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En sueños

te susurraré

Un viaje de regreso al hogar

Antonio T. Cortés

A Angélica Sánchez Arias y a Divina Carrasco Ávila, por haber viajado con mi novela «Después de leerla, rómpela» a los confines del planeta Tierra. Su entusiasmo espontáneo e incondicional les ha reservado un puesto de honor en este nuevo viaje literario, y en mi corazón les garantiza un permanente salvoconducto estampillado con el sello de la infinita gratitud.

ADVERTENCIA A QUIEN ESTO LEYERE

Cuando llegues al final, descubrirás que no había final. Es bueno que lo sepas ya desde el principio: así podrás aplicar todas tus energías a disfrutar de este viaje de regreso al Ser del que nunca partiste.

Si la verdad quisiera ser contada pongo este poema a su disposición.

Benjamín Prado, «Tablón de anuncios», Ya no es tarde

LA OLA Y EL OCÉANO

«¿Quién soy yo?»,

se preguntó la ola…

Y los últimos ecos de la pregunta

quedaron esparcidos

como un rocío de sal

derramada

dentro de la inabarcable unidad del Océano.

Si la verdad quisiera ser contada,

pongo esta novela a su disposición.

Yo, normalmente, no escribo porque sepa hacerlo, sino con el fin de aprender, elevando el conocimiento subconsciente al campo de la visión del consciente.

Hermann Keyserling

El mensajero no escribe el mensaje que transmite.

Un curso de milagros, L-pI.154.5:1

Prólogo

Conocí a Antonio en Mérida, en una conferencia en la que yo presentaba mi libro En tránsito. Cuando vino a pedirme que se lo dedicara, me dijo que había tenido la corazonada de que yo le prologaría su segunda novela. Le pregunté cómo se titularía y me gustó lo que oí. Entonces me comprometí a realizar el prólogo que ahora tienes entre tus manos: En sueños te susurraré.

Susurrar es una palabra poco usada en títulos literarios pero esconde una bella imagen de sutileza respecto a la forma y de enjundia respecto al contenido. Y eso es lo que el autor logra aquí. Nos muestra hermosamente un mundo que ya de por sí es hermoso.

Conozco a Antonio lo suficiente como para saber que busca aunar la estética con la ética. Sabe que el lenguaje, como cualquier otro producto humano, puede utilizarse solo con ánimo de entretener o añadiendo un ánimo de transformar. Y ahí es donde él se encuentra cómodo. Le gusta aplicar su pasión creativa a aquellos aspectos de la realidad que pueden favorecer en los lectores una mejora personal, o lo que yo llamo una elevación de su estado consciencial.

En esto encuentro una conexión con las labores como escritor y divulgador que yo mismo estoy desempeñando en los últimos años. Por eso me pareció lógico ayudarlo. Porque en el fondo así también ayudo a que esa elevación de consciencia tenga lugar. Cualquier medio puede ser válido para ello y por supuesto lo es una novela escrita con gusto e intención como esta. El océano no puede despreciar ninguna de sus gotas.

El viaje que nos propone el autor tiene que ver con la experiencia de Anselmo Paredes, un minero de Aldea Moret, un barrio industrial de la capital cacereña. De la mano de Anselmo viviremos cómo es ese tránsito al plano no físico en el que los seres álmicos siguen evolucionando a partir del mismo nivel consciencial logrado durante su última encarnación. Y no perderemos de vista las complejas relaciones que se mantienen más o menos invisibles entre los dos planos de la existencia, pues la muerte no produce una separación definitiva entre las almas sino que abre vías de comunicación y de ayuda insospechadas para quienes no creen que ello sea posible. Sin duda para estas personas sería más que recomendable la lectura de este libro.

Nada en esta producción literaria parece haberse dejado al azar. Artísticamente obedece a su normal lógica interna, pero hay algo más que le aporta una nota característica. Recoge también conexiones con la historia contada en Después de leerla, rómpela. Ahora se dotan de aún mayor riqueza algunos de los contenidos de aquella primera novela, también ambientada en Cáceres, la ciudad natal del autor.

Este libro está repleto de una imaginativa fabulación y de un peculiar mundo del «Más Acá» (así lo denominan los seres que en aquel plano se encuentran) que sirve para ambientar algunas de las enseñanzas más significativas de quienes han accedido a ese otro ámbito de la realidad. Uno de los logros del libro es que esa información está hábilmente novelada para hacerla más apetitosa. El autor actúa como un chef que no se limita a utilizar materias primas jugosas y de calidad y a cocinarlas con gusto y a fuego lento, sino que también emplata con delicadeza para hacer el guiso aún más apetecible.

Y esto es lo que hace el libro. Abre el apetito, mantiene la intriga narrativa, produce placer al ser digerido y deja en la boca un gran sabor de paz y de esperanza. Por eso yo ahora hago lo que haría un comensal satisfecho con el plato probado. Parafraseando el subtitulo, recomiendo que muchas otras personas hambrientas se acerquen a compartir este «viaje de regreso hacia la comprensión de la naturaleza humana».

No quiero desvelar nada más del contenido de la obra. Prefiero que sea Anselmo Paredes quien vaya guiando a los lectores por este inolvidable viaje. Y que, lo mismo que le sucede al protagonista de la novela, quienes la lean también puedan ir aumentando su nivel de consciencia hasta desembocar en el verdadero Ser.

Emilio Carrillo

1. La llegada

Cuando el hombre menos se cata, viene la muerte y lo arrebata.

Refrán español

«Desde que ha muerto, no hace más que darle vueltas a la cabeza», apuntó con voz rutinaria Calisté, la esbelta acompañante que había acudido a informar al comité. Ya había dejado al recién llegado al otro lado del espejo de dos caras, en una pequeña sala de interrogatorios bañada por una intensa luz azulada que confería a la atmósfera un aspecto gelatinoso. Debido a la composición reflectante del espejo semiplateado, el sujeto no podía ver a ninguno de los cinco comisarios que lo observaban con atención, pero desde el auditorio semicircular escasamente iluminado donde estos aguardaban sí se podía distinguir con total nitidez la figura de aquel individuo, Anselmo Paredes, que movía con impaciencia los brazos y andaba y desandaba sus pasos mientras fruncía el ceño, airado. No quería estar encerrado allí.

