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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Rebecca Winters. Todos los derechos reservados.
EMBARAZADA POR ACCIDENTE, N.º 2383 - febrero 2011
Título original: Accidentally Pregnant!
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9791-4
Editor responsable: Luis Pugni

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Embarazada por accidente

REBECCA WINTERS

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CAPÍTULO 1

Andreas Simonides, el presidente griego de Simonides Corporation, de treinta y tres años, ha dejado estupefacto al mundo empresarial al casarse con Gabriella Turner, una americana desconocida de veintiséis años, en una ceremonia en la intimidad en la isla de Milos.

El titular del Corriere Della Sera dejó helado a Vincenzo Antonello. Había comprado el periódico antes de ir a comer sin imaginarse lo que iba a leer. Instintivamente agarró con tanta fuerza el diario italiano que comenzó a rasgarse por el medio.

–¿Te has vuelto loco, papá? –su hijo de seis años había dejado de comer y lo miraba fijamente.

–No, lo he roto sin querer.

–Ah. ¿Vamos ya al parque a jugar al fútbol?

–Enseguida, Dino, en cuanto me termine el café.

La familia Simonides ha cerrado filas frente a la prensa, pero corre el rumor de que la pareja está de luna de miel en el Caribe y no se dejará retratar ni hará comentarios durante un tiempo.

Se creía que Irena Liapis, ex novia de Andreas e hija del magnate ateniense de la prensa Giorgios Liapis, se convertiría en su esposa. Después del sorprendente comunicado, se ha sabido que la señorita Liapis, de veintisiete años, que dirige la sección de sociedad del periódico de su padre, ha dimitido y se encuentra en paradero desconocido.

A Vincenzo la pareció que una mano helada le oprimía los pulmones impidiéndole respirar. Irena había vuelto a Grecia a primeros de julio y desde entonces él había respetado sus deseos de que no la siguiera. Y cada día había esperado enterarse de que se había casado con el gran Simonides.

Cuando la conoció, no dejó de acosarla sobre sus sentimientos con respecto al hombre con quien se iba a casar. Vincenzo recordó con enfado que dichos sentimientos no le habían impedido pasar una noche gloriosa con él. Había esperado que aquella noche la hubiera conmocionado también a ella. Pero la noticia del periódico le demostraba que se había estado engañando al creer que aquella mujer era la única distinta en el mundo.

–¡Irena!

–Ya sé que te sorprende verme.

–Creía que ya te habías marchado a Italia –dijo Deline mientras la abrazaba–. ¿Cómo no me has llamado para decirme que seguías en Atenas?

–No me atrevía.

–¿Que no te atrevías? –su mejor amiga la miró con preocupación–. Entra y me lo cuentas. Estoy terminando de dar de comer a los gemelos. Leon sentirá no haberte visto. Hace unos minutos que se ha ido a trabajar.

–Ya lo sé. He llegado hace un rato y he estado esperando a verlo pasar en el coche.

Deline la estaba guiando por la villa de los Simonides, pero, al oír sus palabras, se detuvo y la tomó del brazo.

–Al verte me he dado cuenta de que ha sucedido algo terrible. ¿Qué te pasa, Irena?

–Ahora mismo lo que más temo es que el servicio doméstico sepa que he venido y se lo diga a Leon. No debe saberlo bajo ningún concepto.

Deline se dio cuenta de que lo que había llevado a Irena hasta allí era muy grave.

–Las doncellas no vendrán hasta esta tarde. La única persona del servicio que hay ahora es el ama de llaves. Le diré que no debe hablar de tu visita. Es de fiar, pero le dejaré claro que, si algún otro empleado o mi marido se enteran, se verá metida en un buen lío.

–Gracias, Deline –se volvieron a abrazar.

–Vuelvo enseguida.

Irena salió al jardín. Los gemelos, de cinco meses, estaban en sus sillitas, uno frente al otro. Al verla comenzaron a mover los brazos y a patear con nerviosismo. Irena se arrodilló al lado de Kris, que había superado tan bien una operación de corazón que nadie diría que acababa de salir del hospital. Lo besó y se volvió hacia Nikos. Los dos niños se parecían a su padre y la mayoría de la gente creería que se parecían a Deline en el pelo negro y la piel aceitunada.

Sin embargo, quienes conocían bien al clan de los Simonides sabían que Leon habían tenido un desliz durante una noche en estado de embriaguez con Thea Turner, una grecoamericana, ya fallecida, que era la madre de los niños.

