Cubierta

La promesa de Gertruda

Un niño, una promesa y una fuga heroica durante la Segunda Guerra Mundial

Ram Oren

Con el asesoramiento de Michael Stolowitzky

Traducción de Alejandro Gibert

Plataforma Editorial

Índice

  1.  
    1. Agradecimientos
    2. Nota del autor
    3. Introducción
  2.  
    1. 1. Dos bodas
    2. 2. Ha nacido un príncipe
    3. 3. Chantaje
    4. 4. La Noche de los Cristales Rotos
    5. 5. Secuestro a plena luz del día
    6. 6. A punta de pistola
    7. 7. Expulsión a medianoche
    8. 8. El salvador inesperado
    9. 9. El crucero
    10. 10. Ataque marítimo
    11. 11. Una promesa cumplida
    12. 12. El rastro del dinero
  3.  
    1. Epílogo
    2. Bibliografía

Agradecimientos

Quiero expresar aquí mi gratitud a Michael Palgon, Kevin Tobin y todo el equipo de Doubleday que participó en la publicación de este libro, y hacerla extensiva a Darya Porat, mi editora en Doubleday, por su fe y su determinación a la hora de poner el libro a disposición del público angloparlante, supervisar la traducción y corregir el manuscrito con diligencia y buen tino. Mi más profundo agradecimiento también a David Kuhn, nuestro magnífico representante, y a Billy Kingsland, de Kuhn Projects, que nos guio con pericia a lo largo del proyecto. Asimismo debo dar las gracias a Geoffrey Weill.

Y al profesor Elie Wiesel, por sus amables palabras.

Estaré también eternamente en deuda con el difunto Chaim Stolowitzky, el doctor Mordecai Paldiel, el juez Arie Segalson, la difunta Elisheva (Helga) Rink-Bernson y el capitán del Exodus, Ike Aaronovitch.

Y en último lugar, aunque no en importancia, mi más profundo agradecimiento a mi querido Michael Stolowitzky, sin el que este libro jamás habría visto la luz.

Nota del autor

La promesa de Gertruda es una historia verídica. Todos los acontecimientos descritos en la novela se basan en mis entrevistas con los parientes de los protagonistas y los supervivientes del Holocausto, documentos actuales y mi propia investigación de los sucesos en ella narrados. Aun así, dado que el libro se fundamenta en los recuerdos de sus protagonistas y muchos de ellos ya han fallecido, incluida la propia Gertruda, en aras de la fluidez narrativa me he visto obligado a incluir elementos de ficción para recomponer los diálogos y añadir detalles a ciertos acontecimientos. La historia de Michael y Gertruda, como la de todos los que padecieron el Holocausto, es una historia dolorosa, y he tratado de relatarla aquí con el máximo realismo posible.

Introducción

Poco a poco escampó la humareda de la guerra y lució en el cielo el sol primaveral, posándose sobre los escombros donde se ocultaban decenas de miles de cadáveres, inundando las calles asoladas, sembrando de reflejos las caudalosas aguas del Vístula, que seguía su curso borboteante, llevándose consigo la memoria del terror y la muerte.

En lo alto de la colina, sobre las ruinas de Varsovia, se alzaba aún intacta la vieja y majestuosa mansión de la familia Stolowitzky, que había sobrevivido milagrosamente a la guerra, con sus cuatro plantas de sillería con los cantos esculpidos, sus estatuas de antiguos guerreros en las cornisas, sus impresionantes vitrales y sus techos de madera pintados.

De sus antiguos inquilinos sólo un niño y su niñera seguían con vida, y los dos iban camino de un país lejano. En su nuevo hogar, con sus cuatro paredes desconchadas, su bañera oxidada y sus muebles baratos, la antigua mansión con su lujo y esplendor les habría parecido un sueño, el producto de una imaginación febril.

El chico y su niñera, que lo adoptó, se instalaron en un diminuto piso de alquiler en una de las callejuelas de Jaffa. Desde la ventana sólo se veían las fachadas deprimentes de los pisos circundantes, los niños que jugaban en un descampado y las mujeres que volvían del mercado con sus pesadas bolsas de la compra. A todas horas el ruido de los coches y el hedor de las basuras inundaban el piso. En invierno el olor del moho impregnaba sus habitaciones y en verano sus muros retenían un aire sofocante, infernal.

En la mansión de la colina todo había sido muy distinto, por supuesto. El gigantesco edificio, con sus espaciosas salas y sus jardines, estaba caldeado en invierno y aireado en verano. La fresca brisa del río entraba por las ventanas y los criados andaban de un lado a otro de puntillas para no hacer ruido. Los armarios rebosaban de ropa cara. Se servían manjares copiosos en suntuosos platos de porcelana. La vieja cubertería era de oro bien bruñido y el vino se escanciaba en copas del más fino cristal.

Michael Stolowitzky y su madre adoptiva, Gertruda, habían sobrevivido a la guerra y luchaban ahora por sobrevivir en su tierra de adopción. Él iba a la escuela. Ella, que ya no era ninguna jovencita, iba cada mañana a los barrios del norte de la ciudad, donde trabajaba como mujer de la limpieza, y regresaba cada noche a casa con las articulaciones doloridas y los ojos cansados. El chico la recibía con un beso, le sacaba los zapatos, le cocinaba una cena frugal y le hacía la cama. Michael sabía que Gertruda se deslomaba a trabajar para pagarle los estudios y costearle todos sus gastos, y un día el chico juró pagarle con creces por todo lo que había hecho por él: por salvarlo de la muerte, consagrarle su vida entera y asegurarse de que no le faltara de nada.

A Michael Stolowitzky la pobreza y las privaciones no le eran desconocidas. Las había padecido en abundancia en su largo viaje de supervivencia durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora veía la luz al final del túnel, la luz que anunciaba el fin de sus penurias, de su lucha de subsistencia diaria, y se convencía de que un día no muy lejano todo cambiaría y la cosas volverían a ser como antes, cuando vivían rodeados de riquezas y comodidades, ajenos a la miseria y el sufrimiento.

