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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

© 2016 Miranda Lee

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El playboy implacable, n.º 166 - julio 2020

Título original: The Playboy’s Ruthless Pursuit

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-627-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DEBERÍA ESTAR más contento, pensó Jeremy mientras se dejaba caer sobre el respaldo del asiento del despacho y ponía los pies encima de la mesa. Su vida era perfecta. Estaba sano como un roble, era inmensamente rico y, gracias a Dios, seguía soltero. Además, ya no era asesor jefe de inversiones de la sucursal en Londres del imperio bancario Barker-Whittle… ¡y era un alivio!

Trabajar para su desbordante padre no era la idea que tenía de un trabajo divertido. Sin embargo, y desgraciadamente, había hecho especialmente bien su trabajo. A pesar de todos los elogios y de las generosas bonificaciones que se había llevado a lo largo de los años, prefería ser su propio jefe y había empleado parte de su recién adquirida fortuna en comprar una editorial en crisis. Estaba convirtiéndola en un éxito sorprendente, algo casi incomprensible si se tenía en cuenta que había sido una compra accidental.

Su primera intención al echarse a volar por su cuenta había sido entrar en el sector de las promociones inmobiliarias y había comprado una casa en una de las mejores calles de Mayfair. Sin embargo, había sido muy difícil negociar con la editorial que tenía alquilado el edificio, y el dueño se había obcecado en quedarse mientras durara al alquiler. Tuvo que hacerle una oferta que no pudo rechazar con la intención de trasladar la empresa que había comprado a un sitio más barato y convertir ese edificio en tres pisos de lujo.

Sin embargo, todo había salido al revés. Le había gustado mucho la gente que trabajaba en Mayfair Books, y que, naturalmente, estaba muy preocupada por sus empleos. También le habían gustado las habitaciones tal y como estaban; un poco destartaladas, sí, pero rebosantes de personalidad y encanto, con muebles antiguos y las paredes revestidas de madera. No obstante, también le había quedado claro, después de hablar con los empleados y de ver las cifras de ventas, que la empresa tenía que modernizarse. Si bien no sabía nada sobre ese sector, sí era inteligente, estaba muy bien relacionado y conocía al jefe de marketing de una editorial muy famosa de Londres.

En ese momento, casi un año después, estaba dirigiendo Barker Books. Había cambiado el nombre de la editorial y su destino. Había tenido beneficios en el último trimestre e, incluso, él se levantaba todas las mañanas y se dirigía, encantado de la vida, a la oficina, al contrario que cuando trabajaba en el banco y hacía por teléfono casi todo su trabajo.

Entonces, el trabajo no era el motivo de esa extraña sensación de descontento, y también sabía que tampoco se trataba de su vida amorosa. Seguía su curso habitual aunque, desde que había comprado la editorial, había estado más centrado en el trabajo que en las mujeres.

No se sentía sexualmente frustrado y tampoco le costaba encontrar mujeres dispuestas a acompañarlo a los muchos actos sociales a los que le invitaban. Un hombre de su categoría y fortuna siempre era un invitado codiciado. Su acompañante siempre acababa acompañándolo también a la cama, aunque él siempre le dejaba claro que salir con él no iba a llevarla al altar. Él no se enamoraba ni, mucho menos, se casaba. Afortunadamente, a la mayoría les parecía bien, porque él tampoco rompía corazones.

Cuando siguió sin encontrar el motivo de su descontento, se vio obligado a reflexionar más, algo que intentaba evitar por todos los medios. No veía las ventajas de analizarse o de que le… ayudaran. A sus hermanos mayores no les había servido de nada. No necesitaba un psicólogo para que le dijera que su aversión al amor y el matrimonio se debía a los divorcios y matrimonios constantes de sus padres. A eso y a que lo hubieran abandonado en un internado cuando tenía ocho años, donde lo habían maltratado de mil maneras.