–¿No ha sido convenientemente informado? –preguntó el comisario que estaba sentado en el centro de la mesa; todos ellos vestían túnicas talares de color blanco que resaltaban el brillo de sus calvas.

–Claro que sí –Calisté emitía un enérgico brillo desde sus grandes ojos almendrados–. ¡Pero parece que él aún no lo ha aceptado…! ¡Otro inadaptado!

–Muy bien –replicó el mismo comisario–. Entonces tendremos que comunicarnos con él. Hazlo pasar, por favor.

La mujer se llevó la mano derecha al centro del pecho mientras se inclinaba, en una sutil reverencia, antes de retirarse. Enseguida se la vio aparecer detrás del cristal y hablar con el hombre, que a regañadientes aceptó ser conducido hacia el lugar donde lo esperaban. Antes de entrar en él, observó con desconcierto y temor las siglas y el nombre completo que figuraban en una placa cromada sobre la puerta metálica, ligeramente por encima de la altura de sus ojos: «CSD. Comité de Selección de Descensos». Sintió que le flaqueaban las rodillas y que una punzada de dolor le retorcía el estómago, como cuando bajaba en la jaula a la galería de fosfato más profunda del pozo La Abundancia con el temor de no volver a salir a respirar a la superficie de Aldea Moret.

Nada más cruzar el umbral, una repentina luz cenital iluminó una butaca giratoria ubicada en el centro del recinto, equidistante de cada uno de los comisarios. Sin necesidad de recibir instrucciones, supo que debía sentarse allí. Cuando lo hizo, le pareció sentir que una vibración hacía oscilar ligeramente la butaca sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Para su extrañeza, el suelo que estaba mirando se distanciaba cada vez más de él. Oyó que alguien empezaba a hablarle.

–¿Sabes quién eres, hermano?

Él levantó la vista intentando identificar quién lo interrogaba, pero en ese momento nadie pronunciaba palabra alguna. Se preguntaba a cuál de aquellos seres de aspecto andrógino le cuadraría mejor la voz masculina grave, pero al mismo tiempo aterciopelada, que acababa de escuchar. Sendas columnas de luz cálida descendieron con suavidad sobre los cinco comisarios situados enfrente. Su desconcertante apariencia, simultáneamente masculina y femenina, absorbía la atención de Anselmo provocando una súbita desaparición de la resistencia con la que había entrado en la sala, como si le hubieran acertado de pleno con un dardo tranquilizante. Enseguida se aprestó a contestar con amabilidad.

–Sí. Anselmo Paredes. –Y aprovechó para pedir explicaciones–. Pero no sé qué hago aquí, no sé por qué me han traído…

Los miembros del tribunal no parecían mostrar extrañeza alguna. El que lo interrogaba prosiguió.

–Muy bien, Anselmo, te damos la bienvenida.

Pero Anselmo estaba estupefacto: había oído con total nitidez la voz de aquel ser embutido en su túnica blanca, mientras lo miraba fijamente ¡y sin embargo no había visto que moviera sus labios ni un ápice! El interrogador no tardó en sacar de dudas al interrogado. Parecía estar leyéndole el pensamiento.

–Sí, te estoy hablando yo. No te extrañe que no mueva los labios. Ya no lo necesitamos... Estamos manteniendo una conversación telepática.

–¿Una qué…? –el asombro de Anselmo iba en aumento según se estaba percatando de que, aunque él mismo no estaba abriendo la boca, también se podía escuchar su propia voz–. ¿Una conversación…?

–Ya veo que te estás empezando a dar cuenta de que tú también te comunicas a través de la mente. Muchos regresados seguís moviendo los labios por costumbre, como tú ahora, pero en realidad ya no lo necesitáis.

–¿«Regresados»? ¿Pero regresados a dónde? –Anselmo estaba empezando a impacientarse.

–Al Cielo, por supuesto.

–¿Cómo que al Cielo? ¡Eh, un momento! –Anselmo se miró las manos y vio la alianza que Brígida le había colocado el día de la boda y reconoció el mono de color caqui, desgastado por tantas horas de trabajo a los mandos de la grúa del almacén de superfosfatos, y se vio las botas polvorientas con las que había salido de su casa por la mañana–. Esto es una broma, ¿verdad?

–Me temo que no... Estás en el Cielo, Anselmo.

–¡Qué tontería! ¿Cómo voy a estar en el Cielo? ¡Para estar en el Cielo tendría que estar muerto! –Anselmo creía en la irrefutabilidad de su argumento y por eso sonreía ufano, mostrando un rictus jalonado por una cierta dosis de cinismo.

–Exacto. Tú lo has dicho –concedió el comisario–: estás muerto.

–¡Pero no puede ser! –la sonrisa desapareció bruscamente del semblante del hombre, que empezó a palparse el cuerpo con angustia–. Me encuentro bien y estoy respirando, y no me noto nada raro… Es verdad que no me acuerdo muy bien de las últimas horas pero supongo que esto es algo momentáneo y que ya se me pasará…

–De nuevo tienes razón, hermano: pasará –el comisario había apostillado esa frase con ánimo de que Anselmo rebajara su tensión mental; por eso se ofreció a sacarlo de su amnesia con una propuesta–. ¿Quieres que te ayudemos a recordar tus horas previas, las últimas horas que viviste siendo realmente quien aún crees ser?

