portada_amapolas.jpg

 

 

 

 

 

Neil Hazard

 

 



 

 

EL CANTO DE
LAS AMAPOLAS

 



 

 

Logo%2011X11%20Positivo.png 

 

 

 

 

 

 

© Neil Hazard

© El canto de las amapolas

 

ISBN papel: 978-84-686-6686-0

ISBN digital: 978-84-686-6701-0

 

Impreso en España

 

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

CAPÍTULO 1: FRÍO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La guerra ha sacudido al hombre desde el principio de los tiempos. Ha horadado las montañas, ha sangrado sobre los bosques, ha arañado el cielo y desgarrado la tierra. Ha quemado el mundo. La guerra es el verdadero infierno. Quien escapa de ella descubre que se ha quedado sin alma, sin ojos, sin palabras. Que ya no puede ver, ni oír, ni hablar, ni llorar, ni sentir nada. La guerra es un monstruo con dientes de espada y manos frías. Sangrante, con ojos rojos, erizada de rayos, con escamas de sombra donde vibran los metales. Está hecha de resplandores malditos, de palabras negras. De cuervos, sangre y gusanos. De hombres y armaduras. La guerra es el eterno extraño que está siempre presente. Habita en todo y en todos. Es el delirio más frecuente. Es el dios primigenio y el primer demonio. La guerra se lleva muchas cosas. Arranca al hombre de su cama, de su casa, de sus besos, de su almohada, de sus enredaderas. Arranca al hombre de la vida. A quien no le roba el tiempo le roba los sueños, que es aún peor. Cuando las guerras terminan solo quedan fantasmas.

En un campo de batalla murió una vez un hombre con los ojos abiertos. Esta es su historia.

El suelo, negro de escarcha, crujía. El invierno dormitaba aún, con su sueño gélido y ronco, sobre las copas de los pinos, y en el cielo distante moría el sol. El frío hacía erizarse su piel encendida por el hambre. Bajo la tela basta, desgarrada, con los botones grandes y las costuras negras, temblaba una muchacha. Sus dedos trémulos, truncados de tanto arrancar entrañas a los espinos, aferraban sin sentirlo un trozo de hielo del estanque, aquel que en las viejas primaveras solía alojar seres anfibios, de mirada ausente y lenguas translúcidas. El hielo, que le había quemado las manos en un primer momento, ya ni mordía. Sabía que conservaba los dedos porque todavía los veía, rojos, torpes y agarrotados, frente a la inmensidad de su ceguera. En aquel pedazo de hielo tan doloroso había atrapado un pez. Eso hacía que el esfuerzo valiera de algo. El beso mudo del agua poblaría el espacio entre dos de sus costillas.

Zoe observó la silueta gris a contraluz, y el sol moribundo le acarició las mejillas con sus rayos color ámbar roto. Ella, que antes solía recrearse en la poesía de los bosques, que en otros tiempos veía algo de hermoso en el hielo, fue plenamente consciente de lo repugnante de su propio espíritu, que rugía en el silencio de su regazo desierto, abriendo y cerrando la boca, ante aquel mísero pedazo de carne congelada. Pero no podía ser de otra manera. Se había rendido al instinto. Sus pobres huesos sin formar rompían mil y una veces su cuerpo incipiente, levantando catedrales de cristal en la penumbra de sus rodillas. Así, se incorporó con dificultad, y cruzó el bosque de nuevo. El viento parecía arrastrarla colina abajo, y los susurros de los árboles daban a su figura menuda y difusa algo de fantasmal. Si la miseria cobrara forma humana, se habría parecido a ella. Pálida, casi transparente, impoluta por la clemencia de su tierra cansada, traída al mundo a dentelladas para servir de alimento a la ceniza de sus pestañas. Hasta los enormes botones de aquel chaquetón de adulto parecían más sanos y robustos que ella. En sus ojos cansados no había apenas nada. Sin embargo, en la cúspide de su garganta hubo un día una constelación entera.