Le espantaba acordarse de aquella época y pasó a pensar en los tiempos más felices. Había disfrutado muchísimo en la Universidad de Londres y, por fin, había podido utilizar plenamente el cerebro. Los resultados habían emocionado a su abuela materna, quien lo convirtió en su heredero con la condición de que fuese a estudiar a Oxford. Fue a Oxford y los generosos ingresos (su abuela falleció poco después de que se hubiese matriculado) le permitieron llevar un ritmo de vida al que se aficionó enseguida. Estudió lo suficiente como para aprobar los exámenes, pero la diversión fue su principal ocupación y llegó a tal punto que pudo haber llegado a ser un problema si no se hubiese hecho amigo de dos chicos un poco más sensatos.

Pensó en Sergio y Alex y desvió la mirada hacia la foto de los tres que tenía sobre la mesa. La había sacado Harriet el año anterior, el día que Sergio se casó con la que había sido su hermanastra. Sergio les había pedido a los dos que fuese sus padrinos y la boda se celebró en una impresionante villa al borde del lago Como. Si bien ya no le preocupaba que Bella fuese como su madre, una cazafortunas, tampoco estaba convencido de que el matrimonio fuese a durar. El amor no duraba nunca, ¿no? Era una pena lo poco que veía últimamente a su mejor a amigo. A sus mejores amigos. Los había visto en febrero, en la boda de Alex con Harriet en Australia. Echaba de menos cuando todos vivían en Londres y se veían habitualmente, cuando todavía eran solteros y no se habían hecho multimillonarios.

Tampoco antes tenían treinta y cinco años, los habían cumplido el año anterior, y eso había sido la puntilla. Eso y la venta de WOW, su franquicia de bares especializados en vino. Todo había cambiado de repente y el Club de los Solteros que habían creado en Oxford había dejado de tener sentido. Era posible que su amistad tampoco tuviera sentido ya…

Suspiró y bajó los pies de la mesa. Se inclinó hacia delante, tomó la foto, frunció el ceño y miró detenidamente las tres caras que le sonreían.

No envidiaba a sus amigos y sus matrimonios, pero le espantaba la idea de verlos muy poco a partir de ese momento. Sus prioridades serían sus esposas y sus familias, no él. Se convertiría en algo del pasado, algo que recordarían con cierto agrado cuando ojearan un álbum de fotos cada diez años.

–¿Quién es ese hombre? –le preguntaría su hijo a Alex.

Harriet estaba esperando un chico.

–Ah, es Jeremy. Fuimos juntos a Oxford. Fue padrino en nuestra boda. Caray… Hace siglos que no lo veo.

Frunció el ceño, volvió a dejar la foto en la mesa con un golpe y agarró el teléfono.

–No voy a dejar que suceda eso –murmuró mientras buscaba el número de Alex.

Se dio cuenta de que sería de madrugada en Australia y le mandó un correo electrónico ofreciéndose como padrino de su hijo cuando llegara el momento. Luego, volvió a colocar la foto en su sitio de honor y llamaran a la puerta.

–Adelante, Madge.

Madge entró con brío, como lo hacía todo. Era una mujer corriente, de cincuenta y tantos años, delgada, con el pelo corto y canoso, unos ojos azules muy penetrantes y aire de institutriz.

Jeremy la había contratado poco después de comprar la editorial, Madge lo había impresionado por su actitud directa y sus conocimientos del sector editorial. La apreciaba muchísimo y era un sentimiento recíproco.

–Tenemos un problema –le comunicó ella sin andarse por las ramas–. Kenneth Jacobs no puede ser el subastador en la subasta benéfica de esta noche. Tiene un resfriado tremendo. Casi no le entendía lo que decía por teléfono.

–Entiendo…

Comentó Jeremy, aunque no entendía absolutamente nada. Sabía quién era Kenneth Jacobs, naturalmente. Cómo no iba a conocerlo, si era el único autor que le había llegado con la editorial y que vendía bastantes libros. Kenneth escribía unas novelas policiacas aterradoras que tenían muchísimos seguidores, pero sus libros para mayores no se habían comercializado adecuadamente. Kenneth, a pesar de saberlo, no había abandonado al editor que le había dado la primera oportunidad.