Deline, que estaba embarazada, lo quería tanto que lo perdonó. La familia, por tanto, estaba formada por cuatro miembros y había un quinto en camino.

–Problema resuelto –anunció al volver–. Dime qué te pasa –le pidió a su amiga mientras volvían a entrar y se sentaban en un sofá.

Irena contempló a su amiga, que se habría convertido en su cuñada si el destino no hubiera decidido lo contrario. De la noche a la mañana, todo había cambiado. Andreas, hermano gemelo de Leon, era el hombre con quien creía que se casaría. Pero dos meses antes, ella había estado en Italia por motivos laborales y había conocido a otro hombre. Se produjo tal atracción entre ellos, que no había querido dejarlo.

Al volver a Grecia a decirle la verdad a Andreas, éste se hallaba ilocalizable. Irena se enteró enseguida de que la hermanastra de Thea, Gabi Turner, había entrado en escena y que una sola mirada le había bastado a Andreas para olvidarse de Irena. Se habían casado y estaban en viaje de novios.

–Irena, dime algo.

–No sé cómo decírtelo –empezó a temblar–. No te lo vas a creer. No me lo creo ni yo.

–¿Tan grave es? ¿Te estás muriendo?

–No, pero eso resolvería el problema.

–Eso nunca es una solución –la reprendió Deline al tiempo que se levantaba de un salto–. Iba a decirte que a menos que padecieras una enfermedad incurable, nada podría equipararse a lo que pasé al tener que decidir si seguía o no con Leon.

–Estoy embarazada.

–De Andreas… –Deline se había puesto pálida.

–Probablemente –contestó Irena con voz temblorosa.

–¿Cómo que probablemente? –la miró con incredulidad.

–El médico está casi seguro de que es de Andreas, pero podría ser de otro. ¿Y si fuera de Vincenzo?

–¿Quién es Vincenzo?

–Un hombre con el que estuve en Italia mientras escribía el reportaje para el periódico. Es guapo y… ¡Qué desastre! –exclamó con desesperación.

–¿Cuánto hace que sabes que estás embarazada?

–Llevaba una semana con náuseas y ayer me decidí a ir al médico. Creí que tendría la gripe o algo así. El médico me mandó al ginecólogo, que me lo ha confirmado esta mañana, antes de venir. Estoy de seis semanas.

Le había rogado al ginecólogo que volviera a hacer el cálculo. Al marcharse de Grecia sólo se había acostado con Andreas, con el hombre con quien se iba a casar al volver. Pero esos diez días en Italia habían cambiado su vida para siempre. Al conocer a Vincenzo, experimentó sentimientos que no conocía, hasta el punto de alargar su estancia en Italia y no querer volver a Grecia ni ver a Andreas.

–¡Ay, Irena! –exclamó su amiga con los ojos llenos de lágrimas–. Pase lo que pase, tendrás un bebé precioso.

–Ya lo sé –respondió Irena llorando a su vez–. Es lo que más quiero en el mundo –y que fuera de Vincenzo.

–Claro que sí –Deline le apretó suavemente el brazo–. ¿Qué vas a hacer?

–Tengo claro lo que no voy a hacer, que es no decirle a Andreas que el hijo es suyo, si es que lo es. Voy a ver a otro ginecólogo esta tarde para tener una segunda opinión. Tengo que estar segura.

–Te lo iba a sugerir. Esto es muy importante.

–Tengo tantas ganas de que Vincenzo sea al padre…

–Pero si el segundo ginecólogo te dice lo mismo…

–Si lo hace, tampoco voy a hacer daño a Andreas y Gabi. Para Leon y para ti fue una pesadilla el que te confesara que era el padre de los gemelos de Thea. Y no quiero que ellos pasen por lo mismo. Se quieren y están en viaje de novios haciendo planes para el futuro. Quiero irme de luna de miel con Vincenzo. Quiero decirle que voy a tener un hijo suyo. A veces me pregunto cómo pudiste soportarlo, Deline.

–Nunca olvidaré que me apoyaste en todo momento –dijo Deline con la voz quebrada.

–No quiero remover el pasado y hacerte daño. Pero no puedo hacerles eso.

–La verdad acaba por salir a la luz, Irena. ¿Y si Leon hubiera guardado el secreto durante años? No creo que nuestro matrimonio hubiera soportado semejante golpe al cabo del tiempo. Al menos ahora partimos con la verdad por delante, antes de que nazca nuestro hijo. Y Leon se ha portado tan bien conmigo… Ha sido amable, comprensivo y paciente.