Este halagüeño futuro estaba a su alcance, era claro y concreto. A cuatro horas de vuelo de Israel yacía un tesoro congelado, millones de dólares y lingotes de oro depositados en bancos suizos por Jacob Stolowitzky, su difunto padre, un judío al que en vida apodaban «el Rockefeller de Polonia». Michael era su único heredero.

La herencia, aquella pequeña indemnización por los padecimientos y las pérdidas que había sufrido durante la guerra, absorbía los pensamientos de Michael y no tardó en convertirse en el punto focal de todas sus fantasías. Al terminar los estudios fue llamado a filas y esperó con impaciencia el fin de su servicio militar para poner manos a la obra y recuperar el dinero. Lo asignaron a una unidad de combate y en una escaramuza al norte de Kinneret recibió en la pierna el disparo de un francotirador sirio.

Gimiendo de dolor, fue trasladado al quirófano del hospital de Poriya. Cuando se le pasó el efecto de la anestesia y abrió los ojos, encontró a su lado a su madre adoptiva, llorando. Le alargó una mano lánguida y ella la apretó contra su pecho.

–No llores –le dijo–. Todo irá bien, te lo prometo.

Cuando le dieron de baja del ejército regresó a su pequeño piso y al día siguiente se puso a buscar trabajo. No hizo ascos a ninguna oferta: trabajó de mensajero, cruzando la ciudad de Tel Aviv a lomos de su escúter, de camarero en un bar de noche y de guardia nocturno en una fábrica textil. Tenía que ahorrar algo de dinero a toda costa.

Al cabo de dos años, en junio de 1958, Michael juntó todos sus ahorros y los pocos documentos familiares que había conseguido salvar y compró un billete de avión a Zúrich.

–¿Cuánto tiempo te quedarás? –le preguntó Gertruda, preocupada.

–Dos o tres días, no creo que necesite más tiempo.

–¿Y si no te dan el dinero?

Michael sonrió, confiado.

–¿Cómo no van a dármelo? Ya verás, volveré con la herencia y cambiaremos de vida –le prometió.

Gertruda lo acompañó al aeropuerto y lo despidió con un beso.

–Cuídate –le dijo–. Y guarda bien el dinero, no dejes que te lo roben.

–No te preocupes.

Se subió al avión excitado e impaciente. En Zúrich alquiló un cuarto en una pensión y no pegó ojo en toda la noche. El único dato que tenía era el nombre de uno de los bancos en los que su padre había depositado su fortuna y fue allí donde se dirigió al día siguiente, imaginándose ya las montañas de dinero que los empleados del banco le entregarían y la cara que pondría su madre adoptiva al recibirlo en Israel, convertido en un hombre rico y libre de preocupaciones. Cuando regresara sabía exactamente lo que le diría:

–Somos ricos, Gertruda. Ya podemos mudarnos a nuestra propia casa y comprar todo lo que quieras. Y lo más importante es que a partir de ahora no tendrás que trabajar.

Ella lo rodearía entre sus brazos y le diría, como siempre:

–Yo no necesito dinero, amor mío. Yo sólo quiero tenerte a mi lado.

1. Dos bodas

1.

Con su uniforme cuajado de las condecoraciones militares heredadas de sus ancestros, el marqués Stefan Roswadovsky se mordió los labios de pura rabia y apuró la enésima copa de brandy. El marqués, un hombre barrigón y rubicundo de setenta y dos años, había consumido su vida en una retahíla ininterrumpida de placeres, y bajo su ancha mandíbula había ido formándose una papada rosácea y fofa como un ravioli relleno, que crecía y se espesaba mientras su cuerpo iba juntando carnes.

Del patio llegó el crujido de las ruedas del carruaje que entraba por la verja y en la garganta del marqués fue materializándose un regusto nauseabundo, el regusto del desastre inminente. Habría dado cualquier cosa por evitarlo.

Se cernían sobre Varsovia unos nubarrones plomizos, tan lúgubres como el humor del marqués, y una llovizna silenciosa caía sobre los jardines de la mansión de la avenida Ujazdowska número 9 cuando el carruaje se detuvo y el cochero brincó del pescante para abrir la puerta. Del carruaje descendió un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, con un elegante abrigo de lana. Su rostro era firme y sus andares livianos y seguros. El cochero abrió un paraguas sobre la cabeza del señor y lo acompañó hasta la puerta. Desde el ángulo de su ventana, el marqués contemplaba la escena, desesperado. Sabía que en pocos minutos la puerta se abriría y el honor que había enaltecido su casa, legado de padre a hijo durante muchas generaciones, el honor de su familia y el suyo propio sería pisoteado y profanado por un plebeyo.

Un criado de rostro impasible ataviado con una levita negra recibió al huésped y lo ayudó a quitarse el abrigo.

–Si es tan amable de esperar, anunciaré al señor su llegada –dijo servilmente.

El criado entró silenciosamente en el despacho de Roswadovsky e hizo una profunda reverencia.

–Marqués –dijo–, el señor Stolowitzky ha llegado.

–Tampoco se va a morir el judío este por esperar un poco –rezongó, tras un momento de vacilación, pensando que necesitaba más tiempo para preparar la reunión.


El marqués exhaló un suspiro y se hundió aún más en su sillón. Desde las paredes forradas de terciopelo lo observaban sus ancestros, oficiales militares condecorados blandiendo sus espadas sobre corceles de grupas relucientes. A su lado, en marcos dorados, colgaban los retratos de sus bellas y rellenitas esposas con espléndidos vestidos, luciendo joyas de oro y diamantes. Cubrían los suelos alfombras persas, tejidas por experimentados artesanos que trabajaban sin descanso en los sótanos de Isfahán y Shiraz, y en las cuatro esquinas del gran despacho resplandecían muebles dignos de un palacio real.