Zoe no había estado siempre compuesta de ese murmullo que hacen los cadáveres al pudrirse bajo las hojas. Hubo un tiempo en que era feliz, y tejía coronas de amapolas, y oía cantar a los mirlos. Durante quince años silbó a las golondrinas y aprendió de memoria todos los nombres de las flores y los arroyos. Su casa tenía tejado y cortinas, y su padre le contaba cuentos. En esos tiempos, Zoe entreabría sus ojos verdes para espiar a las lombrices que salían de la tierra a respirar. Zoe reía. Zoe temblaba. Entre cuento y cuento se le fueron perdiendo los días, hasta el punto que comenzó a confundir todas las estaciones. Nevaba en mayo, cuando Zoe era más pequeña. Zoe rememoraba esos tiempos y veía en ellos una luz que se había borrado de la faz de la tierra. Aquel ángel sagrado y vampírico se asentó sobre las colinas y con su manto de cornamentas llegó la guerra. Zoe no sabía cómo había empezado, ni veía el final. Simplemente, un día, un soldado con uniforme azul, de un azul que no se parecía mucho al del cielo, le puso la mano en el hombro y se lo llevó. ¿A quién? A su padre. Él se agachó antes de irse, y le colocó una amapola en el ojal. Olvidó su abrigo y su escopeta sin engrasar. Sus camisas cogieron polvo y sus cuentos quedaron abandonados en un rincón. Y la vida de Zoe se fue diluyendo, como una acuarela, hasta que no quedó en ella color alguno, salvo el azul, que no se parecía mucho al del cielo, de un uniforme manchado de sangre, muy, muy lejos, que algún día, pensaba Zoe, regresaría.

Había pasado mucho tiempo desde aquello. ¿Un año, tal vez? La primavera había muerto. El suelo se volvió duro y negro. La lluvia se fue con el último verano y ya no regresó. Se heló todo. Oscuros carámbanos llegaron sollozando una noche para asentarse en las ramas de los pinos. Los pájaros volaron de sus nidos y la gente de sus casas. Pero Zoe esperó, sentada, observando como pasaban los minutos, los días, las semanas, los meses, estirándose cada vez más, todos iguales, todos grises y muertos. Cada mañana, subía a la colina y escrutaba el horizonte. Pero nunca llegó nada, salvo el gemido del viento herido en la llanura, más allá del bosque.

Zoe añoraba el trigo dorado. La hierba verde. El cielo azul. Pero, sobre todo, añoraba el color rojo de las amapolas.

El golpear de unos nudillos contra la puerta la devolvió a la realidad. El sonriente esqueleto de un pez bailaba sobre las brasas. Zoe se acercó a la puerta y la abrió, con cautela. Su corazón exhausto se le revolvió en el pecho. Un uniforme azul, sangre, barro, polvo, un brazo vendado… Pero no, no era él. Su decepción se tradujo en un odio profundo e irracional hacia aquel soldado desconocido.

—Busco a Zoe —murmuró él, con su voz ronca de alcohólico.

—¿Qué quieres? —le espetó esta, mirándolo con indiferencia.

—Te traigo noticias del frente —respondió él, y su voz pareció teñirse de una profunda amargura.

Lo hizo pasar, y el hombre se dejó caer en una de las sillas desportilladas. La luz de las brasas, que luchaba contra las sombras que el crepúsculo dejaba caer, poco a poco, sobre todas las cosas, iluminó débilmente su rostro cansado y mugriento. En sus ojos negros y profundos se encendió un infierno sin fuerza, adormilado, que se arrastraba alrededor de su pupila como un demonio moribundo. Sus facciones eran duras, bruñidas, graves a fuerza de sol y barro. Apestaba a alcohol. Una barba, encrespada y desordenada, comenzaba a introducir sus dedos sucios y mezquinos en su garganta, amenazando con estrangularlo en cuanto adquiera la fuerza necesaria. Las heridas lo marcaban como nebulosas pintadas por un niño de manos impunes y sangrientas. Estaba exhausto. Parecía demasiado asqueado como para levantar la mirada de sus rodillas desiertas, de sus músculos de animal de tiro, de sus huesos de muerte. Zoe había visto más hombres así. Muchachos que huían de la guerra. Que se sentaban frente a frías chimeneas como aquella, con las bocas abiertas, con los ojos vacíos, esperando, simplemente, a que la muerte apacible se los llevara de una vez por todas. Los tomaría gentilmente de la mano. Los necios y los soldados son hermanos gemelos de la catástrofe.

—Toma —dijo él, de improviso, alargándole una manzana, roja y brillante. Zoe se la arrancó de las manos casi con violencia—. Guárdala bien —le advirtió, sin embargo—.Entierra su corazón en cuanto encuentres un poco de suelo cultivable. Y déjalo crecer. Cuando la guerra termine te acogerá entre sus ramas y te dará de comer.

—¿Tanto durará esta guerra?

—Durará hasta que no quede ni un solo hombre en pie sobre este condenado mundo —respondió el soldado, con rabia.

Zoe no respondió. Observó la manzana, roja y verde, acarició su piel suave y sintió como algo, pequeño, frágil y olvidado, nadaba en sus profundidades, como un lobo de espuma o un pajarillo de fémur. Alguna criatura sin razón y sin ojos.