El mohín de extrañeza dibujado en el rostro de Anselmo fue seguido por unos apesadumbrados hombros que elevaban su duda hasta hacerla visible; decidió que no tenía nada que perder. Sí, aceptaría esa ayuda, aunque no sospechaba en modo alguno su alcance. Inmediatamente, las luces de la sala disminuyeron en intensidad y surgieron otras nuevas desde los laterales hasta generar una neblina muy tenue con textura esponjosa en el centro de la sala, que rodeaba el lugar en el que estaba sentado Anselmo. En un radio de un metro de distancia de él se fue generando un fanal de materia translúcida que ascendió desde el suelo hasta encerrar por completo a su asombrado espectador. Sobre el interior de las paredes de la campana se empezaron a proyectar acontecimientos de su vida. Al reconocerse en ellos alargó el brazo tratando de tocar su imagen casi impalpable. Un tacto viscoso de tela de araña perlada de gotas de rocío lo detuvo; la escena tembló y perdió nitidez. Retiró súbitamente la mano y las imágenes volvieron a estabilizarse de inmediato. Siguió observando, atónito.

Se vio a sí mismo con treinta y ocho años de edad, una mañana de marzo de 1962, despidiéndose de Brígida y saliendo de su casa de la Barriada Nueva de Aldea Moret; y se vio entrando en el almacén de superfosfatos y saludando a algunos compañeros; y luego se vio subiendo a la cabina de la grúa, que quedaba suspendida de un raíl aéreo que cruzaba por completo el almacén; y se vio activando los mandos mientras uno de sus engranajes accidentalmente entraba en contacto con el cable conductor de electricidad; y luego se vio desplomado sobre el suelo metálico de la cabina, ya sin latidos, con su cuerpo cimbreante y enroscado, saturado por un olor a carne carbonizada y dulce que no le disgustó; y a continuación vio la luz clara del día que ya para siempre quedaría al otro lado de las ventanas del almacén y eso le confirmó lo caprichosa que era la vida, que se le escapaba por momentos; y a continuación vio el rostro de Brígida el día en el que fueron a dar su primer paseo juntos, tras una fiesta en honor de Santa Bárbara, y recordó que su talle le había parecido más explosivo que los cartuchos de dinamita colocados sobre las andas que portaban la imagen de la santa; y finalmente vio un abismo luminoso… detrás del cual ya no se veía nada más.

Su estupefacción no consiguió retener la lágrima de espanto que se le escapó del borde de los párpados. Tragó saliva. Sintió que necesitaba ayuda para sostenerse. Entonces recuperó la sensación de estar sometido a un interrogatorio en una sala en la que cinco desconocidos lo observaban, y una mezcla de indignación mal disimulada y de manso quebranto se apoderó de sus manos, que se crisparon como preparándose para abrirse paso a puñetazos a través de la pesadilla que estaba soñando. Pero la voz del comisario detuvo su comezón.

–Es doloroso salir de la amnesia, ¿verdad, hermano? Lo comprendemos perfectamente. Solo queremos ayudarte.

–¿Ayudarme? ¿Ayudarme a qué…? Según decís, si de verdad tenéis razón, que yo esto todavía no lo tengo claro, ¡eh, que conste…!, entonces ¿cómo demonios me vais a ayudar? –Anselmo se mostró aún más confuso cuando comprobó que al retomar el diálogo se paralizaba la proyección de imágenes, pero que esta se reanudaba si volvía a fijarse en el fanal en el que se desplegaban.

–Querido Anselmo, estás pasando por un periodo de turbación bastante habitual. Nuestra ayuda te permitirá superarlo antes.

–¿Turbación? ¿Pero qué…? ¿En qué quedamos? ¿Estoy muerto o estoy turbado? ¡No lo entiendo!

–No lo entiendes porque estás muerto y aún estás turbado… Has muerto de un modo inesperado –empezó a desgranar con paciencia y calidez el comisario– y te está costando hacerte a la idea de que ya no estás en lo que hasta ahora considerabas tu vida… Aunque, como ya tendrás ocasión de comprobar, también en el Cielo estamos vivos. Bueno, ya mismo lo estás viendo.

–¡Eh, a ver! ¿Quieres decir que la culpa es mía porque ya he muerto pero no me he enterado aún?

–Digamos que, eliminando el componente de culpabilidad que has mencionado, sí, lo demás es más o menos lo que queremos expresar.

–¡Ah, muy bonito! ¿Y se supone que estoy muerto porque estoy frente a un ser extraño, calvo y bastante más alto de lo normal, que me habla sin mover la boca? ¡Esto también podría ser un sueño! –advirtió con agrado Anselmo–. ¡Sí, eso es, esto puede ser una pesadilla y en cualquier momento puedo despertarme de ella!

–Lo cierto es que también aquí acabarás despertando, aunque esto no sea una pesadilla –puntualizó el comisario.

–¡Ya, claro, porque lo digas tú! Mira, mi amigo Curro a veces tiene pesadillas. Sueña que ha bajado al pozo y que se le derrumba encima una galería y se queda atrapado y herido y sabe que va a morir porque no lo pueden rescatar. Al principio lo pasaba fatal hasta que se dio cuenta de que era solo una pesadilla. ¿Y sabéis cómo se dio cuenta? Un tipo muy listo este Curro, tiene un magín privilegiado… Se le ocurrió pellizcarse fuerte en el brazo y entonces se dio cuenta de que no le dolía… ¡Zas! Si hubiera estado vivo le habría dolido el pellizco y por eso supo que estaba dormido y que era solo una pesadilla.

Los cinco comisarios observaban con paciencia e interés a aquel hombre desesperado cuyas palabras se le atropellaban como intentando encontrar cuanto antes la vía de escape que lo sacara de la ensoñación; y se compadecieron de él cuando lo vieron remangarse el mono y la manga izquierda de la camisa para pellizcarse con todas sus fuerzas en el antebrazo mientras dejaba estallar en salvas pirotécnicas de carcajadas nerviosas su vana alegría de creerse únicamente dormido en lugar de muerto.

–¿Lo veis? ¡Ja, ja, ja…! ¡No me duele nada! ¡Esto es una pesadilla! ¡Ja, ja, ja…! ¡Voy a despertar y todo esto habrá sido un mal sueño y vosotros desapareceréis también!