El avejentado marqués bullía inquieto en su sillón, se mesaba el bigote engomado y luchaba contra la repugnancia que le invadía al pensar en la reunión con el hombre que esperaba en la sala contigua. Nunca se le había pasado por la cabeza que un hombre como él, vástago de una noble familia polaca, amo y señor del destino de cientos de arrendatarios, dueño de tierras y obras de arte, pudiera encontrarse jamás en una posición tan embarazosa e insultante, que un judío como aquel pudiera turbar su serenidad e imbuirle melancólicas reflexiones sobre el vuelco del antiguo ordenamiento del mundo.

En la familia Roswadovsky, el honor y la casta eran valores supremos y constituían el eje mismo de la vida. El marqués estaba seguro de lo que hubiera hecho cualquiera de sus ancestros si un judío hubiera osado pisar su casa. Ninguno habría vacilado en echar a la calle o dar su merecido a cualquier hombre que se atreviera a plantarles cara y aprovecharse de su comprometida situación.

Ningún miembro de la dinastía Roswadovsky se había mezclado jamás con judíos como el que lo esperaba en el vestíbulo. En Baranowicz, la región oriental de Polonia donde la familia tenía numerosas propiedades, los judíos se sobrecogían de miedo y respeto al ver pasar su carruaje. Hasta el último de ellos se arrodillaba a su paso y ninguno osaba alzar hacia él su mirada. ¿Adónde habían ido a parar aquellos lejanos días? ¿Cómo había perdido su pasada autoridad? ¿Cómo era posible que el suelo de su palaciega casa de Varsovia, una de las muchas mansiones que la familia tenía repartidas por toda Polonia, fuera ahora a ser mancillado por los zapatos de un judío de ciudad, que no acudía además a suplicarle su gracia sino al rescate del propio marqués, que lo había mandado llamar con suma urgencia para que lo sacara del atolladero?

Moshe Stolowitzky era un tipo de judío con el que el marqués Roswadovsky no estaba familiarizado. Era un hombre extraordinariamente rico, poderoso e influyente. Pocos polacos podían presumir de su enorme riqueza, gran parte de la cual la había heredado de su padre, un empresario expeditivo que había amasado el grueso de su fortuna antes de la Primera Guerra Mundial fabricando y vendiendo coches cama para líneas ferroviarias, puliendo muelas para molinos de harina, regentando una taberna en Baranowicz, donde vivía, y realizando allí provechosas inversiones inmobiliarias. Cuando Baranowicz cayó en poder de los rusos durante la Gran Guerra, Moshe Stolowitzky huyó a Varsovia, junto a muchos de sus vecinos, consiguiendo poner a salvo el grueso de su fortuna. El marqués Roswadovsky no había tenido tanta suerte. Escapó de la ciudad en mitad de la noche, dejando atrás un buen pellizco de su patrimonio, y se refugió en su magnífica mansión de Varsovia. Pero no tardó en quedarse sin dinero y comenzar a acumular deudas que debía liquidar cuanto antes. La única solución para satisfacer a sus acreedores era difícil y dolorosa: vender sus tierras y sus inmuebles. Los compradores potenciales comenzaron a llegar a su casa. Algunos querían aprovecharse de sus dificultades y le proponían precios de compra irrisorios. Otros le ofrecían más, pero no lo suficiente. Hasta que llegó Moshe Stolowitzky y le hizo una oferta irrechazable.


El criado regresó al cabo de unos minutos.

–El señor Stolowitzky tiene prisa –dijo–. Dice que no puede esperar.

–¡Menudo rostro tiene ese judío! –gruñó el marqués, en voz alta.

El criado callaba, esperando instrucciones.

–De acuerdo, hazlo pasar –dijo al fin el marqués, tragándose su repugnancia.

Al cabo de un minuto Moshe Stolowitzky apareció en el umbral y miró fijamente al marqués. Venía a hacer negocios desde una posición de fuerza; no tenía tiempo para la cháchara o los buenos modales.

A regañadientes, el marqués se dispuso a tratar con su invitado, que condujo la negociación con dureza inflexible. En una hora Roswadovsky le vendió varios inmuebles y terrenos en Baranowicz y le traspasó su casa de Varsovia. Como de costumbre, cuando la necesidad de dinero era acuciante, el aspecto económico pesaba más que el honor, la posición y cualquier otro factor. Contrariado, el marqués polaco se tragó la ofensa del judío y firmó la escritura de compraventa.

Le era muy difícil deshacerse de sus propiedades y, en especial, de su magnífica casa de Varsovia, una gran mansión amueblada con ostentación y rebosante de raras obras de arte. Aquella casa era su dicha y su orgullo, y en ella Roswadovsky disponía de una legión de criados, una despensa llena de manjares y una bodega de vinos selectos. En cenas suntuosas había agasajado allí a la élite polaca y a los empresarios más acaudalados de la ciudad, y era doloroso tener que vender todo aquello para eludir la deshonra de la bancarrota.

La joven amante del marqués, una morena despampanante que era hija de uno de sus arrendatarios y vivía en la casa de Varsovia, haciendo aún más apetecibles las visitas del marqués, lloró lágrimas amargas cuando tuvo que volverse a su casa. El marqués vio impotente cómo hacía las maletas.

–¿Qué será de mí? –le dijo ella, entre sollozos–. ¿Qué será de nosotros?

El marqués le acarició el pelo y una lágrima le asomó en el ojo. No encontraba respuesta.

Moshe Stolowitzky salió de casa del marqués con la sensación de haber cerrado un trato excelente. Sus aptitudes para los negocios eran célebres. Astuto y dotado de una gran audacia empresarial, las puertas de los despachos de altos cargos gubernamentales se le abrían de par en par y no tardó en convertirse en el contratista ferroviario más acreditado del país. Sus trabajadores, que se contaban por centenares, tendían vías férreas por toda Polonia y más allá de sus fronteras, a lo largo de la red ferroviaria rusa. Las manifestaciones de antisemitismo no lo molestaban, pues ningún antisemita osaba acercarse a él. Siempre era bien recibido en casa de los jefes de Estado, que también acudían gustosamente a las recepciones que ofrecía en su mansión.