–Estoy muy contenta de que las cosas te vayan tan bien. Pero tal vez Gabi ya esté embarazada. Temo que la historia se repita. ¡Qué regalo de bodas con retraso sería que les diera la noticia cuando volvieran del Caribe! No puedo hacerles eso.

–Un día, Andreas se enterará y cuando lo haga… –Deline se puso a temblar–. Conozco a Andreas. Es noble en extremo y siempre se preocupará por ti, pero si le ocultas algo así y lo descubre, sobre todo después de lo que se esforzó para que Leon se quedara con sus hijos… Tengo miedo por ti, Irena –dijo haciendo un gesto negativo con la cabeza.

–Hay un modo de que nunca se entere. De eso he venido a hablarte. Después de volver de Italia, dejé mi puesto en el periódico. Había planeado romper con Andreas antes de volver a Riomaggiore, que es adonde voy a ir ahora para estar con Vincenzo, con la esperanza de que siga queriendo casarse conmigo.

–¿Es que te lo pidió sólo diez días después de conoceros? –preguntó Deline con asombro–. Ya sé que eres la mujer más guapa e inteligente que conozco, pero si conocía tu relación con Andreas…

–Ya sé que parece complicado. No me lo pidió exactamente, sino que surgió en la conversación. Pero, al marcharme, no pude darle una respuesta hasta haber hablado con Andreas, y ya sabes lo que pasó después. Cuando me habló de Gabi, me di cuenta de que nunca habíamos estado enamorados porque, si no, Gabi no le hubiera robado el corazón ni Vincenzo hubiera robado el mío. Vincenzo me había advertido que, si me casaba con Andreas, el matrimonio no funcionaría y que me arrepentiría de mi error. Tenía razón.

–¿Qué clase de hombre consigue que te enamores de él en diez días y que quieras casarte con él?

–Se llama Vincenzo Antonello y es italiano de los pies a la cabeza y un soltero empedernido. Tiene el pelo negro, largo y rizado. Va andando a los sitios y, si tiene que recorrer mucha distancia, se monta en su Fiat –Irena sonrió al recordarlo. Ella se había criado, en un mundo lujoso de villas, coches elegantes, limusinas y helicópteros–. Le encargaron que nos enseñara a mí y al fotógrafo que me acompañaba la fábrica de licores en la que trabajaba. Cuando volvimos a su coche me dijo que le gustaba que tuviera una altura similar a la suya porque así había más de donde agarrar.

Le había salido una risa profunda al pronunciar aquellas palabras en inglés con un fuerte acento italiano. Era arrogante, insufrible, pero sus ojos azules te traspasaban.

–Aquellos días fueron una locura –prosiguió Irena–. Estuvo todo el tiempo conmigo. Nos reíamos, comíamos, paseábamos y hablábamos. No dormíamos mucho. Me compraba flores y me hacía pequeños regalos. Me embrujó.

Un metro ochenta, musculoso, guapo… y lo opuesto a lo políticamente correcto. Era católico, aunque no cumplía los preceptos de su religión. Irena no creía en ninguna religión, sino en la emancipación de las mujeres y en que ocuparan puestos de poder en el mundo empresarial.

–Tiene una opinión sobre todo y no teme expresarla.

No le atraía el dinero. Se contentaba con tener para vivir y dejar que otro viviera la pesadilla de ser presidente de una compañía. Irena procedía de un entorno acomodado. La riqueza era lo que definía la existencia de sus padres.

–Vincenzo se desvivió por enseñarme su pueblo. Nuestros paseos por las colinas duraban el día entero porque, cada poco, me obligaba a pararme para besarme. La última noche que pasé allí, acabamos en su piso de Riomaggiore, muy pequeño y sencillamente amueblado. Me preparó una deliciosa cena italiana. Bebimos vino y bailamos en la terraza hasta que oscureció. Cuando me tomó en brazos y me llevó a su dormitorio, me pareció lo más natural del mundo. Dejé de pensar porque me sentía dominada por sentimientos muy poderosos. Antes de volver a Grecia, me dijo algo totalmente ridículo.

–¿El qué? –Deline la escuchaba y miraba embelesada.

–«Somos opuestos en todo, signorina Liapis. Creo que deberíamos casarnos».

–¡Irena!

