendo nacido bajo el signo de Tauro, es terca e inamovible. Así que era inútil darle vueltas al asunto, por lo que acepté la invitación con mucho gusto.

Conduje con ella hasta las afueras de Milán, donde vive con su pareja y, mientras nos adentrábamos en las calles geométricamente perfectas del complejo residencial, cuyas casas todas lujosas e iguales recuerdan a las de una serie de televisión estadounidense, me contó lo triste que estaba por la muerte de su madre. Las cuestiones sobre su existencia parecían haber salido a la superficie y estaba viviendo un momento de crisis. Llegamos a la pequeña plaza donde se ­encuentra su casa, idéntica a las otras cuatro o cinco que la rodeaban. Al abrir la puerta del jardín, nos recibió moviéndose de un lado a otro llena de alegría Mia, la chihuahua que había adoptado mi amiga. Patrizia siempre ha tratado de rescatar a cualquier animal indefenso. Recuerdo cuando curó y tuvo durante semanas una paloma callejera libre en su consulta. Incluso le dio un nombre, Gerry. La compasión que siente hacia el mundo animal no tiene fin, y ni siquiera le importa el hecho de no recibir una remuneración. Yo la criticaba por ello. En la obtusa y materialista visión de la vida que me ha acompañado hasta hace unos pocos años, no había espacio para el voluntariado. En abstracto, apreciaba el hecho de que hiciera el bien, pero criticaba sin piedad que lo hiciese de forma gratuita.

Es increíble cómo puede cambiar uno. Hoy, a los cuarenta y ocho años, si miro hacia atrás, casi no puedo reconocer a la persona que era y el milagro que provocó ese único y fortuito episodio que estaba a punto de suceder.

Una vez dentro de casa vinieron felices a darnos la bienvenida los demás perros de Patrizia, seguidos de Marco, su pareja. Marco, directivo de una empresa, acababa de volver de trabajar y estaba preparando la cena. Patrizia entró en casa como un terremoto, de manera afectuosa le regañó por no haber preparado todavía la comida para los perros y lo apartó de la ­cocina para hacerlo ella. Para Patrizia, sus animales tienen prioridad sobre el resto de las tareas domésticas, siempre la han tenido. Los invitados podemos esperar. Somos humanos y entendemos la situación. Marco me abrazó y me hizo un millar de preguntas acerca de mi nueva vida en el extranjero, sobre mi trabajo y mi salud.

Hace unos diez años empecé a sufrir síntomas similares a los de la enfermedad de Crohn, una dolencia crónica autoinmune que puede afectar a varias partes del tracto gastrointestinal. El problema se inició durante la hora del almuerzo, cuando trabajaba como gerente en el departamento creativo de Walt Disney, en Milán. Estaba almorzando con algunos compañeros de trabajo y todavía recuerdo perfectamente la gran ensalada con alcachofas crudas que había pedido. Durante los siguientes dos días no fui capaz de comer nada, a causa de un dolor abdominal intenso y una sensación realmente dolorosa de hinchazón. Poco después los síntomas pasaron pero el alivio duró poco y me encontré frente a una pesadilla aún peor. Empecé a necesitar ir al baño constantemente, incluso trece o catorce veces al día. Dejé de asimilar los alimentos, no conseguía retener nada. Ante la sospecha de una intoxicación alimentaria, mi médico me recomendó una dieta a base de arroz hervido, pollo y calabacín al vapor. Prácticamente, fue todo lo que comí durante los diez años siguientes y, para una persona como yo, que bromeaba con terminar en el infierno de los golosos, no fue fácil. Descubrirás más adelante en este libro que, por fortuna, no existen ni el demonio ni el infierno, así como que algunos de los sufrimientos que a veces podrían parecer problemas físicos son en realidad causados por simples memorias, y se pueden resolver muy rápidamente.

Una de mis mayores satisfacciones tiene precisamente que ver con un problema gastrointestinal. Y con un hombre al que llamaremos Daniel.

Daniel me llamó hace unos años para pedirme una cita. Cuando llegó a mi consulta, me di cuenta de que en su rostro maltratado se intuían bastantes más años de los cuarenta que decía tener. Me explicó que desde los dieciocho sufría un grave problema de irritación de colon, que los medicamentos habían funcionado durante los primeros diez años como paliativo, pero que ahora el dolor era más agresivo que nunca.