El marqués le pidió una semana para mudarse de su casa de Varsovia. Cuando el último de los camiones de mudanzas se hubo marchado, Moshe Stolowitzky se trasladó a la mansión con Hava, su mujer, y Jacob, su hijo pequeño.

2.

Moshe Stolowitzky no era sólo un hombre rico; era también un judío orgulloso de su cultura. Leía con regularidad el periódico yiddish local, Dos Yidishe Tageblat; iba con su mujer al teatro judío Wikt, fundado por el actor Zigmund Turkow; invertía en películas en yiddish como Yiddl mitn fiddl, que fue un éxito entre el público judío de todo el mundo; contribuía a financiar yeshivás y escuelas judías y patrocinaba a escritores y poetas judíos. Cada viernes, los pobres de la ciudad recibían de su parte cestos de comida para el sabbat, y en su mansión, como era costumbre entre los grandes filántropos judíos, había una caja con efectivo para dárselo a los necesitados que llamaban a su puerta a diario.

Jacob, su único hijo, estaba destinado a seguir sus pasos. Su padre contrató a maestros que le enseñaran hebreo y ciencias, le compró una suscripción a la revista infantil en hebreo Olam Katan (Pequeño Mundo) y se alegraba cada vez que veía al niño leer allí las historias de los jasides (judíos piadosos) y los lugares santos de la Tierra de Israel.


Una noche tormentosa de invierno Moshe Stolowitzky ocupó su asiento de primera fila en el auditorio de Novoschi, donde se habían congregado cerca de tres mil judíos para escuchar la charla de Ze’ev Jabotinsky. El líder sionista, un hombre chaparro, con gafas circulares y expresión grave, los instó a volver a Israel antes de que los expulsaran de Europa. Aunque era un admirador de Jabotinsky y leía sus escritos con fervor, Moshe Stolowitzky pensó que aquella vez exageraba al hablar de los peligros que aguardaban al pueblo judío en Europa. Como la mayoría de sus amigos, Stolowitzky y su familia consideraban que su patria era Polonia y se sentían agradecidos por el patrimonio que allí habían amasado. Vivían holgadamente, gozaban de todas las comodidades y, por supuesto, no se les había ocurrido nunca que el futuro pudiera depararles tiempos difíciles como los que auguraban las sombrías predicciones de Jabotinsky.

Mansión de la familia Stolowitzky. Varsovia.

Mansión de la familia Stolowitzky. Varsovia.

La realidad no tardaría en demostrarle a Moshe Stolowitzky que su pequeño paraíso polaco era sólo un espejismo. Un viernes por la noche, el millonario judío se sentó en su cómoda butaca de terciopelo ante el arca de la alianza de la sinagoga de Tlomackie, la más grande y antigua de Varsovia, y pasó un buen rato disfrutando de los cantos de Moshe Koussewitzky, el célebre solista del coro. Al terminar el servicio salió de la sinagoga junto a un grupo de fieles. Tenía aparcado muy cerca el carruaje que lo llevaría a casa, donde lo esperaba su familia y la comida tradicional del sabbat. Stolowitzky no llegó tan lejos. Un grupo de jóvenes antisemitas rodearon al grupo de fieles, les lanzaron piedras y los insultaron. Los judíos se detuvieron, aturdidos. La mayoría de ellos habían presenciado ya otros actos antisemitas, pero nunca tan violentos. No fue hasta que trataron de arrebatarles las bolsas con los mantos de las oraciones cuando las víctimas salieron de su estupor y arremetieron contra los jóvenes agresores, con los que se enzarzaron en una batalla campal que no cesó hasta que llegó la policía para restaurar el orden.

Moshe Stolowitzky regresó a casa amoratado, con las ropas hechas jirones. El suceso en sí no le preocupaba mucho. Prefería creer que los incidentes antisemitas aislados no eran el presagio de una tendencia más generalizada y peligrosa. Lo que le preocupaba era que su mujer se tomara las cosas a la tremenda, así que le dijo que se había caído al salir de la sinagoga y se había lastimado. Ella llamó a un médico, que le vendó las heridas y le recomendó guardar cama durante un par de días.


A la semana siguiente, en la sinagoga, al término de las plegarias el rabino subió al púlpito. En el asalto le habían roto un brazo y lo llevaba en cabestrillo.

–Tengo que comunicaros que me marcho de Polonia y me mudo con mi familia a Jerusalén –proclamó con voz bien clara y emotiva–. Este país es un peligro para cualquier judío. Haced las maletas y marchaos antes de que sea demasiado tarde.

Moshe Stolowitzky le deseó buena suerte al rabino, volvió a su casa y le contó a su mujer que el rabino había sido presa del miedo y se marchaba de Polonia.

–Puede que no le falte razón –dijo ella, pensativa.

–¡Tonterías! –dijo él, alzando la voz–. No hay que dejarse llevar por el pánico.

3.

El 28 de junio de 1924 amaneció un día caluroso y soleado, y centenares de varsovianos salieron a pasear por los jardines de la ribera del río. Aquella tarde Jacob Stolowitzky presentó a sus padres su novia, Lydia. Jacob tenía veintidós años. Su prometida había cumplido los veinte y era una chica guapa, delgada, hija de un oficial judío del ejército residente en Cracovia, y estudiaba Ciencias Políticas en la capital. Se habían conocido en la fiesta de unos amigos comunes y se habían enamorado a primera vista.

Hava y Moshe Stolowitzky recibieron a la novia de su hijo en la sala de baile de su mansión y hablaron con Lydia de su familia y sus estudios. La chica les gustó mucho. No les importaba que sus padres no fueran tan ricos como ellos: era judía y su hijo la quería, eso era lo esencial. En la cena que celebraron en honor de Lydia y sus padres, los invitados brindaron por la joven pareja y se acordó una fecha para la boda.