Cuando el hombre se hubo calmado, ardida ya la pólvora de fogueo de su esperanza vacua, un silencio rebosante de candor colmó la sala. Una luz ligeramente pulsante de color rosáceo, proveniente de todas direcciones, empezó a concitarse sobre el pecho de Anselmo. Él la percibió y cerró los ojos para intensificar la sensación de arrobamiento que estaba sintiendo crecer en él. Permaneció con los ojos entornados mientras escuchaba la sosegada puntualización del comisario.

–¡Hermano, hermano...! El hecho de que te pellizques y no sientas dolor no prueba que estés en una pesadilla sino que estás en el Cielo: aquí es imposible causar ningún mal, ni a uno mismo ni a los demás. Ni tan siquiera desearlo.

Anselmo lentamente levantó los párpados. Su mirada ya no mostraba alegría. Tampoco nerviosismo, ni siquiera inquietud. Empezaba a reflejar serenidad.

Inmediatamente se reanudaron las imágenes sobre el fanal. Se vio a sí mismo con dieciséis años, aquella ingrata madrugada de 1940, persiguiendo por las calles y las eras de Coria, navaja en mano y abrasado por la ira, al forastero que unas horas antes había arrastrado hacia la oscuridad de la noche a su hermana Romualda. Sobre la tierra polvorienta, con engaños, bofetadas y golpes, entre ultrajes y sollozos, la había despojado para siempre de la virtud de la inocencia, manchando irremisiblemente sus muslos de catorce años con un aguacero de dolor y sangre que puso fin a su niñez.

Y, por primera vez en toda su vida, ya no sintió ganas de matar al violador. Era cierto: estando en el Cielo era imposible desearle ningún mal a nadie. Por fin Anselmo estaba empezando a comprender que había muerto.

2. Calisté

Siempre creemos lo que estamos deseando que ocurra.

Eugenio Fuentes, Mistralia

Después de conducir al recién llegado a la sede del Comité de Selección de Descensos, Calisté hizo de nuevo un gesto de despedida colocando su mano derecha sobre el centro de su pecho y se retiró. A continuación dirigió sus pasos a la sala de control, donde debía aguardar instrucciones.

Antes de que alcanzara el perímetro del recinto, su presencia fue detectada por los sensores encargados de franquear el paso. La puerta transparente se desmaterializó y volvió a materializarse cuando la mujer la salvó.

El inmenso recinto circular estaba integrado por distintos módulos redondos dispuestos estratégicamente para crear una estructura imbricada que asemejaba una inmensa célula pulsante. Ocupando el lugar que le correspondería al núcleo celular, presidía el espacio una gran esfera de superficie tornasolada desde cuyo interior la superestructura del Coordenador General velaba por el funcionamiento adecuado del Cielo.

Calisté giró a la izquierda hacia el sector de las salas de espera donde otros como ella aguardaban a recibir instrucciones sobre los recién llegados. Tanto las mujeres como los hombres del colectivo de los acompañantes usaban el mismo uniforme: un mono enterizo de color azul claro, ceñido al cuerpo, y ribeteado por franjas plateadas en tobillos y muñecas, sobre los hombros y alrededor del cuello. A la altura del corazón el traje llevaba bordada una cartela con un código, que también aparecía en mayor tamaño a la espalda. Todos eran de gran estatura; lucían cabellos argénteos dispuestos en media melena, rostros tersos y agradables donde destacaban grandes ojos ovales y unas atractivas proporciones corporales que invitaban a la contemplación ilimitada de su dulce belleza.

Como las dos primeras salas estaban completas, Calisté siguió avanzando. En la tercera encontró varias cabinas libres. Entró en una de ellas, cerró la puerta y se acomodó en el sillón envolvente de color granate que estaba suspendido en el centro de la pequeña estancia. Al instante se produjo un aislamiento completo del exterior. La pantalla frente a la que estaba situada se iluminó y en ella apareció la imagen de lo que en ese momento estaba sucediendo en el Comité de Selección de Descensos.

Calisté vio la cara de serenidad de Anselmo Paredes cuando finalmente, al darse cuenta de que había muerto, empezaba a aceptar su nueva situación. Se dispuso a escuchar con atención la conversación.

–Pues entonces va a ser verdad –reconoció Anselmo con tibieza, pero sin congoja–. Teníais razón. Y estoy muerto. Nunca me habría imaginado que fuera así esto…

–Nos alegramos de que por fin empieces a comprender –se felicitó el comisario situado en el centro del tribunal.

–Pero… Hay algo que aún no entiendo.

–Te escuchamos.

–Si estoy muerto, ¿cómo es que sigo vestido como cuando estaba vivo? ¿No debería estar desnudo? O, mejor, ¿no debería no tener cuerpo? ¿No se ha quedado el cuerpo ahí abajo en el almacén, retorcido y achicharrado después de que me diera la descarga?

–Buena apreciación, hermano –exclamó el comisario–. Verás, tú ya no estás vestido con esas ropas.

La sorpresa de Anselmo lo llevó a palparse de nuevo la ropa, a arrugarla y olerla, en busca de una explicación que se le antojaba imposible. Miró atónito a los cinco comisarios, se giró para ver si había alguien más en aquella sala semicircular y luego volvió a su extrañeza.

–¡Eh, parad el carro! ¡Si la ropa que llevo puesta hasta me huele a superfostatos…!

–Que crees que llevas puesta –puntualizó rápido el comisario–. Escucha con atención sin interrumpir mi razonamiento hasta que concluya. Es importante que escuches lo que te vamos a decir…

Aunque era solo uno el comisario que parecía dialogar con el recién llegado, usaba la primera persona del plural para destacar que lo que él emitía también procedía simultáneamente de los otros cuatro comisarios que junto con él estaban sentados a la mesa integrando el órgano colegiado. Ciertamente todos ellos mantenían la misma actitud de escucha y conversación con Anselmo, y por tanto de alguna manera eran los cinco los que al unísono hablaban a través de quien estaba sentado en la posición central.