–Usted es mi última esperanza –dijo en voz baja.

Le pregunté si su médico estaba al tanto de nuestra reunión. Él respondió que sí. Le aseguré que lo haría lo mejor posible. Le recordé que, de todos modos, no debía interrumpir ningún tipo de tratamiento médico que estuviese siguiendo en ese momento y que siguiese bajo supervisión del doctor. Le ­expliqué, como siempre hago, que la terapia regresiva debe considerarse un complemento y nunca un sustituto de la medicina tradicional. Después de explicarle la metodología, le pedí que se tumbase en el diván. Lo conduje a un estado de trance hipnótico bastante profundo. Daniel respondía bien a la técnica de inducción.

–Hace mucho calor aquí, demasiado calor. Casi no puedo respirar –comenzó a quejarse.

Vi que su rostro enrojecía cada vez más, que estaba empezando a sudar y que realmente le costaba respirar, lo cual era extraño, porque era diciembre y en la habitación no hacía calor en absoluto. Su reacción, una experiencia sensorial, me confirmó que el estado de trance era profundo.

–Ahora voy a contar del uno al tres, y cuando llegue al tres podrás respirar con facilidad y no sentirás más el calor –le dije. Cuando llegué al tres, le toqué suavemente la frente. A partir de entonces volvió a respirar con normalidad y dejó de sudar.

–Mírate los pies. ¿Qué tipo de calzado llevas? ¿De qué material es? ¿De qué color? –le pregunté.

–Calzo botas negras. Soy un hombre. Estoy en el desierto. Hace mucho calor. Hay un montón de arena, oscura –continuó.

–¿Cómo vas vestido? –le pregunté a ­continuación.

–Llevo pantalones de lino de color claro metidos por dentro de las botas. Parecen blancos. Llevo ­uniforme. Soy un soldado. Tengo una escopeta vieja. Con un cuchillo atado a la punta del cañón. Ha habido una batalla, todos los demás han muerto. Hemos sobrevivido pocos, estamos perdidos en el desierto.

–¿En qué parte del mundo estás?

–Estoy en Egipto. Soy francés, vengo de una pequeña ciudad en la frontera con Alemania y hemos venido a colonizar Egipto. Con Napoleón.

–¿Cómo te llamas? –pregunté.

–Me llamo François.

–¿Cuántos años tienes?

–Veintiocho.

–¿Qué año es?

–Mil setecientos noventa y ocho.

La información cobraba sentido. Como pude descubrir más tarde, debido a mi ignorancia, la campaña egipcia de Napoleón tuvo lugar precisamente entre 1798 y 1801.

Solo duró tres años. Un período insignificante en la historia de la humanidad que Daniel, sin embargo, fue capaz de identificar de manera precisa. Más tarde me confirmó que no tenía ni idea de en qué año se llevó a cabo la campaña de Egipto.

–Hemos sobrevivido cinco –continuó–. Estoy montado en un camello, ahora. Los nómadas nos están ayudando. Nos guían hacia la costa, donde hay un barco que nos llevará a Italia. Desde ahí podremos volver a Francia escondidos.

–Ahora voy a contar del uno al cinco. Cuando llegue al cinco, te desplazarás hasta el momento más importante de tu vida –le dije–, de la vida de François –añadí.

Cuando llegué a cinco, le pregunté qué estaba ocurriendo y por qué ese momento era tan importante.

–Estamos en una habitación grande. Es un palacio. La habitación es gigantesca. El techo parece estar decorado con estuco. Las ventanas son enormes. Parece... es... un tribunal militar. Estamos nosotros cinco. Tenemos delante a los jueces militares. Nos están haciendo preguntas. Les resulta extraño que lográramos sobrevivir. Creen que somos desertores. Pero conseguimos explicarlo todo. No nos condenan. De lo contrario, habría sido pena de muerte.

–Ahora contaré del uno al tres. A la de tres, te encontrarás en el momento de tu muerte. La muerte de François –le dije. Y conté.

–Tengo alrededor de sesenta años –dijo–, me siento muy débil, cansado. No consigo mantenerme en pie. Caigo al suelo con facilidad. Estoy sentado en una silla. Mi madre está junto a mí. Es muy anciana. Son los efectos de una enfermedad debilitante que debo de haber contraído en Egipto.