La ceremonia se celebró tres meses más tarde y fue una experiencia inolvidable para lo más granado de la sociedad polaca. Miembros del Gobierno, altos cargos, magnates, artistas e intelectuales se reunieron en la mansión para dar sus bendiciones a la feliz familia. Docenas de criados desfilaron toda la noche entre los huéspedes, ofreciéndoles manjares y champán en abundancia, y una orquesta tocó hasta que se retiró el último de los invitados.

Los recién casados se fueron de luna de miel a Suiza y al volver a Varsovia se encontraron con una sorpresa mayúscula: Moshe Stolowitzky les propuso quedarse a vivir en su espléndida mansión y reservar para su uso una gran ala del edificio.

Lydia y Jacob se instalaron cómodamente en su nuevo y espacioso hogar. Lydia hizo traer muebles de Italia y pasó revista al servicio que le habían asignado en su ala de la mansión: una ama de llaves, un cocinero, dos mujeres de la limpieza y un chófer. Jacob se unió a la directiva de la empresa de su padre, que florecía con más esplendor que nunca, y comenzó a viajar por toda Europa, a firmar contratos con diversos estados y a amasar una gran fortuna.

El joven matrimonio estaba impaciente por tener un hijo. Lydia soñaba que su vástago sería médico. Jacob quería que fuera un hombre de negocios, como él, para que pudiera heredar algún día el imperio familiar. No acababan de ponerse de acuerdo sobre su profesión, pero a los dos les sobraban motivos para confiar en que el futuro de su hijo, como el suyo, sería un camino de rosas.

Se equivocaban.

4.

Karl Rink esperaba de la vida mucho más de lo que le había dado. Era un joven soltero de veinticuatro años, ojos azules y pelo corto, y trabajaba de auxiliar de contabilidad para la empresa farmacéutica berlinesa A. G. Farben. Su sueldo le alcanzaba a duras penas para pagar el alquiler y hacer la compra. Tenía un despacho pequeño y sombrío y su trabajo le aburría. En sus ratos libres soñaba con hacer carrera en alguna profesión más lucrativa e interesante en la que pudiera tener verdadero éxito. De vez en cuando se ponía a buscar trabajo, pero los únicos empleos que encontraba eran de contabilidad y no lo satisfacían. No tardó en descubrir que cuando surgía una vacante había siempre mucha gente con mucho más talento que él tratando de ocuparla. Muy a su pesar, las oportunidades que tenía de encontrar otro trabajo se reducían por momentos.

El único refugio que tenía para librarse de su tediosa rutina era el deporte. El ciclismo en ruta era el único terreno en el que Rink demostraba auténtico talento. Era miembro del club deportivo de la empresa, se entrenaba todos los fines de semana en senderos de montaña, lloviera o nevara, y ganaba trofeos que iba colocando en una estantería de su piso. Sobre todos ellos, enmarcado, guardaba el artículo de un periódico local que reseñaba su victoria en una competición ciclista del distrito.

El 12 de septiembre de 1924 se apresuró a terminar su trabajo antes de hora y regresó a su piso de una pieza, situado en un deprimente barrio obrero del oeste de Berlín. Se puso un traje negro y una corbata, pasó a recoger a sus padres por su casa de las afueras y fueron en trolebús al Ayuntamiento, donde los esperaba Mira junto a sus padres y un puñado de amigos.

Mira, una chica regordeta de tez blanca de veintiún años, acababa de empezar a trabajar de administrativa en el Departamento de Transmisiones Patrimoniales del Ministerio de Justicia. Llevaba un vestido blanco y cogía del brazo a Karl ante el secretario municipal que los declaró marido y mujer.

Mira Rink y su hija Helga. Berlín, 1926.

Mira Rink y su hija Helga. Berlín, 1926.

Karl era cristiano y Mira judía, pero eso no era obstáculo para su amor. El padre de Karl era camionero y su madre ama de casa. Rara vez iban a misa y querían a Mira como a su propia hija. Los padres de Mira tenían una tienda de comestibles y eran judíos practicantes. Aunque los matrimonios mixtos eran frecuentes en Berlín, los padres de Mira se opusieron categóricamente a su boda con un cristiano. Karl tuvo que pasar mucho tiempo tratando de convencerlos y Mira realizó a su vez ímprobos esfuerzos para que sus padres le permitieran casarse con su novio. Al final, los futuros suegros de Karl se vieron forzados a ceder.

La joven pareja recibió varios regalos de boda, en su mayoría piezas de vajilla y platos de porcelana. Los colegas de Karl reunieron un poco de dinero y su jefe le dio una semana de sueldo a modo de regalo. Los padres de los novios dieron una fiesta modesta y les compraron una cama de matrimonio nueva.

Felices y enamorados, Mira y Karl se fueron dos semanas de luna de miel a un pueblecito de la Selva Negra. Allí pasearon en bicicleta por senderos sinuosos bajo los árboles, comieron morcillas y bailaron al son de la rústica orquesta de la cervecería local hasta altas horas de la madrugada. Al volver a Berlín se instalaron en el piso de Karl y a finales de año tuvieron una niña, Helga. La llevaron a casa desde el hospital, la pusieron en la cuna y la contemplaron con amor.

Después de todo lo que habían tenido que bregar, llevaban por fin una vida tranquila. Se querían y querían a su hija y los fines de semana de calor la llevaban a pasear por los parques en su cochecito. En el Ministerio de Justicia ascendieron a Mira y Karl estaba convencido de encontrar el trabajo de sus sueños. Los dos miraban hacia el futuro con confianza e imaginaban que les aguardaba un porvenir próspero y lleno de satisfacciones profesionales, una vida de dicha absoluta.

Se equivocaban.

2. Ha nacido un príncipe

1.

