La-ruta-prohibida



© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es

© M. Àngels Bogunyà

ISBN: 9788416862504

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A mis hijos Xavier y Guillem.

A mis padres.

A Jesús.

 

OCHO

1. La figura de un imochag que se balancea pausadamente so­bre un mehari blanco se recorta contra un sol naciente, rojo, inmenso. Los imochag no saben qué es la prisa.

Asulem quiere hacer justicia, pero sabe que tiene ante sí un reto aún más fuerte, enfrentarse él solo y por primera vez a lo único comparable a la fortaleza de un imochag: el corazón del desierto. Solos el desierto y él, sin un buen guía, orientándose por las estrellas, el sol, la luna, las dunas, un tronco seco, la huella que deja el viento en la arena... Para salir airoso tendrá que utilizar toda la astucia, toda la inteligencia e intuición de los de su raza, sobre todo la intuición. Pero lo logrará, está se­guro. Asulem, el príncipe, será digno hijo del noble Ikulam.

Ya hace mucho tiempo que ha dejado el oasis de Sek-el y se ha adentrado en un bosque de redondeadas y pequeñas du­nas. Dunas doradas. Poco a poco, éstas, el cielo y las gandu- rah... todo se tiñe de rojo encendido. Asulem sabe por este in­dicio que habrá tempestad de arena.

El viento comienza a soplar. Al principio, suave; después, seco y caliente, se desboca y embiste con fuerza. Con mucha fuerza. Levanta la arena de tal manera que el chico se ha de tapar los ojos con el velo y los pies con la gandurah. Pero los granitos de arena se le clavan en las manos como si le hirieran miles de puñales. Las patas del mehari se van hundiendo.

Ya no logra avanzar.

—Es una tempestad de las fuertes. ¡Comenzamos bien! —re­flexiona el muchacho.

Dicen que una tempestad puede llegar a cubrir camellos y caravanas enteras. Y en ocasiones, dicen, trae lluvia. Pero él nunca ha visto llover; sólo una vez, le han dicho, cuando él era pequeño, cayeron del cielo unas grandes gotas que no llegaron ni a mojar las pieles de las jaimas, sólo dejaron en ellas gran­des y redondas manchas que se secaron enseguida. Pero él no se acordaba de todo eso.

 

 

 

La tempestad iba en aumento. El viento levantaba la arena por los aires y los infinitos granitos tapaban el sol y todo que­daba impregnado de rojo oscuro. Asulem no puede perder tiem­po. Baja del mehari y tira de él con todas sus fuerzas. Lo quie­re arrastrar hasta una gigantesca y redondeada duna donde la arena había envejecido y se había convertido en piedra. Pero el mehari no puede sacar las patas de la arena.

Asulem cae y el viento lo arrastra lejos. Apenas tiene tiem­po de agarrarse a las riendas e intenta incorporarse como sea porque,la arena llegaría a enterrarlo. Lucha contra un enemigo fuerte e invisible, el viento, que intenta tumbarlo una y otra vez. A tientas, consigue acercarse al mehari y hace un agujero con sus manos para que pueda sacar una pata. Lo logra y no le deja que la ponga en el suelo hasta no sacar la otra pata delantera. Después, repite lo mismo con las de atrás y el animal da un paso.

Ha transcurrido mucho tiempo y la tempestad no cesa, pe­ro Asulem ha conseguido que el mehari avance hasta la duna vieja. Una vez en la cresta, el camello se sienta y él, exhausto, se recuesta a su abrigo, boca abajo, protegiéndose la cara con los brazos.

Decide esperar. No puede hacer otra cosa que esperar a que cese la tempestad. Tal vez todo un día. O quizá dos. Namuc diría que ya llevaba agarrado a su gandurah el gri-gri de la muerte y que el amuleto le ha salvado. Lo que Asulem sabe con certeza es que, si no hubiera encontrado aquella inmensa y petrificada duna, no hubiera podido contarlo.

2. El viento se ha calmado. Asulem bebe un sorbo de agua de la gerba y mira a su alrededor. Ha cambiado el aspecto de aquel rincón del desierto, las dunas han avanzado y muchas de ellas han crecido.

Nada se mueve. Se dispone a levantarse y ordena al mehari que haga lo propio, cuando el animal da un par de sacudidas y lanza un gruñido de dolor. No obstante, le hace levantar mien­tras algo serpentea bajo la dura arena. No se detiene a ver qué es. Rápido, le busca la herida entre los pelos y le encuentra ba­jo su panza, se la aprieta con fuerza, le chupa la sangre y la escupe. Sabe que si, como es de temer, se trata de una picadura de víbora cornuda, no habrá nada que hacer. Y si el mehari mue­re, él también habrá acabado, porque sabe de sobra que en la práctica es imposible sobrevivir a pie en el desierto. Inconscien­temente, se lleva la mano al cuello, al amuleto mientras mur­mura:

—Tendré suerte.