–¿Qué subasta benéfica? –preguntó Jeremy.

–Sinceramente –Madge puso los ojos en blanco–, menos mal que me tienes para organizar las cosas. No es fácil trabajar para un hombre que se olvida de todo.

–Te diré que tengo una memoria fotográfica –replicó Jeremy mientras intentaba recordar qué había olvidado.

–Entonces, en el futuro, te fotografiaré todo en vez de decírselo.

A Jeremy solía gustarle el sentido del humor cáustico de Madge, pero, esa vez, no le quedaba mucha paciencia.

–Me parece muy bien, Madge, pero, en este caso, te agradecería que volvieras a explicarme el asunto de la subasta benéfica y que me digas qué puedo hacer para resolver al problema de que Kenneth esté resfriado.

Madge dejó escapar unos de sus suspiros de desesperación.

–Yo habría dicho que las palabras «subasta benéfica» no necesitaban explicación, pero eso es otro asunto. Después de la última cena benéfica a la que asististe me dijiste que no aceptara ni una invitación más a para esas cosas. Dijiste que preferías cortarte las venas a volver a ir a otra de esas cenas donde la comida es ínfima y los oradores son aburridísimos. Dijiste que estabas encantado de hacer donaciones para lo que fuera, pero que habías dejado de ser masoquista cuando dejaste de trabajar para tu padre. Dijiste que…

–Muy bien –le interrumpió Jeremy con cierta brusquedad–. Me hago una idea, pero aquello fue una cena seguida de discursos, no algo tan interesante como una subasta. Ahora, si no te importa, cuéntame los detalles importantes y olvídate de la lección de historia antigua.

Madge puso la expresión más parecida a la de estar cohibida que le había visto.

–De acuerdo. Va a celebrarse en el salón de baile del hotel Chelsea y es para recaudar fondos para los albergues de mujeres en los barrios marginados. Hay una cena sentados antes de la subasta y me han asegurado que la comida será de primera y que se recaudará mucho dinero porque cuesta un dineral por cubierto. Me imagino que estará lleno de la flor y nata de la sociedad. Kenneth iba a ser el subastador y el premio para el ganador era que alguno de los personajes de su próxima novela llevara su nombre. Naturalmente, ya lo habían hecho otros autores, pero no Kenneth. El pobre está desolado y preocupado por haber dejado abandonada a Alice, la chica que lo ha organizado todo. Por eso, le he dicho que tú lo sustituirías.

–¿De verdad has dicho eso? –preguntó Jeremy fingiendo enojo.

Madge frunció el ceño con preocupación, hasta que sonrió.

–Lo dices en broma, ¿verdad?

Jeremy sonrió y ella se sonrojó con alivio y placer. Adoraba a Jeremy y envidiaba a su madre por tener un hijo tan cariñoso y maravilloso. Sería diabólico con las mujeres, o eso le habían contado, pero era un buen hombre y un jefe fantástico. Era inteligente, sensato e increíblemente sensible. Estaba segura de que se enamoraría algún día y sentaría la cabeza.

–Eres un guasón. ¿Quieres que llame yo a Alice para decirle que serás el subastador o prefieres hacerlo tú?

–¿Tú qué opinas, Madge?

Esa era otra de las cosas que le gustaban de su jefe. Le preguntaba muchas veces su opinión y solía tenerla en cuenta.

–Creo que deberías llamarla tú mismo. Parecía bastante nerviosa, y eso la tranquilizará. Tengo la sensación de que es nueva en ese trabajo.

–Muy bien –Jeremy asintió con la cabeza–. Entonces, consígueme su número de teléfono.

Naturalmente, Madge ya lo tenía a mano.

–Eres muy hábil –comentó él mientras ella se lo daba.

–Y tú eres encantador –replicó ella con una sonrisa de satisfacción mientras se daba la vuelta para marcharse.

Jeremy también sonrió mientras marcaba el número de Alice.