En la primavera de 1931, cuando las nieves y lluvias del invierno cedían y el sol comenzaba ya a lucir entre las nubes, Karl Rink fue convocado a una reunión en las oficinas del partido nazi. El club deportivo de su empresa, como muchos otros, operaba bajo los auspicios de las SS, la división más poderosa y despiadada del partido. A Karl, sin embargo, le interesaba poco la política. Él lo que quería era practicar el ciclismo, ganar carreras, establecer nuevos récords y encontrar por fin un trabajo a su gusto. El partido nazi le interesaba únicamente en ese contexto: financiaba los gastos del club, fomentaba el deporte y entregaba premios. Karl nunca había estado en las oficinas del partido y sentía cierta curiosidad por saber de qué iba aquella reunión.

Lo recibió un hombre bajito y fornido con un uniforme de las SS, que le estrechó la mano calurosamente, se presentó como el responsable de los equipos deportivos y con una sonrisa amistosa lo obsequió con un trofeo plateado por sus buenos resultados en la competición ciclista anual.

–Siga superándose –le dijo–. Al partido le gustan los hombres como usted.

A Karl Rink le gustaron las atenciones que le habían dispensado en las oficinas de las SS. El domingo siguiente llevó a Mira y a Helga, su hija pequeña, a un café a la orilla del lago. Hacía buen día, los cafés estaban repletos de gente endomingada lamiendo helados, tomando cafés y comiendo tartas, y embarcaciones de recreo surcaban el lago. Corrían tiempos difíciles y la situación económica empeoraba, pero aquel día caluroso en el lago de un barrio bien de Berlín todos parecían fingir que las cosas no podían ir mejor, que las empresas no se hundían por doquier y la tasa de paro no subía a diario. Karl se congratulaba de su buena estrella por conservar una fuente de ingresos, por haber encontrado a alguien que apreciara sus logros deportivos, por tener a su lado a una esposa y una hija a las que amaba por encima de todas las cosas.


Pero sus vanas ilusiones no tardaron en desvanecerse. Una mañana, Karl fue convocado al despacho del supervisor. Acudió enseguida, pensando que le propondrían un traslado a un puesto de mayor responsabilidad, pero su alegría era prematura.

–Has de saber, Karl –le dijo su jefe– que la depresión económica ha afectado gravemente a la empresa. Los pedidos han caído en picado, las pérdidas crecen de día en día y tal como están las cosas no nos queda más remedio que recortar nuestro personal. Lamento comunicarte que tu nombre está en la lista de despidos.

Viéndose en la calle tras diez años de duro trabajo, Karl se quedó sin habla. Se metió en el bolsillo el sobre con el irrisorio finiquito, recogió su abrigo, salió del edificio y se fue a su casa.

Al entrar por la puerta, Helga, que tenía entonces seis años, se arrojó a sus brazos y lanzó un grito de alegría. No estaba acostumbrada a que su padre volviera tan temprano. Mira también se sorprendió.

–¿Qué pasa, Karl? –preguntó angustiada–. ¿Estás enfermo?

–No –dijo Karl con aire sombrío–. Me han despedido.

Mira palideció. Aunque el desempleo aumentaba por momentos y la crisis económica se agudizaba, no estaba dispuesta a creer que ellos, como tantos otros, podían perder su sustento. Cada día se cruzaba por el vecindario con hombres que habían perdido su trabajo. Caminaban arrastrando los pies, eludiendo las miradas del resto de transeúntes. Parecían envidiar a todos aquellos que tenían la suerte de poder mantener aún a su familia. Ahora la suya había pasado a integrar las filas de los oprimidos. A partir de entonces tendrían que vivir del modesto salario de ella y ambos sabían que no sería suficiente.

–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó asustada.

–Buscar trabajo –dijo Karl confiado, pero en el fondo de su alma sabía que no era tarea fácil.

Se quedaron despiertos hasta bien entrada la noche, hablando en susurros de lo que les aguardaba, discurriendo a qué conocidos podían acudir para que les echaran una mano. Karl prometió ir a verlos al día siguiente.

Por la mañana Karl salió a buscar trabajo, cualquier trabajo que le reportara un salario estable. Esperaba encontrar pronto a alguien que le ofreciera alguno. Llamó a las puertas de varios conocidos que lo recibieron con educación, pero no realizó muchos progresos. Durante horas peregrinó de empresa en empresa, ofreciéndose para cualquier puesto, pero volvió a casa de noche con las manos vacías.

Pasaba días enteros fuera de casa para hurtarse a la mirada callada y lastimosa de su mujer. Los patrones declinaban sus ofrecimientos con impaciencia, una y otra vez. El número de opciones de las que creía disponer se redujo con rapidez. Como no se atrevía a volver a su casa antes del anochecer, solía meterse en un cine del barrio para ver la misma película una y otra vez, hundido en su butaca, solo, abatido, mirando la pantalla sin ver una sola imagen.

Un día, al salir de una nueva entrevista malograda, pasó junto a un auditorio en el que celebraba un mitin el partido nazi. Entró, encontró a unos cuantos miembros de su club deportivo y escuchó los discursos encendidos de unos cuantos correligionarios que prometían levantar el país si el partido llegaba al poder. Los oradores apelaban a los parados para aunar esfuerzos e instaurar un nuevo orden que devolviera su pasada gloria a Alemania. Karl los escuchó con atención. En su corazón acababa de prender la llama de una nueva esperanza, y cuando pidieron a los asistentes que se afiliaran al partido él estampó su firma gustosamente. En los días que siguieron no faltó a un solo mitin, fue reclutado para ayudar al partido y aprendió a admirar a Adolf Hitler, su líder, un hombre que sabía enardecer a sus oyentes e insuflarles la confianza en el futuro que todos necesitaban. Con toda su alma quería participar en la instauración de un nuevo régimen que garantizaría el resurgir económico de la nación y el bienestar de su familia.

2.

