lashadas.jpg

 

 

 


 

Las hadas creyeron
que iban a bailar

 

 

 

Rosa Goetsch

 



 

 

Logo%2011X11%20Positivo%20copia.png 

 

 

 

 

 



Aunque algunos lugares y acontecimientos de esta historia están inspirados en sitios y hechos reales, han sido modificados con fines literarios, y tanto la trama como los personajes son ficticios, por lo que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

 

© Rosa Goetsch

© Las hadas creyeron que iban a bailar

 

Diseño e ilustración de cubierta: Bárbara Ramos

 

ISBN digital: 978-84-686-7833-7

 

Impreso en España / Printed in Spain

Editado por Bubok Publishing S. L.

 

 

 




 

A Caito

A mis padres, que además de todo me dieron los libros

Y, también, a Gatoni

Agradecimientos

 

A Bárbara Ramos, María Peña, Pilar Galeote, Fernando de Rodrigo y Daniel Valiente, por toda su ayuda y sugerencias, y a José Luis Corrales, por sus consejos y correcciones.

 

 

29 de septiembre de 2003
Retrato de suicidio con familia

 

Ofelia se suicidó a finales de septiembre cuando volvió el calor. Se descerrajó los sesos de un tiro en el salón recién decorado de su suegra y lo puso todo perdido. Doña Sonsoles se sacó una esquirla del cardado, la observó impávida y la dejó caer con el meñique alzado y el labio inferior proyectado hacia fuera en la bandeja que sostenía la temblorosa criada. Después se tocó el cuajo de sangre pegado a la laca, y a pesar de la importancia que daba al orden supremo de su peinado, dejó escapar un largo ronroneo que no sonó a desagrado, sino más bien a la complacencia que le provocaba la perspectiva de volver a la peluquería para contar el ofensivo suceso que le había echado a perder el salón y el lunch de cumpleaños en honor de su hijo Mario, que llegó en aquel momento con una bufanda de seda tornasolada alrededor de la papada descomunal y se paró, creyendo quizás que aquel silencio presagiaba un estallido de felicitaciones. Sin embargo, el aspecto de la habitación debió de hacerle comprender que algo no andaba bien y preguntó:

—¿Qué hace esa señora tirada en el suelo llena de sangre?

—Es tu mujer, que acaba de pegarse un tiro en la cabeza y me ha destrozado el salón.

Era la primera vez que Lucía oía hacer un comentario tan cierto y escueto a doña Sonsoles, seco epitafio para Ofelia, que estaba allí muerta, con la cara convertida en un amasijo de vísceras del que emergían desmañados el pelo y el jersey. Lucía contó después que notó salir su alma como una brisa algodonosa que le atravesaba el cuerpo y le acariciaba el vello de los brazos. Era una sensación cenestésica que casi dormía y durante un instante no supo si ella misma existía de verdad o sólo formaba parte del último pensamiento, detenido en un tiempo ya incomprensible, que tuvo Ofelia antes de morir.

La entrada de Mario rompió el silencio y la escena cobró movimiento como si todos hubieran sabido su papel de antemano. No acercarse al cuerpo, llamar a la policía, sacar a los niños de la habitación. Lucía miró a su hermano Lucas, que observaba perplejo desde el sofá el antiguo retrato inacabado de Rebeca recién colgado de la pared; a su cuñada, que fumaba impaciente sin dejar de mirar el reloj porque tenía una mesa redonda en la universidad aquella tarde y el suicidio llevaba visos de interponerse en su camino y, por último, a Maribel, la hermana de Ofelia, que tras un comprensible ataque de histeria moqueaba sobre la solapa de Gonzalo, que mantenía la calma y hacía oportunas advertencias:

—Nadie debe salir hasta que lleguen el juez y el forense. Pero, mamá, ¿quién es este señor que está tocando el cadáver?

—Le he llamado yo —contestó muy digna doña Sonsoles—. Es don Silverio, mi médico personal.

Don Silverio, que era naturópata, diagnóstico:

—Muerta está, sí, pero no es una muerte-muerte porque no es una muerte natural sino suicidal, autopática.

—¿Quieres decir que está viva? —preguntó ansiosa doña Sonsoles, mientras se escarbaba el cardado en busca de más esquirlas.

—Pues si está viva, dejen actuar a la ciencia médica en sus limitaciones, y si no lo está, a mí, que soy el forense.