–Has vivido siendo Anselmo Paredes durante los últimos treinta y ocho años; en realidad un poco más si contamos también tu gestación. Naciste en el año 1924, según vuestro cómputo, en un punto de una pequeña localidad llamada Coria, ubicada en un rincón del continente europeo del planeta Tierra, en uno de los sistemas solares de la galaxia que llamáis Vía Láctea. Para cumplir tu experiencia de ser Anselmo, encarnaste en un cuerpo bastante robusto y preparado para la acción, tanto que, gracias a él, te apodaron el Tierrón. Pero después de vivir todo lo que tenías que vivir llegaste al momento en el que la experiencia de ser Anselmo finalizó. Y tuviste que dejar en la Tierra lo que a la Tierra le pertenecía pues estabas hecho con sus materias primas: el cuerpo mortal que te permitieron usar mientras fuiste Anselmo, precisamente para que pudieras experimentarte como tal. Llegaste allí abajo sin él, te lo prestaron ahí, y por ese motivo lo tuviste que devolver antes de regresar aquí arriba. ¿Lo estás entendiendo, hermano? –La pregunta era retórica, de modo que el comisario prosiguió su exposición sin perder de vista la mirada de lenta comprensión que reflejaban las pupilas del hombre al que observaba–. Muy bien. Como has devuelto el último cuerpo con el que has estado encarnado, ahora estás desencarnado. No tienes cuerpo físico, hermano. Tampoco ropa. Crees que aún tienes el cuerpo de Anselmo y su ropa, y hasta te conviene que te sigamos llamando Anselmo porque sigues muy vinculado con la experiencia de tu última encarnación. Parece que hasta el momento sigues muy apegado a tu reciente experiencia terrícola. ¿Hay algo especial de allí a lo que sigas muy apegado… o alguien?

Anselmo se miró de nuevo la ropa, extendió sus manos ante sí y buscó el anillo. Su gesto sirvió de respuesta: seguía apegado a Brígida, aquella moza de talle explosivo que lo encandiló un cuatro de diciembre en el baile de celebración en honor a Santa Bárbara; aquella mujer con la que un año y medio después habría de casarse para aplacar la llama constante que le devoraba las entrañas; la trabajadora hacendosa en casas ajenas y madre amorosa en la propia; la prestidigitadora que practicaba la magia financiera con las ciento cincuenta pesetas de sueldo semanal que el marido arrancaba en la mina; la mujer sorprendente a la que apodaron la Fantasiosa porque decían que veía lo que nadie veía y escuchaba voces que nadie más oía…

El comisario comprendía el estado en el que se encontraba la mente de aquel hombre que estaba sintiendo que acababa de enviudar de modo inesperado, a pesar de que sería ella la que legítimamente podría lamentar haberlo perdido a él. Después de dejarle unos instantes para procesar sus sensaciones, prosiguió su exposición.

–Hermano, no te aflijas. Es normal que te sientas así, al menos durante una temporada. Cuando la experiencia vital ha sido muy intensa o han sido muy estrechos los lazos con alguien o con algo, después de desencarnar a veces cuesta mucho acostumbrarse a la nueva situación.

–¿Quieres decir que cuando me acostumbre a estar muerto ya no me veré con las ropas que ahora llevo puestas –enseguida reformuló la pregunta para anticiparse a otra probable amonestación–, o que creo que llevo puestas?

–Es probable. Eso es lo normal, en efecto… Aunque pudiera ser que a pesar de haberte acostumbrado prefirieras seguir viéndote así. También hay gente que decide hacer esto, a modo de juego de diferenciación.

–¡Pero bueno! ¡Que es probable que sí pero puede que no…! ¿Es que no hay normas fijas en este lugar? Yo creía que esto del Cielo iba a ser más serio, que aquí había reglas para todos, sin excepciones… Pero veo que no.

Antes de zanjar la cuestión, la mirada del comisario dejó traslucir un gesto que a Anselmo se le antojó lo más parecido a una sonrisa que podía esperar de un miembro de su tribunal enjuiciador.

–La obsesión por las reglas fijas y las normas inamovibles es algo que se queda también en la Tierra pudriéndose sobre los cuerpos deshabitados. Aquí ni las reglas ni los cuerpos son necesarios.

El silencio que a continuación brotó en la sala desconcertó aún más a Anselmo, que seguía afanosamente entregado a la insatisfactoria tarea de palparse la ropa que ya no vestía y el cuerpo físico que ya no habitaba.

3. El dictamen

(…) tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que, tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», Ficciones

Los bordes de la pantalla empezaron a emitir destellos intermitentes de una pulsante luz verde mientras a pocos centímetros de la pantalla se formaban los caracteres nítidos de su código personal: «A-60X47H». También destellaba, además de zumbar, el brazal que Calisté llevaba ajustado en su antebrazo izquierdo. Con un ligero roce de su dedo índice sobre el intercomunicador cesaron todas las señales luminosas y acústicas. Sabía que debía volver porque estaba a punto de pronunciarse el dictamen.

En vez de irrumpir en la sede del Comité de Selección de Descensos, entró en la contigua sala de interrogatorios. Pulsó un botón que le permitió convertir en transparente la ventana acristalada y a través de ella continuó prestando atención a la comparecencia del recién llegado.

–Hermano Anselmo –prosiguió el comisario–, ¿cómo te encuentras? ¿Comprendes ya la situación?

–¿Comprender? ¡Pues no! ¿Cómo voy a comprender? –El interpelado intentaba aplacar su ansiedad haciendo girar la alianza matrimonial que le ardía sobre el dedo anular–. A mí me vais a perdonar… pero no quiero estar aquí, en el Cielo o dondequiera que esté… ¡Yo quiero volver con mi Brígida! ¡Quiero seguir palpándome la carne y secándome el sudor húmedo y el olor a fosfato! ¡Quiero volver a Aldea Moret! ¡Por favor, sacadme de este sueño…!