Los judíos de Alemania asistían con preocupación creciente al auge del partido nazi, que como un pulpo gigante iba desplegando sus tentáculos asfixiantes en todas direcciones. Hitler gobernaba el partido con mano de hierro y se proponía llegar al poder por cualquier medio: destrozando a sus oponentes políticos, sembrando el miedo e incitando a las masas contra los judíos del país, afirmando que eran los principales culpables de la debacle económica, la corrupción y el desempleo.

A Karl Rink su afiliación al partido nazi le costó cara. Supuso el distanciamiento progresivo de sus amigos judíos y sobre todo de sus suegros y su familia política. Muchos de los amigos del matrimonio partieron peras con ellos y los padres de Mira se negaron a recibir a Karl en su casa.

En más de una ocasión Mira trató de convencer a su marido para que se diese de baja del partido. Lo discutieron largas horas.

–Tus amigos son gente sin escrúpulos –le dijo Mira–. Asesinan a sangre fría a cualquiera que les planta cara y harían lo que fuera por librarse de los judíos.

–Exageras –repuso él, quitándole hierro–. Los ataques contra los judíos son sólo un medio para ganar el apoyo de la gente antes de las elecciones.

Karl, que creía ingenuamente en las buenas intenciones de Hitler, le dijo que como miembro del partido estaba obligado a fomentar la ideología nazi.

–Ya verás lo bien que nos irá cuando Hitler llegue al poder –le prometió, radiante.

Su mujer lo miró con tristeza.

–Te equivocas –le dijo–. Con Hitler los judíos no tienen nada que ganar. Todo lo contrario.

–¡Qué sabrás tú de política! –zanjó Karl.

No tardaron en dejar de discutir. Mira veía que no tenía sentido tratar de convencerlo de que tenía razón y callaba, pero se le encogía el corazón.


Ajeno a la cruda realidad, Karl se implicó cada vez más en las actividades del partido y no tardó en recibir una oferta para unirse a las SS, que habían pasado a ser el cuerpo de élite de los servicios de seguridad alemanes. Lo recibieron con los brazos abiertos y pasó la revisión médica de un doctor que redactó un informe muy positivo sobre su estado de salud. Un psicólogo le preguntó sobre sus padres, su infancia, su educación, sus amigos, su familia, su profesión y sus aficiones. En casi todos los aspectos, Karl resultó ser un candidato perfecto para las SS. Era un ario puro, le sobraba convicción y estaba en buena forma. Sólo había un problema: su mujer era judía. Sin embargo, los comandantes de las SS querían incorporarlo y pensaron que tarde o temprano aquel problema acabaría por resolverse. Le asignaron un buen sueldo y lo mandaron a un curso de instrucción de tres semanas a un pequeño campo recluido, no muy lejos de Berlín. Entre otras cosas, el curso incluía el estudio y memorización del Mein Kampf, el credo hitleriano, ejercicios físicos agotadores, adiestramiento en el uso de armas y durísimas pruebas de resistencia. Los alumnos aprendían métodos para interrogar y torturar a detenidos. Tenían que retorcerles el cuello a perros y gatos, ocultarse en hoyos sobre los que circulaban diversos vehículos, luchar contra sus compañeros hasta doblegarlos, ayunar durante tres días seguidos, soportar azotes estoicamente y recluirse en soledad en un minúsculo zulo subterráneo. Karl pasó el periodo de instrucción sin despeinarse.

Al final del curso, juró lealtad al Führer y le prometió «fidelidad y obediencia» hasta el día de su muerte. Le tatuaron bajo el brazo el símbolo de las SS, dos relámpagos simétricos, y le entregaron un uniforme negro, botas nuevas, un brazalete con una esvástica y una daga de uso personal que se colocó al cinto.

Cuando volvió a casa con su nuevo uniforme, Helga rompió a llorar y Mira lo contempló horrorizada.

–Asustas –le dijo.

Karl Rink. Berlín, febrero de 1938.

Karl Rink. Berlín, febrero de 1938.

–No es más que un uniforme –trató de tranquilizarla–. Lo llevan muchos alemanes últimamente.

Ella exhaló un suspiro.

–Me da la sensación de que esto va a acabar mal, Karl.

–No tienes por qué preocuparte.

–¿Ya saben que tu mujer es judía?

–Nunca se lo he ocultado.

–¿Y cómo se lo han tomado?

–La verdad, no parece que les moleste en absoluto.

Ella miró a su marido y palideció.

–Puede que aún no, pero algún día les molestará –le dijo–. Créeme.

–Tonterías –replicó él–. Tendrán que hacerse a la idea.

–En el curso te habrán enseñado sus teorías sobre la raza.

–Sí.

–Eso significa que tarde o temprano te exigirán que me abandones o renuncies a las SS. ¿Qué vas a decirles entonces?

–Los convenceré de que contigo no tienen por qué preocuparse –dijo con firmeza–. Que estás de mi parte.

Mira suspiró.

–Eres ingenuo, Karl –le dijo–. Tan ingenuo.

3.

En cuanto Hitler llegó al poder, en enero de 1933, su vaticinada maldad se hizo evidente. Se apresuró a dejar bien claro a los judíos alemanes que a partir de aquel día no encontraría más obstáculos para minar su posición social, cultural y económica. Y eso hizo. Los funcionarios gubernamentales de origen judío no tardaron en ser despedidos, junto a los profesores universitarios y los directores de instituciones públicas judíos. Fueron todos reemplazados por arios puros alemanes.

A Mira Rink la despidieron del Ministerio de Justicia sin muchas explicaciones.

–La ley nos impide seguir teniéndola en nómina –le dijo el director de su departamento–. Tendrá que marcharse hoy mismo.

Ni siquiera le dieron el finiquito.


Avergonzada, Mira volvió a casa y preparó el almuerzo de Helga, que estaba a punto de volver de la escuela. Cuando la niña de ocho años llegó a casa, se sorprendió de encontrar a su madre allí a esas horas.

–No me encuentro muy bien –le dijo su madre a modo de excusa.