–A mí también me sorprendió. Lo hacía constantemente.

–¿Qué le dijiste?

–Desde el comienzo supo que quería a Andreas desde hacía mucho tiempo y que esperaba casarme con él.

–¿Y qué te dijo?

–Se rió de mí. Me dijo que, si nos quisiéramos de verdad, ya estaría casada y no allí con él. Tengo que reconocer que sus palabras me hicieron daño porque me di cuenta de que decía la verdad. Si hubiera sentido por Andreas lo que sentía por Vincenzo, no hubiera puesto por delante de él mi profesión y hubiera estado con él todo el tiempo posible. Y Vincenzo siguió diciéndome que el amor sólo era una palabra, que podía significar cualquier cosa o nada en absoluto. Le pregunté si creía en el amor y me contestó que creía en ciertas formas de amor, como el que se siente por un hijo. Le contesté que era imposible hablar con él. «¿Por qué? ¿Porque no me ajusto a tu errónea idea de perfección ni te doy lo que estás habituada a consumir? ¿Tú te has visto?».

–Me resulta increíble que se atreviera a decirte eso –intervino Deline.

–Se atrevió a eso y a mucho más. «Eres como esos gansos que vuelan formando una uve, con frialdad y sin batir las alas. Planeas sobre el mundo con tu acomodada familia como te han enseñado, con cuidado de que no te desvíen de tu camino otras especies de aves ni los desastres naturales. Pero sería fascinante ver lo que pasaría si, por una vez, te desviaras del rumbo trazado y volaras sola».

–¿Te dijo eso?

–Pues sí, y sus palabras me dolieron. Cuando comenzó a hacerme el amor, no lo detuve. Lo que más deseaba en el mundo era que me poseyera. Era prácticamente un desconocido, pero no me daba esa impresión. Todo lo que hacía me parecía bien. Era como si hubiera encontrado mi alma gemela –se puso de pie–. Después de la cita con el otro ginecólogo esta tarde voy a volver para decirle que tenía razón en todo. El hecho de estar allí le demostrará que he cambiado de rumbo y que quiero estar con él. La atracción y la conexión que hay entre nosotros son muy intensas. Será una liberación reconocerlo. Si hablaba en serio al hablar de matrimonio, me casaré con él.

–¿Qué vas a decirle sobre el niño?

–La verdad, lo que me hayan dicho los médicos. Tiene derecho a saberlo todo, incluyendo que Andreas ha conocido a otra persona. Si no puede perdonarme por haber vuelto para romper con Andreas, no es el hombre que creía –se mordió los labios–. Si no decía en serio lo de casarnos, tendré que marcharme de Europa.

–¿Adónde irás?

–No tengo ni idea.

–Temo por ti, Irena.

–Yo también. Estoy aterrorizada.

–Venga, Dino, puedes hacerlo.

–Tengo miedo, papá.

Vincenzo vio el temor en los ojos de su hijo, que sólo era capaz de llegar hasta el borde de la piscina del hotel, pero que no se atrevía a entrar en ella.

–Entonces, ¿qué quieres que hagamos antes de marcharnos?

–No me quiero ir. Quiero vivir aquí, en Riomaggiore, contigo.

–Sabes que no puedes, Dino. Venga, vamos a pasear por la playa a ver los barcos.

–Vale –dijo el niño con tristeza.

–¿Quieres que vayamos a pescar en uno?

–No, sólo quiero verlos.

Dino afirmaba que le encantaba el agua, pero lo cierto era que le tenía miedo. Vincenzo esperaba que su hijo fuera superando sus miedos, pero desde que Mila, su ex mujer, se había vuelto a casar y se había marchado a Milán, parecían haber aumentado.

Después de ponerse la camisa y las sandalias, padre e hijo bajaron las escaleras que conducían a la playa. El día siguiente era el último de la semana de vacaciones de verano de Dino y Vincenzo tendría que llevarlo a Milán. Después se reiniciarían las visitas de un fin de semana al mes hasta la semana de diciembre. Tanto tiempo apartado de su hijo lo destrozaba, pero las reglas eran inamovibles y Vincenzo sólo podía estar son su hijo una semana en verano y otra en diciembre. Y nada cambiaría hasta que Dino cumpliera dieciocho años, a no ser que Vincenzo se volviera a casar.

