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© Círculo de Tiza

© Del texto: Alberto Moreno

© De la fotogafía del autor: Uxía da Vila

© De la ilustración: Fer Vallespín

Primera edición: abril 2022

Diseño de cubierta: Fer Vallespín

Corrección: Carmen Priego

Maquetación: María Torre Sarmiento

Impreso en España por Imprenta Kadmos, S. C. L.

ISBN: 978-84-124820-1-0

E-ISBN: 978-84-124820-2-7

Depósito legal: M-9550-2022

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.


A mi padre, a mi hijo


A mi madre, que nos une a todos

«¿Qué película estás viendo? Ah, la misma (El apartamento)».


Mi madre, en los noventa

«Cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir».

Paul Auster, Brooklyn Follies


«Dejad que os haga una pregunta.

¿Y si no hubiera un mañana? […].

Es lo mismo toda la vida: ¡limpia tu cuarto! ¡Ponte derecho! ¡Acéptalo como un hombre! ¡Sé amable con tu hermana! ¡Nunca mezcles vino con cerveza! Ah, sí... y... ¡no conduzcas por las vías del tren!».

Harold Ramis, Atrapado en el tiempo (1993)

Prólogo

Quizás vi Depredador demasiado pronto

El sentido de la maravilla de muchos de los cinéfilos que conozco se cimentó en Dumbo, Mary Poppins, El hombre que pudo reinar, Star Wars, Indiana Jones o Parque Jurásico, pero el mío despertó a los siete años con Depredador (John McTiernan, 1987) en unas circunstancias que los servicios sociales seguramente condenarían. Fue una noche de julio de finales de los ochenta en el cine de verano de Alcocéber (Castellón), donde pasé casi todos los veranos de mi primera década de vida. Después de una durísima jornada de playa y de una cena temprana, mi padre debió de pensar que aquel cartel del paseo marítimo que mostraba a un Schwarzenegger hipertrófico, camuflado y bien armado suponía justa recompensa para su abnegación de padre treintañero y compró entradas para toda la familia. El hecho de que la película fuera recomendada para mayores de dieciocho años solo le supuso una sugerencia orientativa, como el «consumir preferentemente» de las tapas de los yogures. Y entramos.

Rebasado el segundo acto de la película los desmembramientos llegaban a diez o doce, así que mi madre tomó la políticamente correctísima decisión de sacar del recinto a mi hermana pequeña, que no paraba de llorar. Si fue por empatía con los soldados caídos o porque aún no había cumplido cuatro años, nunca lo sabré. También yo tuve la oportunidad de salirme, y puede que hubiera sido lo más sensato. Entiendo que ver al actor Bill Duke afeitarse en seco con un maquinilla desechable detrás de unos matorrales a la espera de la bestia extraterrestre, quizás no era el equivalente al Disney Plus que mi hijo consume hoy ni a lo que eligen los recatados programadores en 2022, pero en aquella época «cine familiar» significaba literalmente «cualquier cosa que creamos que puede llenar este garaje tuneado con una sábana gigante y sillas metálicas y ves con toda la familia».

Tampoco reprocho en absoluto que mi padre permaneciera atento cuando la cosa se ponía sabrosa después de aguantar llantos y quejas y dictaduras de dos críos que le tenían secuestrada la adultez durante veintidós horas al día. Recuerdo los grillos aquella noche y también lo oscuro que estaba. Que las sillas hacían ruido contra el asfalto irregular al revolverte en ellas y que a las once de la noche siempre refrescaba. La cartografía del lugar ha cambiado, pero estoy muy seguro de que treinta y cuatro años después soy capaz de encontrar la baldosa concreta donde viví aquella experiencia iniciática con un margen de error insignificante.

Dicen que los veranos más felices de tu vida los pasas en la adolescencia, sin embargo, conviene no subestimar aquel julio del 88, donde se fundó mi amor por una sala apagada —o por el sol en aquel caso concreto— y por las imágenes provenientes de un proyector. No vengo aquí a hablar de la magia del cine, sino de la magia de mi familia y más concretamente de la de mi padre desaparecido, un cinéfilo que nunca fue y que me transmitió muchas pasiones sin él saberlo.

Depredador no fue la primera película que vi ni tampoco la primera que vi con él, pero sí la que prendió algo en mí que ya no se extinguiría jamás. Por ello, cada año desde que nació mi hijo he vuelto a esa playa solo o con él. La de Schwarzenegger fue una de las noventa y cuatro películas que vi con mi padre. El resto de las muchas miles que apuntaría después en mi cuaderno más querido son «Las películas que no vi con mi padre».