Mira vio que su hija estaba más nerviosa y tensa que de costumbre y le preguntó qué le pasaba.

–El profe nos ha dicho que no puede seguir enseñando –dijo Helga–. Mañana vendrá uno nuevo.

Mira conocía al profesor judío. Vivía cerca de su casa, tenía una mujer enferma y tres hijos. Aun así, tranquilizó a su hija y le hizo compañía mientras almorzaba. Luego la ayudó a hacer los deberes de aritmética. Por la noche, cuando Karl llegó del trabajo, Mira le contó que la habían despedido, como al profesor judío de su hija.

–Te lo dije –agregó amargamente–. Esos nazis amigos tuyos no descansarán hasta acabar con todos los judíos de Alemania.

Karl le acarició el pelo cariñosamente y, una vez más, hizo caso omiso de la señal de alarma.

–Entiendo que estés preocupada –dijo–, pero es sólo una demostración de fuerza. Hitler no va a basar su política en el problema judío. La verdadera batalla es la recuperación económica, eso lo tiene bien claro. Además, ya ves lo bien que nos va ahora que tengo trabajo. ¿Cómo nos las apañaríamos sin mi sueldo?


En los días que siguieron Karl se las apañó para volver a casa temprano, a veces con un ramo de flores. Llevó a Mira al teatro y al cine y le compró nuevos libros para leer. Quería que su mujer se calmara y se habituara a la situación cuanto antes, que mirara al futuro con el mismo optimismo con el que lo veía él.

Pero su mujer tenía los ojos bien abiertos a la realidad. Los atentados antisemitas, la restricción de los movimientos de los judíos y la eliminación de sus fuentes de ingresos se sucedían a un ritmo preocupante. Los judíos habían comenzado a perder también sus puestos de trabajo privados, los periódicos estaban repletos de calumnias contra ellos, se boicoteaban los productos judíos y la tienda de sus padres, como muchas otras, perdió a buena parte de su clientela. El 14 de noviembre de 1935 se aprobaron las leyes de Núremberg, que despojaban a los judíos de su nacionalidad alemana y anulaban los matrimonios con judíos.

–De cara a la ley –le dijo Mira con amargura a su marido–, tú ya no eres mi marido ni yo soy tu mujer.

Como de costumbre, él ahuyentó el mal presagio con un gesto de la mano.

–Tú siempre serás mi mujer –dijo con voz solemne–. Nadie puede separarnos.

4.

Lydia y Jacob Stolowitzky no tardaron en descubrir, muy a su pesar, que el dinero no podía arreglarlo todo y que los ricos necesitan a veces mucho más que sus posesiones para ser felices. Después de unos años de comodidad y amor, su alegría vital se esfumó y comenzaron a pasearse por su mansión tristes y retraídos. Dejaron de organizar fiestas y conciertos y muy de vez en cuando seguían invitando a amigos a casa. Muchas noches Lydia se las pasaba llorando contra la almohada. Pese a sus esfuerzos, no lograba quedarse embarazada. Sus médicos no escatimaron fuerzas para encontrar una solución, pero al final le dijeron que no podían hacer nada más. Albergaban serias dudas de que pudiera llegar a tener un hijo.

Lydia no se resignaba. Al ver que los mejores médicos de Varsovia no podían solventar el problema, fue a ver a especialistas famosos de Zúrich y Viena y probó los tratamientos más avanzados. Algunos eran dolorosos y en ocasiones tenía que pasar temporadas en clínicas privadas extranjeras, lejos de casa, pero eso no la arredraba. Su marido la apoyaba todo lo que podía. «No repares en gastos –le decía–. Pagaremos lo que haga falta con tal de tener un hijo.»

Por elevados que fueran sus honorarios, los médicos no lograban ayudarlos. Aun así, Lydia no perdía la esperanza. Comenzó a frecuentar a rabinos y taumaturgos de toda laya y se gastó una fortuna en caridad, adivinos y amuletos contra el mal de ojo que colgaba por toda la casa. Al ver que aquello tampoco servía, se sintió al borde del colapso. Su médico de cabecera le suplicó que tomara algún calmante y su marido se la llevó a un crucero por el Danubio y la mandó de compras a los mejores modistos de París. De poco sirvió: su mujer no lograba recobrar los ánimos. Se paseaba de un lado a otro como una muñeca de trapo, deprimida, sin apenas pronunciar palabra. Pensaba a menudo en el suicidio. En el fondo de su alma se había hecho a la idea de que nunca sería madre. Sus amigos más próximos le recomendaron que adoptara uno y a Jacob le parecía buena idea, pero Lydia no podía ni pensarlo. Quería un hijo suyo o nada.


Para sorpresa de sus médicos y de la propia Lydia, un día, después de doce largos años de tratamientos de fertilidad, Lydia Stolowitzky anunció que estaba embarazada. Aquel día volvió a caminar erguida, su rostro resplandeció de nuevo y recuperó la alegría. Contrató a una enfermera para que la acompañara durante el embarazo e hizo que los médicos la examinaran a diario.

La hija de Lydia y Jacob Stolowitzky nació en la mansión del río en un día nevoso y frío, y murió al cabo de unos días. Empeñada en traer otro hijo al mundo, la pareja volvió a consultar con sus médicos y a mediados de febrero de 1936 nació su segundo hijo. El parto fue más sencillo de lo que Lydia había esperado y se sintió más feliz que nunca.

Los padres llamaron al niño Michael, como el ángel enviado del cielo, símbolo de la gracia y la juventud y protector contra el mal de ojo.

Jacob fue a la sinagoga para agradecer el nuevo milagro al creador y donó una suma considerable a obras de caridad. Lydia pasaba horas sentada junto a la cuna de su hijo, llorando y riendo sucesivamente, mirándolo como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Amuebló un cuarto para él lleno de juguetes y contrató a una niñera para que lo cuidara día y noche. «Es mi pequeño príncipe –le dijo–. No le saques los ojos de encima.»