–Alice Waterhouse –contestó ella inmediatamente.

Su tono era enérgico y eficiente y el acento delataba que se había educado en uno de esos colegios privados para señoritas que siempre acababan trabajando de relaciones públicas o recaudando de fondos para causas benéficas antes de casarse con alguien adecuado para su clase.

Él no era muy entusiasta de las chicas con un origen privilegiado, algo bastante hipócrita por su parte dado su origen. Hubo una época en la que eso le daba igual. Si la chica era guapa y estaba dispuesta, se acostaba con ella sin pensárselo dos veces. Sin embargo, en ese momento, le parecía que las chicas que habían nacido en una familia adinerada eran muy aburridas dentro y fuera de la cama. Quizá fuese la atracción de los opuestos, pero le parecía que las chicas que tenían que trabajar para ganarse la vida, que no contaban con el respaldo del dinero de papá, tenían algo muy atractivo.

Se imaginaba que Alice Waterhouse era una de esas hijas de papá.

–Jeremy Barker-Whittle –se presentó él.

Sabía muy bien que su tono no era esnob, pero que su voz era grave y profunda, imponente. Alex y Sergio le decían siempre que podría haber ganado una fortuna en la radio. La gente que lo conocía por teléfono solía quedarse sorprendida cuando lo veían en carne y hueso. Evidentemente, esperaban a alguien mayor y como un cantante de ópera.

Algunas veces, la gente se equivocaba al hacer suposiciones, y se preguntó si se habría equivocado respecto a Alice Waterhouse, pero decidió que no.

–Soy el editor de los libros de Kenneth Jacobs –siguió él–. Creo que voy a ser su subastador esta noche…

–Ah… Fantástico –Alice no fue muy efusiva, pero estaba claramente aliviada–. Madge me dijo que podría serlo. Tengo que confesar que estaba empezando a sentir pánico. Muchísimas gracias.

Contra todo pronóstico, Jeremy tuvo que reconocerse que sintió cierta simpatía hacia ella.

–Será un placer, sinceramente.

Jeremy siempre se había considerado un poco showman y le gustaría hacer de subastador esa noche.

–Puede traer una pareja si lo desea –le ofreció Alice–. Había asignado dos sitios para el señor Jacobs en la mesa principal, pero me dijo que no iría con nadie y yo iba a sentarme con él.

–Yo tampoco voy a ir con nadie –reconoció Jeremy–. Yo también soy un solterón gruñón –siguió él divertido con la descripción de sí mismo–. A lo mejor podría hacerme el honor de sentarse a mi lado durante la cena de esta noche…

–Será un placer.

–Supongo que es de etiqueta.

–Sí. ¿Es un… inconveniente?

–No. No es ningún inconveniente.

Si había algo en lo que nunca fallaba Jeremy, era en ir perfectamente vestido a todos los actos sociales. Le encantaba la moda y se preciaba de su imagen. Su guardarropa tenía una variedad inmensa de prendas, desde la más desenfadada hasta la más formal.

Cuando ella empezó a agradecérselo otra vez, él le cortó, le preguntó dónde y cuándo podían encontrarse esa noche, se despidió y llamó a Madge.

Ella asomó la cabeza por la puerta inmediatamente.

–¿Todo arreglado? –preguntó ella.

–Arreglado, pero dime una cosa. ¿Has visto a la tal Alice?

–No, solo he hablado con ella por teléfono.

–¿Y en qué agencia de relaciones públicas trabaja?

–Ella… Yo… –Madge titubeó con perplejidad–. ¿No te lo he dicho? Ella trabaja de asesora social en un par de albergues para mujeres.

–No, Madge, no me lo habías dicho.

–Lo siento. Hoy estoy un poco aturullada. En cualquier caso, Alice me explicó, la primera vez que llamó, que no podían permitirse pagar a un recaudador de fondos profesional y que estaba haciéndolo todo ella misma, y te aseguro que no es una tarea fácil.

–No… –reconoció Jeremy pensativo.