—Allá en el frente —continuo él, pasando por alto la indiferencia de la muchacha— he visto muchas cosas. Sangre, acero, y muchos cuervos. Cráneos vacíos. He visto caer a hombres mucho mejores que yo. Pero no sentía nada, ¿sabes? Nada en absoluto. Lo vivía todo como si caminara en un sueño. En una extraña pesadilla. Y tenía los ojos muy, muy abiertos. No comprendía nada, pero tampoco me preguntaba nada. Mataba, e intentaba no morir. Mi vida era eso. Horas muertas entre sopa y sopa. Esas insípidas sopas de campaña… Yo solo soy un hombre común, ¿sabes? Jamás me enseñaron a leer, ni a escribir, y yo era feliz. Y me sentía orgulloso cuando, después de la batalla, no alcanzaba a contar con los dedos de la mano los muertos que había a mis pies. Pero tampoco era cruel, no. Yo los mataba bien. A conciencia. Tampoco disfrutaba con ello, porque no sabía lo que hacía. Allá en el frente había un chico con ojos salvajes. Le gustaba la sangre. Y oír gemir a los heridos que se retorcían de dolor en el barro. Nunca me cayó bien. Era muy joven y se hacía colgantes con saltamontes sin cabeza, como los niños. Dudo que fuera mayor que tú, figúrate. Un día me cambiaron de compañía. En mi regimiento coincidí con un hombre… alguien realmente extraordinario. Encontraba razones para luchar, aunque sabía, tan bien como todos, que no había ninguna. Nos animaba, no sonreía, y nos ponía flores en la boca de los fusiles. De noche, cuando nos tocaba montar guardia, se sentaba frente al fuego y nos contaba historias que él decía que eran muy viejas, más viejas que cualquiera de nosotros. Hablaba con un acento muy suave sobre dioses paganos y chiquillos con cuernos. Sobre el azul del cielo, o las tardes de verano, o la llamada amorosa de los vencejos, o los colores secretos de las alas de las urracas. Nos hablaba sobre las pequeñas cosas y, nosotros lo escuchábamos, conteniendo la respiración. Sí. No me avergüenzo de decir que escuché todos y cada uno de los cuentos de ese pobre infeliz. Si pudiera, me sentaría de nuevo a su lado y los escucharía. Una noche más. Creo que él me despertó. Hablaba y hablaba, durante horas, sobre cosas que no comprendíamos. Pero me despertó, sí. Yo había estado durmiendo. Cerraba todas las noches los ojos, cuando sus palabras acariciaban el fuego y cuando los abría… empezaba a ver con claridad. Me di cuenta de que lo que estaba haciendo era repugnante. Decidí huir. Se preparaba una gran batalla que, según decían allá en el frente, cambiaría el curso de la guerra. Me importó poco. Cogí lo poco que tenía y, aprovechando la noche, volé —hizo una pausa y dio un largo trago a la petaca que ocultaba bajo el uniforme—.Antes de… irme… él me dijo que iba a morir. Que moriría en aquella batalla, quiero decir. Y me hizo prometer que vendría a verte. Que te daría la noticia, para que no siguieras esperando en vano. Dijo algo sobre las amapolas. Algo que, como casi todo, no comprendí… ¡solo soy un hombre común, maldita sea! ¡Solo soy un necio! Cada vez que me fallaban las fuerzas, cada vez que la noche se me echaba encima y oía aullar a los lobos, veía sus ojos verdes y risueños clavados en el horizonte. Y escuchaba esa especie de suspiro con el que me dijo “Encuéntrala”. Y me decía, me decía, sí, que debería haber muerto yo en su lugar.

El pobre hombre enterró el rostro entre las manos, y su enorme cuerpo, rasgado igual que el uniforme azul, se agitó en un mudo sollozo.

—Era tu padre, Zoe —concluyó por fin.