El naturópata dio un salto atrás, como un espíritu del mal de clase inferior ante la llegada de un arcángel, y dejó paso a la imponente figura del grueso patólogo, al que acompañaba un médico de los vivos que ni siquiera se acercó y sólo hizo un gesto a los camilleros para que se detuviesen. Una vez despejado el camino, el forense se agachó con dificultad, aunque sin perder su majestuosidad, y tras varias contorsiones consiguió arrodillarse delante de Ofelia. Después, con una pericia de prestidigitador, abrió el maletín, se puso los guantes y retiró dulcemente un mechón de pelo rojo de lo que quedaba del cráneo de Ofelia, como si fuese una porcelana que se pudiese recomponer, lo que a Lucía le provocó aún más pena y unas náuseas estrepitosas.

Llegaron el juez, un inspector y otros tres policías.

—Mire, inspector —dijo uno de los agentes señalando el arma tirada en el suelo—, tiene dos cañones; qué carnicería.

Empezaron a interrogar sin compasión.

Sí, Ofelia tenía una colección de armas antiguas heredada de su abuelo. Sí, Lucía, Maribel y Lucas habían visto cómo se apuntaba a la sien y disparaba, así, sin explicaciones. Doña Sonsoles había estado ocupada sirviendo los aperitivos y de repente, aquel estruendo, la pared salpicada de sangre, algo como un seso que colgaba de la lámpara, y ella, llena de esquirlas. Por fortuna, la sangre no había llegado a la mesa de gala del comedor, que como podían observar, estaba al fondo del salón. ¿De dónde había sacado el arma? Pues aparentemente de la bolsa en la que había traído el regalo de Mario. Algo insólito. ¿Y su edad? ¿Quién sabía la edad de Ofelia? Cuarenta años, dijo Lucía; habría cumplido cuarenta y uno dos días después, el primero de octubre. No, no les interesaba saber cuántos años cumplía Mario aquel día, pero sí que era el marido. ¿Y dónde estaba ahora ese marido?

Mario se había sentado al fondo del salón, frente a los restos de Ofelia y de los aperitivos, y masticaba despacio los últimos bocados de brécol y zanahorias con queso sin reparar en la esquirla pegada en el mantel de encaje de la bandeja. Se dirigieron a él entonces, pero como no contestó ni pareció entender las preguntas que le hacían, dedujeron que estaba en estado de shock y se lo llevaron en una silla de ruedas detrás de la camilla en la que iba el cuerpo de Ofelia metido en una funda con cremallera.

Salían ya del salón cuando el forense preguntó:

—¿Quién es Rebeca? ¿Alguna de ustedes?

—¿Rebeca? —Doña Sonsoles se plantó ante el forense como un zorro disecado en actitud de ataque— ¿Por qué lo pregunta usted? ¿Qué tiene que ver ella con todo esto?

—Es por la dedicatoria de este retrato, «A mi amiga Rebeca Laval en Sendalera, septiembre, 1981». A continuación, aparece la firma de Ofelia de Breogan; es decir, de la fallecida.

—Ofelia lo pintó cuando tenía dieciocho años y lo ha traído hoy aquí, aunque no sabemos por qué —contestó Lucía—. La modelo, Rebeca, era amiga nuestra, pero hace muchos años que se marchó.

—¿Se marchó? —el forense arqueó las cejas como si esperase una aclaración.

—Se fue a vivir a otro sitio —Lucía bajó un poco la voz—. No hemos vuelto a verla.

—Pues sí que debió de irse deprisa la chica para dejarse así de inacabada.

Efectivamente, la imagen, casi esbozo, de la adolescente rubia representada junto a un ventanal, con un perro a los pies y algo que parecía un libro sobre el regazo, colgaba en el vacío, borrosa y diluida a excepción de los ojos, tan perfilados que casi se salían del cuadro.

—¡Así que es Rebeca! Y yo que creía que era un regalo para mí, ¿cómo se ha atrevido Ofelia a traerlo aquí? —gritó doña Sonsoles—. Aunque podría ser cualquiera, la verdad, porque es un garabato sin profundidad ni nada y además la figura está alargada, igual que las actrices en las películas.

—El arte es como Dios, señora —le contestó el forense—, existe para quien cree en él.

Después se apartó y dejó pasó al cuerpo de policía, que en pocos minutos precintó el escenario en el que Ofelia había decidido plasmar el cuadro vivo de su propia muerte.