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Natalia Ramos Díaz
Olivia Recondo Pérez
Héctor Enríquez Anchondo

Practica la inteligencia emocional plena

Mindfulness para regular nuestras emociones

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© 2012 by Natalia Ramos Díaz, Olivia Recondo Pérez y Héctor Enríquez Anchondo
© de las fotografías: photos.com/gettyimages
© de la edición en castellano:
2012 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com

Primera edición: Mayo 2012
Primera edición digital: Octubre 2012

ISBN-13: 978-84-9988-140-9

ISBN epub:
978-84-9988-200-0
ISBN kindle: 978-84-9988-206-2
ISBN google: 978-84-9988-207-9

D. Legal: B 25.069-2012

Composición: Grafime. Mallorca, 1. 08014 Barcelona

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Sumario

PARTE I: TEORÍA

 

Introducción. Educar para el afecto

1. Atención plena o mindfulness

2. Inteligencia emocional

3. Inteligencia emocional plena

 

 

PARTE II: PRÁCTICA

 

4. Programa de entrenamiento de la inteligencia emocional plena (PINEP)

5. Programa de entrenamiento de la inteligencia emocional plena (pinep) en grupos

6. Referencias bibliográficas

Agradecimientos

PARTE I: TEORIÍA

Introducción
Educar para el afecto

«Es un milagro que la curiosidad sobreviva a la educación reglada.»

ALBERT EINSTEIN

 

 

Nuestro sistema social, familiar y educativo necesita urgentemente un cambio. Debemos reflexionar seriamente sobre el tipo de educación que deseamos para nuestros niños y jóvenes. Sobre todo es necesario que pensemos acerca del tipo de sociedad que queremos para todos y si esa sociedad buscada puede venir de la mano del actual sistema social y educativo en el que estamos inmersos.

Muchos autores se muestran muy críticos con nuestro sistema educativo. En palabras de Claudio Naranjo (2004):

 

«La institución educativa tal y como está construida no se ocupa más que de cosas insignificantes, no enseñan a las personas a ser buenas personas para lograr un mundo mejor, a los jóvenes les basta un contacto breve con la escuela para saber que no les interesa».

 

Por ello, necesitamos nuevas apuestas en el sistema social y educativo que no se limiten a cuestiones meramente formales y de contenido, sino que apuesten, de forma decisiva, por un cambio en la manera en que todos (padres, profesores y alumnos) nos relacionemos con nosotros mismos y con el mundo que nos rodea.

Lo cierto es que a fuerza de intentar soluciones y no lograr una salida satisfactoria a los problemas actuales, hemos entrado en una suerte de desilusión mayoritaria. Lo que Martin Seligman denominó “indefensión aprendida”, a la que se llega a través de la reiterada experiencia de fracaso de forma que, en un determinado momento, esta sensación de “falta de control” se extiende a situaciones que paradójicamente dependen de nuestra acción directa.

El problema es que hemos aceptado unas premisas básicas sobre el mundo que nos rodea y estamos convencidos de la imposibilidad de educar de una manera distinta. Así, parece que lo más difícil es superar los compromisos cognitivos prematuros que hemos aceptado sobre la realidad y, por ende, sobre la educación. El automatismo es la rígida dependencia de las viejas categorías y surge como consecuencia de una incapacidad de replantearnos nuestra particular visión del mundo.

En ocasiones, solo las crisis nos llevan a cuestionar nuestra realidad. En caso contrario, nuestra tendencia es la de persistir irreflexivamente en los modelos que aprendimos en el pasado.

En este punto es necesario subrayar que, en realidad, solo utilizamos una pequeña fracción de nuestra capacidad; solo en ciertos estados hacemos uso de nuestros recursos creativos y de nuestras reservas de energía vital.

De forma que, aunque podamos tener la sensación de haber agotado todos los recursos a nuestra disposición o de haber intentado nuevas formas de abordar los problemas de siempre, lo cierto es que solo estamos empleando una parte muy pequeña de nuestra capacidad para afrontar nuevos retos.

El problema es que hacer las cosas de la misma manera es una tentación irresistible (pese a obtener siempre los mismos resultados). La decisión de abordar nuestras dificultades de un modo distinto puede conducirnos a un marco de incertidumbre demasiado molesto para nuestra tan ansiada sensación de seguridad y control.

Pensamos ahora en nuestro actual sistema educativo y en algunas de sus características.

En primer lugar, comprobamos que se trata de una educación centrada en las metas y no en los procesos. Sabemos que cuando la educación da énfasis al resultado final fomenta el automatismo. Es decir, el alumno deja de poner atención al proceso en sí mismo y se centra en el resultado final de sus acciones. Es lo que en psicología se llama “orientación al rendimiento más que al dominio” y trae como consecuencia una menor satisfacción con la tarea realizada.

Por otra parte, a la hora de determinar el valor de un alumno en particular lo hacemos basándonos en unos criterios prestablecidos. El contexto determina “lo que es bueno y lo que es malo”. Tendemos a determinar la valía personal en relación a un grupo de referencia, dejando muchas veces de lado la importancia de la individualidad, la riqueza de las diferencias humanas.

El tipo de educación impartida continúa siendo prioritariamente intelectual (educación patriarcal), en la que los demás aspectos del ser humano son desestimados. Nos interesan más las buenas o malas calificaciones que el interés por aprender.

Curiosamente, esta forma de entender la educación parece dar como resultado más insatisfacciones a los docentes y alumnos que resultados positivos. No obstante, y a pesar de todo esto, no abandonamos fácilmente este modelo educativo.

En la actualidad está sucediendo algo insólito en nuestra sociedad. Aunque llevemos mucho tiempo perpetuando una “educación obsoleta”, ahora tenemos la suerte de que nuestros alumnos se resisten a aceptarla. Los profesores encuentran cada vez más dificultades y conflictos en sus aulas, a los que nunca antes tuvieron que hacer frente. De alguna manera es como si dentro de las aulas se estuviera gestando una especie de revolución que viene a poner en duda los pilares que, hasta la fecha, han servido de sostén a nuestro sistema educativo actual.

Pero entonces, ¿qué tipo de valores deberían primar en la práctica educativa? … ¿Dónde deberíamos invertir toda nuestra fuerza y energía?

Quizás ha llegado la hora de tomar conciencia de la necesidad de una educación afectiva e interpersonal, una educación de nuestra capacidad amorosa, que es la base de la buena convivencia y la participación en la comunidad.

Necesitamos una “escuela viva” que ayude a los chavales a conocerse a sí mismos; a descubrir lo que les gusta y para lo que son muy buenos; a saber manejar sus emociones y las de los demás; y a prevenir y resolver posibles conflictos que surjan en su vida.

Paradójicamente, la mayoría de nosotros no tuvimos la oportunidad de aprender en nuestros hogares y escuelas la lección más valiosa, aquella que enseña a amarnos a nosotros mismos así como a aquellos que nos rodean.

Es imposible pretender un mundo mejor si estas premisas básicas no son atendidas. Es imposible pretender una correcta educación cívica, para la salud, para el desarrollo sostenible o de cualquier otro tipo, si el fundamento no se encuentra en nuestra capacidad amorosa hacia nosotros y nuestro entorno.

El amor hacia nosotros mismos va de la mano de la aceptación de lo que somos, de nuestra capacidad de asumir nuestras fortalezas y debilidades, con la mirada benevolente de una madre hacia su pequeño. Se trata de aceptar lo que somos y, desde este lugar, dirigirnos hacia donde soñamos.