Sin embargo, le fastidiaba mucho equivocarse. Se imaginaba que podía haber hijas de familias adineradas con conciencia social y el deseo de hacer algo por los menos favorecidos, pero, según su experiencia, era muy raro.

Se quedó impresionado y decidió que haría todo lo que estuviera en su mano para que la subasta de esa noche fuera un éxito.

–Será mejor que siga trabajando –añadió él.

Sin embargo, tenía la cabeza en otra cosa. Estaba impaciente por saberlo todo acerca de la enigmática Alice Waterhouse.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

GRACIAS POR prestarme este vestido largo tan bonito, Fiona.

Alice estaba mirándose en el espejo de cuerpo entero. El vestido era negro, liso y sin tirantes, pero llevaba un abrigo a juego para protegerle del fresco de la noche hasta que llegara al hotel.

–Es un placer –replicó su compañera de piso.

Esas palabras le recordaron la conversación que había tenido con el editor de Kenneth Jacobs. Era un hombre encantador y tenía una voz preciosa. Sería un subastador mucho mejor que el señor Jacobs.

–Ojalá pudiera haber ido a tu acto en vez de tener que cenar con los padres de Alistair –siguió Fiona–, pero es el cumpleaños de su madre… –Fiona hizo una pausa como si se encogiera de hombros con resignación–. No conviene empezar con mal pie con tu futura suegra.

–Supongo que no.

Alice se alegraba de que no tuviera que preocuparse por esas cosas, porque no pensaba casarse.

–Estás muy guapa –comentó Fiona–. Me encantaría tener tu tipo, tu altura y tu pelo.

Alice se quedó desconcertada por los halagos. Le parecía que su tipo no tenía nada de especial, aunque tenía un pelo bonito; era rubio y fácil de peinar. Tampoco era tan alta, medía alrededor del metro setenta. Sí era verdad que Fiona era más bien baja, pero era muy atractiva. Tenía un pelo oscuro y tupido, unos ojos grandes y marrones y un cuerpo voluptuoso que los hombres anhelaban. Aunque Alice no quería que la anhelaran, era lo que menos quería.

–Ese vestido te queda mucho mejor a ti que a mí –siguió Fiona–. Cuando me lo pongo, se me salen las pechugas por encima y los hombre no me quitan los ojos de encima en toda la noche. Alistair dice que no vuelva a ponérmelo nunca más, así que si lo quieres, cariño, es todo tuyo.

A Alice le espantaba que Fiona la llamara «cariño» como si fuera una niña pequeña cuando, en realidad, tenían la misma edad. Tampoco quería que la tratara como si todavía fuese aquella chica que llegó a Londres y se presentó, sin un céntimo, en su puerta.

Fiona la había acogido y le había dado una habitación, sin coste alguno, hasta que ganara algo de dinero. Entonces, cuando ella dijo que iba a mudarse al cabo de unas semanas, Fiona le había rogado que se quedara, que se lo pasaba muy bien con ella. A lo largo de los siete años que habían vivido juntas, se habían hecho bastante íntimas y se habían contado confidencias. Fiona entendía por qué era contraria a los hombres, pero, aun así, no había perdido la esperanza de que algún día conociera a un hombre en el que pudiera confiar… y al que pudiera amar.

–¿Te había contado que Kenneth Jacobs ha renunciado a ser nuestro subastador en el último momento? –comentó Alice mientras Fiona la rociaba con perfume–. Alegó un resfriado.

–¿De verdad? –exclamó Fiona–. ¿Qué has hecho?

–Me entró el pánico al principio.

–¿A ti? –Fiona se rio–. ¿El pánico? ¡Imposible! Tú habrás sabido qué hacer.

Le divertía esa fe ciega de Fiona en su capacidad organizativa, aunque, claro, cualquiera parecería fría y serena en comparación con Fiona, quien era bastante despistada y muy desordenada. A veces pensaba que Fiona la había pedido que se quedara porque ella hacía casi todas las tareas de la casa.