A continuación procedí a la parte final de la sesión, y Daniel, como les ocurre a muchas otras personas, experimentó la muerte y pudo dejarle a François el sufrimiento que tanto estaba comprometiendo su calidad de vida, simples recuerdos de una vida pasada. Después de unas semanas y unas cuantas sesiones, en uno de los días más felices de mi vida, recibí un mensaje de Daniel en el que me confirmaba que el problema se había reducido sustancialmente y que su vida volvía a ser casi normal.

Pero demos de nuevo un paso atrás en el tiempo y volvamos a mi enfermedad, esa que hacía de mi vida un infierno. En dos años llegué a perder más de veinticinco kilos de peso. Volví al médico, quien me recetó antibióticos. Pero la situación no mejoró. En ese momento habían transcurrido ya casi cuatro meses y había tenido que pedir la baja laboral porque la enfermedad me impedía llevar una vida normal. En aquella época vivía en un pequeño apartamento en el centro de Milán (después de diez años de convivencia me acababa de separar, poco después de celebrar una boda fugaz en Las Vegas –ceremonia en aquellos tiempos única en su especie– y un divorcio igualmente rápido). Había llegado al punto de no tener la fuerza necesaria para bajar al supermercado de debajo de casa. Te cuento todo esto no porque quiera aburrirte, querido lector, con la historia clínica de mi vida, sino porque es una pieza fundamental de los increíbles acontecimientos que iban a suceder. Aparte de mi estado de salud, no podía ni siquiera sentirme desafortunado: el seguro laboral me había permitido someterme a innumerables análisis clínicos, visitas al gastroenterólogo y al endocrinólogo, un control de enfermedades infecciosas, una gastroscopia y una colonoscopia. Pero nada. No encontraron nada; sin embargo, continuaba yendo al baño constantemente y perdiendo peso. Y viéndome incapacitado para llevar una vida normal. Estaba obligado a vegetar en el sofá la mayor parte del tiempo, algo impensable para una persona como yo, que, de acuerdo con mi mejor amiga, había vivido más experiencias en una vida de las que una persona normal puede vivir durante más de tres vidas. Un día estaba tan mal que decidí volver a la sala de urgencias del hospital Sacco de Milán, centro de excelencia especializado en enfermedades gastrointestinales. Me pasé toda la mañana entre salas y departamentos, donde me hicieron más análisis para luego llevarme a la consulta del más ilustre entre los ilustres, que por razones obvias no voy a nombrar. Admitió que no sabía qué decirme. No le fue posible realizar un diagnóstico, ya que todas las pruebas fueron negativas. De camino a casa, desesperado, decidí pasar por la consulta de mi médico de cabecera a pedir otros medicamentos para aliviar los síntomas.

Fue allí donde me encontré con uno de mis ángeles de la guarda. Una doctora joven llamada Laura, que sustituía a mi médico, que estaba de vacaciones. Casualmente era especialista en gastroenterología. Hoy sé que la casualidad no existe y que cualquier acontecimiento, por simple que parezca, es el resultado de una meticulosa organización del universo y su dinámica. Pero ese día pensé que había sido una coincidencia. Cuando le describí mi penosa situación, ella reflexionó durante unos minutos.

–Señor Raco –me dijo a continuación–, tal vez me equivoque, pero podría ser una manifestación leve de la enfermedad de Crohn. La especialista del hospital Policlínico es muy buena, le recomiendo que vaya a su consulta para hacerse una radiografía del sistema digestivo con contraste.

La palabra radiografía no provocó ninguna reacción en mí. Pensé que iba a hacerme solo la placa. Estaba equivocado. Al día siguiente tuve que apelar a todo mi autocontrol para no desmayarme, mientras la doctora me insertaba en la nariz un tubo largo que bajaba por la garganta y que continuaba hacia abajo, hasta el estómago y el íleon, la parte inicial del tracto intestinal. Pasé la tarde durmiendo. «Probablemente, la dosis de Valium que me han dado es demasiado alta», pensé.