Al borde del sollozo, se llevó al rostro las rudas palmas de sus curtidas manos de obrero con la esperanza de que al retirarlas se hubiera desvanecido la pesadilla. Sintió el impulso de hincarse de rodillas para implorar la clemencia del tribunal pero un arrebato de orgullo lo mantuvo aferrado a la verticalidad, mientras recordaba, no sabía por qué, a aquel Anselmo de diecisiete años que una mañana de primavera, después de despedirse de sus padres y de sus hermanos como si los fuera a ver al final del día, había tomado su hatillo y, sin volver la vista atrás, había abandonado para siempre su pueblo natal.

–Hermano, hermano… Me temo que no puede ser. Tu obra allí está finalizada. Has cumplido todas las tareas que Anselmo tenía previsto realizar. Igual que él fue capaz de recuperarse tras verse obligado a abandonar el pueblo en el que había nacido, tú serás capaz ahora de recuperarte tras haber abandonado tu última encarnación. Lo superarás.

Anselmo separó las manos y descubrió su rostro asombrado: su interlocutor había captado perfectamente su pensamiento previo, la escena de su partida de Coria, aunque consideró que también sería posible que en realidad hubiera sido aquel hombre de la túnica el que, con su poderosa fuerza mental, hubiese inducido la imagen de la emigración, sugiriendo así un paralelismo que lo calmara en la situación actual en que se veía obligado a abandonar su planeta natal. Sintió de nuevo, brotando de las paredes del recinto, unos efluvios sedantes que apaciguaron su ánimo y fortalecieron su serenidad. El comisario prosiguió.

–Entendemos tu sentimiento. Sin embargo, en esto no podemos hacer concesiones. No puedes volver a la vida de Anselmo.

–Pero, ¡un momento! –Anselmo reaccionó, sorprendiéndose por su propia sagacidad, exponencialmente aumentada desde que había aceptado que estaba muerto–. Antes me habéis dicho que aquí no se necesitan… ¿cómo habéis dicho?... sí, ni reglas fijas ni normas inamovibles. Entonces, ¿podéis hacer conmigo una excepción y mandarme de vuelta a la Tierra? Solo depende de vosotros, ¿no es así?

Los comisarios mostraron cierta perplejidad pero también la satisfacción de comprobar cómo había aumentado la calidad intelectual del interrogatorio. Una leve sonrisa se dibujó en sus rictus. Y se aprestaron a desbaratar el alegato como si libraran un combate desigual de esgrima.

–Hermano, hermano, ¡cuán en exceso nos valoras! Te agradeceríamos el gesto si no fuera vanidad… No podemos hacer contigo una excepción y mandarte de nuevo a la Tierra para que sigas viviendo como Anselmo porque eso es algo que en verdad no depende de nosotros.

–¿Pero cómo que no? ¡No puede ser! He leído bien clarito antes de entrar aquí que esto es el Comité de Selección de Descensos. ¡Lo pone en la puerta! –Se volvió para señalarla–. ¿Y de qué descensos estamos hablando? ¡No será de los descensos en barca por el río Alagón!, ¿no? ¿No me podéis dejar descender?

–Buena apreciación la tuya. Pero hemos de decirte algo. Verás, has ingresado directamente aquí, en este Comité de Selección de Descensos, porque en tu proceso de desencarnación ya se observó que estabas muy aferrado a lo que has dejado atrás y nos derivaron tu caso para que valorásemos si era posible cumplir tus deseos. Pero después de estudiar atentamente tu historial y de consultar tus archivos akhásicos tenemos la plena seguridad de que en este momento no te conviene volver a reencarnar.

–¿Lo veis? Sois vosotros los que decidís que no vuelva… ¡No yo!

–No, no lo interpretes mal: nosotros no decidimos que tú no vuelvas. Es realmente tu alma la que ha decidido que en este momento no necesita reencarnarse. Nosotros simplemente te hacemos patente esa decisión tuya. Y te ayudamos a que el proceso discurra adecuadamente.

–¿Cómo que decisión mía…? ¿Y ni como otra persona distinta podría reencarnar?

–Eso habrá que valorarlo más adelante. No hay más que ver el estado mental en el que aún te encuentras para comprender que necesitas pasar por un proceso de reposo.

–¿Cómo que reposo? –preguntó con cierta inquietud Anselmo, pero no consiguió interrumpir el relato del comisario.

–Tu acompañante Calisté te conducirá ahora al Hogar del Espíritu en el que estarás una temporada. Allí te darán más explicaciones, pero para que vayas tranquilo te diremos que te vas a dedicar a explorar tus potencialidades como ser humano desencarnado en tu condición de alma inmortal. Y cuando estés listo y desees volver a encarnar comparecerás de nuevo ante nosotros; entonces decidiremos si te seleccionamos para descender de nuevo. Hasta entonces, si te apetece, te puedes seguir llamando Anselmo. Aunque ya no lo seas.

Sin saber cómo ni cuándo había sido llamada a su presencia, Anselmo observó que Calisté había entrado en el recinto y se había situado ante los cinco comisarios. Les hizo el habitual saludo reverencial llevándose la mano al pecho y después se dirigió junto al hombre apaciguado al que iba a acompañar. «Dictaminado», escuchó que le susurraba aquella bella mujer, sin mover los labios, mientras lo invitaba a caminar a su lado. Reparó por primera vez en el rectángulo bordado en su traje con una inscripción que no entendía: «A-60X47H». Hechizado de nuevo por su hermosura, la siguió de inmediato y abandonó el Comité de Selección de Descensos sin acordarse de despedirse de los comisarios; le habría gustado hacerlo para no dar pie a ser tachado de maleducado cuando volviera a comparecer. Pero todo lo que acertó a hacer fue irse tras Calisté mascullando cómo era posible que mientras estuvo vivo le hubiera sido tan difícil que le concedieran un ascenso y que, sin embargo, después de morir, en el Cielo le pusieran tantas trabas para otorgarle un descenso.