–Tuve suerte. Kenneth Jacobs me puso en contacto con una mujer encantadora de Barker Books y, antes de que me diera cuenta, el dueño de la editorial me llamó y se ofreció para sustituir al señor Jacobs.

–Vaya suerte.

–No puedes ni imaginártelo. Tiene una voz increíble. Va a ser un subastador fantástico. No me eches más perfume, Fiona. Tengo que recoger mis cosas. He quedado con el señor Barker-Whittle a las siete en el vestíbulo del hotel

–¿Qué?

–He dicho…

–Sé qué has dicho –le cortó Fiona–. Supongo que no estarás refiriéndote a Jeremy Barker-Whittle.

–Pues sí –contestó Alice con el ceño fruncido–. Así se presentó. ¿Por qué? ¿Qué le pasa?

–Nada, solo que es uno de los playboys con peor reputación de Londres. Es guapo como un demonio y tiene más encanto del que un hombre debería tener derecho a tener. Mi hermana salió cinco minutos con él y no ha dejado de alabarlo desde entonces. Dice que, después de haber estado con Jeremy, ningún otro hombre se le puede comparar. ¡Jamás te habría dejado un vestido tan sexy si hubiese sabido al lado de quién ibas a estar sentada esta noche!

Si bien se quedó aturdida un momento por la noticia, a Alice le molestó que Fiona pudiera llegar a pensar que podía caer víctima de los discutibles encantos de un playboy. Tenía que conocerla mejor que eso. Una vez advertida, el señor Barker-Whittle no tenía la más mínima posibilidad de que pudiera embaucarla por muy guapo y atractivo que fuera…

–Más vale prevenir que curar, Fiona. Ahora que lo sé, estaré preparada contra cualquier intento de seducirme. Aunque tú deberías saber mejor que nadie que soy inmune a los hombres así.

Alice supo que estaba mintiendo mientras lo decía. Siempre la habían parecido muy atractivos los… sátiros guapos. Salió con uno una vez y lo pagó caro. Aunque no estaba totalmente inmunizada a que esos hombre le parecieran atractivos, esperaba que hubiese aprendido la lección. No obstante, era una pena que su subastador suplente fuese solo. Si Jeremy Barker-Whittle creía que iba a… entretenerlo después de la subasta, estaba muy equivocado.

–Sin embargo, no lo entiendo –siguió Fiona–. Jeremy se dedica a la banca, no a los libros.

–Ahora se dedica a los libros –replicó Alice.

–Qué raro… Aunque supongo que puede permitirse dedicarse a lo que quiera. La familia Barker-Whittle está forrada. Lleva toda la vida en la banca comercial.

–Sabes mucho de ellos…

–Sí, bueno, como te he dicho, Melody estuvo obsesionada una temporada con él y se enteró de todo lo que pudo.

–¿Hay algo más que debería saber antes de que lo vea esta noche? –preguntó Alice.

–En realidad, no. Sencillamente, no te creas ni una palabra de lo que diga ese sinvergüenza con pico de oro y ni se te ocurra salir con él.

Alice estuvo a punto de reírse. Como si él fuese a proponérselo.

–Será mi taxi –comentó Alice cuando sonó su teléfono–. Que te lo pases muy bien esta noche, Fiona, y no te preocupes por mí, no va a pasarme nada. Jeremy Barker-Whittle no tiene ninguna posibilidad.

 

 

Jeremy Barker-Whittle ya estaba sentado en un sofá y hablaba por teléfono. Supo que era él aunque había más hombres en el vestíbulo. Sin embargo, ninguno llevaba un esmoquin negro y ninguno encajaba con la imagen que se había hecho del playboy con peor reputación de Londres. Mientras Fiona había estado hablando de él, ella se había imaginado a uno de sus actores favoritos que se había hecho famoso haciendo papeles de chicos malos y ricos. Jeremy Barker-Whittle era casi idéntico. Era muy guapo y la elegancia de su rostro y su ropa no podía ser una imitación. Era evidentemente rico y era uno de esos hombres envidiado por los demás hombres y anhelado por las mujeres.