Me sorprendió mucho, cuando volví para recoger los resultados, comprobar que no me habían ­administrado ningún tranquilizante. La médico me explicó que el examen había sido invasivo y me había dormido en respuesta al estrés. No pude entender la reacción de mi propio cuerpo, porque en ese momento, a pesar de cuatro años de psicoanálisis como paciente, no tenía noción alguna sobre neurobiología. Volví inmediatamente a la consulta de Laura, la gastroenteróloga. Después de leer detenidamente el informe y examinar la prueba, me informó que sufría un engrosamiento de la pared del íleon, una de las características de la enfermedad de Crohn, que habían sido incapaces de diagnosticar previamente ya que no cumplía los parámetros clínicos. Explicó que, probablemente, los demás médicos no lo habían notado antes porque ni con la gastroscopia ni con la colonoscopia consiguieron llegar al íleon, una parte anatómica situada demasiado abajo para analizarla mediante una gastroscopia y demasiado arriba para que pueda llegar la cánula endoscópica. El origen de mis sufrimientos era, sencillamente, el engrosamiento del íleon. ¡Tenía un diagnóstico!

Y sabiendo esto, ¿qué se podía hacer?

Laura me tranquilizó: los síntomas podían controlarse de alguna manera y me recetó un antiinflamatorio específico de liberación prolongada, una novedad en ese momento. Su característica de resistencia gástrica lo hacía perfecto para llegar hasta el ­conducto ileal, donde se liberaba gradualmente. En ese momento me pareció la mejor noticia jamás recibida desde los días en que todavía creía en los Reyes Magos. Habría querido abrazar y besar a Laura. En cambio, me limité a darle las gracias y tomar mi receta. Unas semanas más tarde estaba mejor; a pesar de que no podía comer nada que no fuera pollo, arroz blanco hervido y calabacín, empecé a recuperar mis fuerzas.

Hoy sé que alguien de allí arriba se aseguró de que el alma de Laura tuviera que realizar la sustitución exactamente aquel día. La casualidad, como veremos, no existe.

Después de un par de años de tratamiento con el antiinflamatorio, mi enfermedad se consideró en remisión. Esto significa que podría llevar a cabo una vida normal, aunque con frecuentes visitas al baño y una dieta que no me permitiese caer en la tentación de la gula. Sin embargo, yo lo consideraba un milagro. No sabía que el verdadero milagro, gracias a la terapia de regresión, se produciría solo unos pocos años más tarde.

Unos diez años más tarde, durante la cena en casa de Patrizia y Marco, los acontecimientos que cambiarían radicalmente mi vida estaban a punto de suceder.

Respondí a la pregunta de Marco sobre mi salud. Le expliqué que la enfermedad estaba en remisión y que, a pesar de la dieta, no me encontraba del todo mal. Dijo que Patrizia lo había avisado y que había preparado calabacín como plato de acompañamiento. Y que había hecho la pasta sin salsa.

Después de la cena, Patrizia nos invitó a sentarnos en la sala de estar para charlar un rato. Mientras hablábamos un poco de todo y recordábamos viejos tiempos cuando su madre todavía vivía, Patrizia se levantó y tomó un libro de la biblioteca. Me lo acercó y me preguntó:

–¿Lo has leído? –Miré la portada y vi que trataba de regresiones a vidas pasadas. Le dije que no–. Se trata de un conocido experto americano –me informó Patrizia–. Se graduó en universidades de la Ivy League. –Y añadió, como si no lo supiera–: ¡Están entre las mejores universidades del mundo!

–¡Qué interesante! –comenté, ahogando una carcajada. Pensé que mi amiga había alcanzado un nivel de profunda desesperación por la pérdida de su madre. Mi cerebro realmente se esforzó por comprender cómo una persona de formación científica y médica como Patrizia podía creer semejante disparate.

Durante todos estos años, a pesar de la abrumadora evidencia sobre la inmortalidad de la conciencia y la existencia de vidas pasadas, puedo agradecer a mi cerebro que, como aquella noche, haya sido capaz de mantener siempre una visión científica y empírica, que de alguna manera se podría definir como ­escéptica. El argumento es en sí mismo «increíble», por lo que la capacidad de mantener una perspectiva independiente es en mi opinión una de las características de profesionalidad que cualquiera que se dedique a este campo debe poseer. Y mi cerebro durante todos estos años se ha mantenido como un atento observador científico y «abogado del diablo».