4. El hogar del espíritu

(…) hay una voz interior, si estamos dispuestos a escucharla, que nos dice con toda certeza cuándo adentrarnos en lo desconocido.

Elisabeth Kübler-Ross, La rueda de la vida

Tan embelesado estaba siguiéndola, que Anselmo tuvo que detenerse bruscamente para no chocar contra la espalda de Calisté. Ella lo notó y se volvió despacio; su dulce sonrisa parecía querer decir que no había prisa, que ningún motivo le debía hacer apresurarse. Con un amplio gesto de los brazos, pidió al invitado que mirara a su alrededor desde el altozano en el que se encontraban.

Una inmensa pradera de un pulcro verdor se extendía hasta el horizonte. Sus ligeras oscilaciones añadían matices y sombras al color que tapizaba el paisaje. Diseminados por lugares alejados que parecían equidistantes, Anselmo observó construcciones singulares que reclamaban su atención pero que por su lejanía no podía observar con detalle. Le sorprendió que el cielo, límpido de nubes, fuera de color malva y tuviera en algunas áreas tornasoles que le añadían un punto de extravagancia. La visión inicialmente le causó vértigo, pues le hacía confundir qué estaba arriba y qué debajo en aquel singular escenario.

Una vez superada esa impresión y recolocado su orientación vertical, empezó a advertir que el color verde no era uniforme. Le pareció que aquel suelo no era sólido, sino líquido, a juzgar por su movimiento oscilante, aunque en otros momentos llegaba a parecer gaseoso. Se fijó más y comprobó que desde diversas partes del exterior del paisaje iban llegando olas pausadas y sostenidas que, observadas en conjunto, generaban la impresión de que todo soporte allí era una vibración constante que, a pesar de su aparente inestabilidad, era capaz de sostener sin vaivenes las edificaciones esparcidas ante sus atónitos ojos.

Se fijó aún más y entonces fue cuando vio que había seres que se movían por doquier. Vio elementos, que aún no podía juzgar como seres humanos, que se iban desplazando en hileras por sendas trazadas, y le pareció que aquello era un inmenso hormiguero. Pero también vio elementos dispersos que se mantenían aislados, lejos de los regueros formados; le recordó a las romerías que celebraban los mineros diseminándose por el prado cercano a Aldea Moret y un velo de añoranza le nubló la visión.

Anselmo sintió ganas de bajar. Dio un paso al frente pero notó una presión en el abdomen. Con su brazo, Calisté lo había detenido antes de que se tropezara con un bello bajorrelieve esculpido en una losa de mármol de Carrara que apareció frente a ellos.

–¿Qué es esto? –exclamó el hombre a punto de pisarlo.

–Léelo.

–Dice: «Recuperad toda esperanza abandonada los que aquí entréis». ¿Qué significa?

–¿No lo reconoces? –preguntó Calisté.

–Pues no…

–Claro, es que aún llevas poco tiempo en el Cielo y en la Tierra no has debido de leer La Divina Comedia. –Ante la tácita confirmación manifestada por el silencio de Anselmo, Calisté prosiguió–. El autor de este libro, Dante Alighieri, escribió que al entrar en el Infierno, en compañía del poeta Virgilio, vio unas palabras oscuras escritas en un dintel que decían: «Abandonad toda esperanza, los que entréis». Cuando a Dante le llegó su hora, pero en su vida, no en la ficción literaria, o sea, cuando realizó su tránsito, al llegar al Cielo se quedó extrañado de no haber tenido que cruzar el río Aqueronte ni peregrinar por el Infierno y por el Purgatorio antes de ascender a la gloria del Paraíso. No entraba en sus ideas.

–Bueno, pues me alegro por el tal Dante. ¿Pero eso qué tiene que ver ahora? ¿Qué pasa con este relieve de piedra?

–Dante estaba tan pagado de sí mismo por creer haber compuesto una de las obras más excelsas de la Literatura, que le costó muchos siglos decidirse a abandonar su personalidad última. Pero cuando se le fue desinflando el ego, ya solo tenía sitio en sí mismo para elogiar los portentos que aquí en el Cielo contemplaba, inimaginables hasta entonces para su mente madurada en la Edad Media…

–Ya, pero ¿y el relieve? –interrumpió agitadamente Anselmo.

–Ahí vamos, Anselmo, sin impaciencia... Al mismo tiempo que se fue disolviendo su ego, Dante sintió una sincera contrición, un arrepentimiento profundo, por haber urgido a tantos lectores a abandonar las esperanzas al principio de su libro capital, y como gesto de desagravio se le ocurrió poner otro mensaje que neutralizara ese efecto nocivo. Imaginó un relieve lo más puro y blanco posible a la entrada del Paraíso. En una de sus prospecciones habituales, el Coordenador General detectó ese pensamiento y autorizó la instalación de esto –y señaló hacia la inscripción, que releyó–: «Recuperad toda esperanza abandonada los que aquí entréis». Tiene su lógica: La Divina Comedia pedía que todos los que fueran a penetrar en el Infierno abandonaran toda esperanza y Dante, una vez comprobada la inexactitud de su prolija construcción poética, invita a recuperar esas esperanzas abandonadas. Ha sido su forma de cerrar el círculo y redimirse, perdonándose y reparando el daño causado.

–¿Pero entonces Dante sigue vivo? Quiero decir, ¿sigue siendo Dante? Y otra cosa, ¿entonces esto es el Paraíso?

–Por partes, hermano. –Era la primera vez que Calisté llamaba hermano a Anselmo, y eso lo conturbó inicialmente; veía que no era un tratamiento exclusivo de los miembros del Comité de Selección de Descensos–. A la cuestión de si sigue existiendo Dante, no puedo darte una sola respuesta…

–¿Cómo? –La extrañeza de Anselmo se debía a que aún no se había familiarizado con la multiplicidad de soluciones diversas que simultáneamente puede ofrecer la vida debido a su dimensión cuántica.