Pero no la tiene.

Cuando desciende el sol, el mehari blanco, el fidelísimo com­pañero de Ikulam el noble, ya no puede tenerse en pie. El vene­no se ha extendido por todo su cuerpo.

Asulem querría acompañarle hasta que las fuerzas huyeran del todo de él y se durmiera para siempre y pudiera enterrarlo en la arena. Pero no puede entretenerse. Le acaricia el morro y nota un nudo en su garganta.

El príncipe imochag ha echado a andar sin volver la cabeza. La chinita que lleva en la boca le refresca al producirle saliva; se dirige hacia el sur, mientras baila en su cabeza un pensamiento que no le abandona porque no ve el final de las dunas.

—¿Y si me hubiera equivocado?

Sólo de pensarlo, un escalofrío le recorre el cuerpo. Cuan­do llega la noche, está cansado. Se deja caer en la arena y el frío le despeja. Come algunos dátiles pero no ha calculado bien el agua: no le queda ni una gota. Entonces se quita el turbante y el velo y las sandalias y las gerbas y los deja extendidos en la arena. Acto seguido, cava con sus propias manos un hoyo donde debe enterrarse. Se quita una gandurah y se mete en él y se cubre de caliente arena hasta el cuello. Confía en que no habrá víboras. Cierra los ojos e intenta dormir. La luna le aca­ricia. Asulem piensa en su tribu y en Sadai y está seguro de que la volverá a ver y que volverá a pastorear los rebaños por los infinitos pedregales del desierto.

Y se duerme.

La luna está muy alta cuando se despierta sobresaltado. Oye gritos y risas. Abre los ojos.

—¡Hienas! —piensa.

Intenta levantarse, aterrorizado y contento a la vez porque, si son hienas, eso quiere decir que las dunas se acaban y no esta lejos del pozo que anda buscando. Se dejan oir otra vez las mons­truosas y violentas risas que resuenan en la noche.

No son hienas.

Ahora que está desvelado, su oído se le aguza para distin­guir los aullidos de cualquier animal del desierto y aquellas ri­sas, exageradas, estridentes, no cesan.

La luna, pequeñita, ha recorrido toda la bóveda del cielo, como si tuviera prisa por desaparecer, y lo ha dejado todo a oscuras en poco rato. ¿O tal vez ha pasado mucho tiempo? Asu- lem aguza la vista pero no ve nada. No se mueve, como si hu­biera quedado paralizado. Quiza es el miedo lo que no le per­mite levantarse.

las risotadas no cesan, cada vez más cerca y más fuertes...

Entonces vislumbra una sombra negra, gigantesca, defor­me... e immediatamente recibe unos puñados de arena en la ca­ra y tiene que entornar los ojos. ¡Lo están enterrando! ¡Alguien le ha visto y lo está enterrando! El corazón se le alborota. Las risotadas no cesan...

No puede respirar y ha de resoplar fuerte por la boca para quitarse la arena y dejar entrar aire fresco. Pero no se mueve ni hace gesto alguno para huir: el miedo lo tiene atrapado.

Las risas se alejan y un vientecillo suave, arremolinado, le aparta la arena de la cara. Poco a poco el silencio vuelve a ser amo y señor del desierto. Respira hondo pero aún no tiene áni­mos para moverse.

Al amanecer se levanta rendido del lecho de arena. Se arrastra como puede hasta donde tiene la gandurah, a su parecer muy lejos, y pasa la lengua por ella como las gacelas. Después, bus­ca con la mirada las sandalias y encuentra una y bebe las gotas de rocío que ha dejado allí la noche; la que dejó a su lado la ve mucho más allá. El turbante aún está más lejos y el velo, medio enterrado. Y va lamiendo el agua que tal vez le dará fuer­zas para aguantar todo un día, como a las gacelas.

Se viste con calma.

—Ayer debió de hacer mucho viento —piensa, mientras echa una ojeada a su alrededor para descubrir adónde han ido a pa­rar las gerbas—. Cuando al cuerpo le falta agua, se oyen voces y se tienen extrañas visiones...

Pero no las ve; sólo quedaba la huella del lugar donde las había dejado. ¡El viento no las había tapado ni nadie las había arrastrado porque la marca era limpia! Tampoco había hecho viento, pues la señal no se había borrado. El corazón se le alte­ra y sus latidos le suben la sangre al cerebro. ¡Los kel-esuf! ¡Eran los kel-esuf! Y recuerda la negra e inmensa sombra y que, cuando él era pequeño, un esclavo de su tribu que cuidaba los rebaños se topó con un kel-esuf y regresó al campamento sin voz, mu­do, y con sus cabellos completamente blancos del miedo que había pasado: nunca más volvió a articular palabra.

Tiene que espabilarse. Se pone en camino. Un poco más allá avista algo en el suelo. Se acerca. Es una de sus gerbas. Alrede­dor, los restos de un campamento.