Pero, después de consentir que su padre le impusiera un primer matrimonio desgraciado, Vincenzo no quería tener nada más que ver con esa institución. Lo único que podía hacer era esperar a que Dino fuera lo suficientemente mayor como para pedir que se modificara el régimen de visitas. Tenía la esperanza de que eso sucediera antes de que su hijo alcanzara la mayoría de edad.

Más tarde, mientras paseaban por el acantilado entre Riomaggiore y Vernazza, Dino gritó:

–¡Mira, papá, el sol se mete en el mar!

–¿Crees que los peces se asustarán al verlo brillar bajo el agua?

–No, qué gracioso –Dino se rió por primera vez aquella tarde.

Vincenzo lo miró. Era la alegría de su vida.

–¿Estás cansado de tanto paseo? ¿Quieres que te lleve a hombros para subir esos escalones tan empinados?

–No son empinados –adelantó a su padre y luego se volvió hacia él–. ¿Qué significa «empinados»?

–Casi verticales –le contestó Vincenzo riéndose.

–A veces creo que me voy a caer.

–Entonces siempre tienes que ir delante de mí. Si tropiezas, te agarraré.

–No me caeré. ¡Mira!

Subió corriendo los escalones hasta el camino serpenteante que conducía a casa de Vincenzo. Dino tenía el pelo castaño y liso y los ojos castaños de su madre, pero la constitución la había heredado de los Valsecchi, la familia de su padre. Vincenzo creía que su hijo era inteligente como él, por supuesto, y guapo como su madre. En conjunto era perfecto.

–Te echo una carrera hasta casa –gritó su hijo mientras echaba a correr hacia la casa. Desde la terraza, que daba al Mediterráneo, pasaban muchas horas mirando por el telescopio a los bañistas y los barcos. Por la noche, cuando el cielo estaba lo bastante claro, distinguían las constelaciones entre el resto de las estrellas.

Dino llegó a la puerta principal con Vincenzo pisándole los talones. Éste se sorprendió al oírle decir: Buonasera, signorina. Tenían visita. El corazón le dejó de latir al divisar a una mujer a quien no esperaba volver a ver. Todo comenzó a darle vueltas.

A la luz del crepúsculo, el pelo negro y brillante de ella le caía como una cortina sobre los hombros que llevaba al descubierto. De pie, con las largas piernas medio ocultas por la falda blanca que vestía, Irena Liapis le produjo una mayor impresión que nunca.

Buonasera –contestó ella con un claro acento griego.

–¿Quién eres? –le preguntó Dino, pero ella ya miraba a Vincenzo.

Éste, que sabía que no entendería el italiano de su hijo, tomó la palabra, pero con precaución sobre lo que iba a decir, ya que todo llegaría a oídos de la madre del niño.

–Es Irena Spiros y viene de Grecia, Dino. No habla nuestro idioma. Tenemos que hablarle en inglés.

–Pero no sé muchas palabras.

–No importa. Usa las que has aprendido y así sabremos lo bueno que es tu profesor.

–Vale –Dino dio la mano a Irena–. Hola, señorita Spiros. Soy Dino y éste es mi padre.

Irena pareció sorprenderse al oír el apellido de soltera de su madre y Vincenzo se percató de su sorpresa al enterarse de que tenía un hijo. Pero ella sonrió al niño.

–Hola, Dino. ¿Cómo estás?

–Bien, gracias.

–¿Cuántos años tienes?

–Seis. ¿Y tú?

–Veintisiete.

–Dino –le susurró Vincenzo en italiano–, a una mujer no se le pregunta la edad.

–No importa –dijo Irena al niño al comprender lo que le había dicho Vincenzo sin necesidad de traducción–. Eres un niño muy listo y educado –miró inquisitivamente a Vincenzo.

Éste vio en sus ojos algo indescifrable, tal vez ansiedad. Decidió darle una explicación.

–Cuando viniste a Riomaggiore hace dos meses, mi hijo estaba en Milán con su madre y su padrastro. Hace cinco años que me divorcié.

–Entiendo. Es un niño encantador y cuando crezca será aún más guapo que su reservado padre.

–¿Tan reservado como lo ha estado a punto de ser la señora Simonides? Según los periódicos, ha desaparecido desde que el presidente de la compañía se marchó con su esposa americana –Vincenzo pensó que se pondría colorada o que desviaría la mirada, pero, en lugar de ello, dijo:

Touché.

–¿Puede entrar en casa? –le preguntó Dino a su padre.

–¿Quieres que entre?

–Sí, me cae bien.