–Creo que podrás entenderme –añadió ella mientras miraba en rededor intentando localizar algo–. Hubo un momento en que el alma de Dante decidió dejar de aparecer como Dante y su imagen empezó a diluirse. Pero eso coincidió con el inicio de su creciente popularidad en la Tierra, y al ser tomado como una de las cumbres de la literatura europea fueron más y más los pensamientos sobre Dante que reforzaron su existencia, su pervivencia, su continuidad. Muchos pensamientos simultáneos o yuxtapuestos, aunque sean débiles, si están enfocados en una misma imagen, alcanzan un enorme poder creador. Para que lo entiendas, esta imagen de Dante que pervive en las mentes terrícolas ha sido una poderosa fuerza que se ha opuesto a que el alma de quien fue Dante abandonara del todo esa personalidad fallecida siglos atrás.

Anselmo había escuchado boquiabierto la explicación de su acompañante. Cada vez le resultaba más extraño lo que le estaba sucediendo. Volvió a pensar que estaba soñando. Se palpó de nuevo las ropas y se pellizcó el brazo. Tampoco esta vez sitió dolor. Calisté percibió esos gestos pero los dejó pasar sin hacer ningún comentario pues seguía prestando atención a su entorno buscando algo que parecía invisible.

–¡Aquí está! –dijo finalmente mientras apresaba entre sus dos manos una parte del espacio que los rodeaba. Anselmo se preguntó qué utilidad tendría confinar el aire que respiraban, y entonces es cuando se dio cuenta de que en realidad no había aire que respirar sino una sutil sustancia viscosa que rodeaba por completo su ser y que no solo entraba en sus pulmones, sino en todos sus poros. Anselmo pensó que no tenía sentido pensar lo que estaba pensando…

Calisté se llevó a la frente las dos manos ahuecadas, que parecían conformar en su interior una bola. Cerró los ojos y las mantuvo brevemente en la misma posición. Luego las desplazó hasta situarlas frente al rostro de Anselmo.

–Si quieres ver a Dante, mira aquí –dijo mientras abría las manos y dejaba ver una esfera plateada de textura metálica en la que aparecía la imagen de una persona. Incrédulo, Anselmo fijó la mirada en ese ser que caminaba ignorante de que era observado. Vestía una saya blanca y encima de ella una túnica roja que le llegaba a un palmo del suelo. Arrastraba los escarpines de cuero con aire de pesadumbre mientras clavaba la vista a la distancia de un paso por delante del que iba a dar. Le cubría la cabeza un camauro rojo asentado sobre un pañuelo blanco de fino lino y el conjunto era ceñido por una corona de laurel. El tocado le daba un aire aún más grave a su rostro aguileño, que parecía consumido por las huellas de las arrugas. Pero al instante la imagen pareció sometida a un temblor ligero que hizo que progresivamente fuera perdiendo nitidez, mientras que aquel hombre empezaba a erguirse, desprovisto del peso del turbante. Mientras proseguía esa transformación, aquel ser recibió el choque de una onda cuya procedencia no pudo detectar Anselmo, pero que era uno de esos pensamientos sobre Dante mencionados por Calisté. Automáticamente la sobrecarga de la corona de laurel volvió a encorvar la espalda y a envejecer la cara del lastimoso individuo.

–¿Este es Dante? –Y, sin esperar contestación, prosiguió–. Es como si fuera él y empezara a dejar de serlo, y luego volviera a serlo.

–Así es. Es lo que te he contado. Ahora lo comprendes mejor… Respecto a lo otro que me has preguntado –a Anselmo ya se le había olvidado–, no puedo afirmar que esto sea el Paraíso. Pero, si tú lo quieres llamar así, en realidad puedes hacerlo. Hay quien lo hace… Nosotros preferimos llamarlo el Hogar del Espíritu.

–¡El Hogar del Espíritu! Me gusta cómo suena.

–Y más te va a gustar cuando nos adentremos en él, ya verás.

–¿Y a qué estamos esperando? –Nuevamente era la impaciencia la que preguntaba por boca de Anselmo.

–A que venga nuestro transporte. Todo aquí está demasiado distante. Para recorrer los pabellones vamos a necesitar la ayuda de un orbe.

Antes de que pudiera preguntar qué era un orbe, Anselmo oyó un ligero zumbido que se transformó en pitido agudo, sintió un escalofrío recorriéndole la columna y vio una esfera mayor que ellos, de aspecto iridiscente como una pompa de jabón, que los engulló. Después cerró los ojos y solo percibió silencio, mientras en su mente brotaban vigorosamente recuerdos de su funeral.

5. El funeral de Anselmo Paredes

Aprende a observarte a ti mismo con la tranquilidad de un extraño.

Roberto Assagioli, Psicosíntesis: ser transpersonal

Anselmo Paredes había visto muchas veces los ataúdes de pino casi sin desbastar que solían acompañar hasta la tumba a los mineros fallecidos en Aldea Moret. Había porteado a hombros algunos de ellos, y de esos momentos trágicos conservaba el persistente recuerdo olfativo a resina moribunda y, en sus manos, el tacto áspero entre los nudos de la madera y el temor de que alguna imperceptible astilla, ocultamente, se le clavara bajo las uñas. Pero nunca tuvo una imagen tan nítida de esas cajas alargadas y estrechas hasta que vio la suya, con su propio cadáver dentro.

Al llegar a la casa, los subalternos, obreros y aprendices se quedaban en la calle. Salvo los amigos íntimos, los únicos hombres que se atrevían a traspasar el dintel del dolor para arder en la contemplación del cuerpo insepulto eran el director, los técnicos y algunos administrativos, obligados por razón de su cargo a aparentar que aquella desgracia se debía únicamente a los inescrutables designios de la Providencia; porfiaban en que la Unión Española de Explosivos no podía en modo alguno haberlo evitado, como a su juicio probaba el incuestionable hecho de que ni el mismo Dios hubiese podido impedir que el trabajador muriera electrocutado.