Llegó el frío. Ese frío terrible e implacable que es el invierno del cuerpo. La soledad más absoluta. El desamparo. Ese nudo en la garganta que parece deshacerse, esa garra que deja de oprimir el corazón; la nada. La mente se apaga, y, como los dedos entumecidos e insensibles por la nieve y el hielo, el corazón y las entrañas dejan de sentir, ya no se mueven. Nada. Eso fue Zoe. Un último eco resonó en las profundidades vacías de lo que antes fuera una muchacha. El ser imposible amaneció ahorcado en la comisura de sus labios. Nada. Era el silencio angustioso de los parajes helados, con su escala de grises repetida en todas las cosas. Zoe empezó a ver así. Dejó de importarle que las brasas fueran anaranjadas, o la manzana roja, o la nieve blanca, o sus ojos verdes. La luz azul que mantenía en pie su horizonte quedó de improviso velada. Se derrumbó todo. Los muros, los castillos, las torres de trigo, las alcobas de pétalos de amapola, los rincones donde se escondía el cielo, los suelos donde crecía la hierba. Cayó, como derribado por un rayo, el alto estandarte de la primavera. Y aquella niña desapareció bajo los escombros de lo que antes fuera el mundo. El triste soldado la vio tambalearse, precipitarse casi bajo el nuevo peso de su cuerpo desvaído, y quiso cogerla. Para cuando alargó la mano ella ya estaba de pie. Oscura, gélida, y terrible.

Lo miró, con los ojos muy abiertos, jadeante, sin aliento, como si la metamorfosis hubiera expulsado todo el aire de sus pulmones. El soldado sintió un escalofrío. Porque no veía ya palpitar un corazón tras ese semblante que tanto olía a asesinato, ni quedaba sangre bajo esa piel de cartón descompuesto. La muchacha había muerto, pero seguía de pie.

Entonces, deseó poder tomarla entre sus brazos y devolver a aquellos fríos añicos algo de vida, algo de calor. Pero ya era tarde. Esa niña lloraría a algún día, pero no le tocaba a él verla vacilar de nuevo. A él, que había empuñado el cuchillo, solo le quedaba escuchar. Si trataba de tocar a aquel ser de hielo, se le derretiría entre los dedos, torpes y demasiado grandes, como un cristal de nieve.

Ella habló, o más bien movió los labios con una fórmula aprendida, y preguntó, con la avidez de un espectro que se agitara frente a la enfermedad:

—¿Cómo murió? ¿Dónde? ¿Hace cuánto?

—Hará una semana, algo más, quizá. Vengo del norte. Allá hay un enorme agujero, y tierra roja junto a un río. Los hombres de la región dicen que los grandes dragones descansaban allí. —balbuceó él.

—¿Cómo murió? —repitió ella.

—No… No lo vi morir.

Y entonces ella sonrió, mostrando sus dientes pequeños y muy blancos, con una sonrisa tan carente de emoción que hizo temblar al pobre infeliz.

—Eres un cobarde.

—Eres cruel —sollozó él.

—¿Soy cruel por decirte lo que no quieres oír? —río ella.

El hombre se encogió sobre sí mismo, y en el vacío de su propia misera, lloró de asco y de culpa. Lloró por un hombre que contaba cuentos y por un monstruo con la forma de una niña. Su criatura le sonrió, como sonreiría un niño enfermo, o un demonio amable, y le dijo tan solo:

— ¿Cómo te llamas?

—Pete.

—Pero no eres nadie, ¿verdad?

—No.

—¿Te quedarás cuidando de esto, lo harás? Hasta que vuelva.

—¿Te vas? —preguntó Pete, con un hilo de voz— ¿A dónde?

—A buscar a mi padre.

—Pero tu padre está muerto, Zoe.

—Lo sé —respondió ella, sonriendo por última vez antes de salir por la puerta, acompañada de una manzana, una chaqueta demasiado grande, y una vieja escopeta sin engrasar—. Igual que yo.

Y así, sin una palabra, sin despedirse, se fue de allí, llevándose el llanto de un soldado y todos los cuentos. ¿Por qué? A aquella muchacha, blanca como el hielo y con los ojos muy verdes, le horrorizaba aún la idea de abandonar a su padre al anonimato del campo de batalla. A la crueldad que la naturaleza inflige sobre el soldado raso sin remordimiento alguno. Por eso se levantó de la silla y se fue de allí, con lo puesto, importándole poco su casa o su chimenea. Con dos balas oxidadas le bastaba para llegar de una pieza hasta el cadáver. Y una manzana roja y jugosa valía mucho en aquellos tiempos.

Además, pensó, era necesario ofrecer el pecho recién abierto al camino, para que se lo comiera el invierno.

Que rescataría a su padre, que lo salvaría de los gusanos, los cuervos y los buitres, se decía la joven, mientras se internaba con paso seguro en el bosque, y dejaba que el viento le arañara las mejillas. Lo encontraría, aunque solo fuera para poder refugiarse en aquellos brazos fríos una última vez, antes de perder por completo la cordura. Por el último abrazo de un muerto daría el dolor de sus cartílagos y el espacio vacío que se ocultaba en el centro todos sus vestidos.

Pero no tenía miedo.