Quizás vi Depredador demasiado pronto
El sentido de la maravilla de muchos de los cinéfilos que conozco se cimentó en Dumbo, Mary Poppins, El hombre que pudo reinar, Star Wars, Indiana Jones o Parque Jurásico, pero el mío despertó a los siete años con Depredador (John McTiernan, 1987) en unas circunstancias que los servicios sociales seguramente condenarían. Fue una noche de julio de finales de los ochenta en el cine de verano de Alcocéber (Castellón), donde pasé casi todos los veranos de mi primera década de vida. Después de una durísima jornada de playa y de una cena temprana, mi padre debió de pensar que aquel cartel del paseo marítimo que mostraba a un Schwarzenegger hipertrófico, camuflado y bien armado suponía justa recompensa para su abnegación de padre treintañero y compró entradas para toda la familia. El hecho de que la película fuera recomendada para mayores de dieciocho años solo le supuso una sugerencia orientativa, como el «consumir preferentemente» de las tapas de los yogures. Y entramos.
Rebasado el segundo acto de la película los desmembramientos llegaban a diez o doce, así que mi madre tomó la políticamente correctísima decisión de sacar del recinto a mi hermana pequeña, que no paraba de llorar. Si fue por empatía con los soldados caídos o porque aún no había cumplido cuatro años, nunca lo sabré. También yo tuve la oportunidad de salirme, y puede que hubiera sido lo más sensato. Entiendo que ver al actor Bill Duke afeitarse en seco con un maquinilla desechable detrás de unos matorrales a la espera de la bestia extraterrestre, quizás no era el equivalente al Disney Plus que mi hijo consume hoy ni a lo que eligen los recatados programadores en 2022, pero en aquella época «cine familiar» significaba literalmente «cualquier cosa que creamos que puede llenar este garaje tuneado con una sábana gigante y sillas metálicas y ves con toda la familia».
Tampoco reprocho en absoluto que mi padre permaneciera atento cuando la cosa se ponía sabrosa después de aguantar llantos y quejas y dictaduras de dos críos que le tenían secuestrada la adultez durante veintidós horas al día. Recuerdo los grillos aquella noche y también lo oscuro que estaba. Que las sillas hacían ruido contra el asfalto irregular al revolverte en ellas y que a las once de la noche siempre refrescaba. La cartografía del lugar ha cambiado, pero estoy muy seguro de que treinta y cuatro años después soy capaz de encontrar la baldosa concreta donde viví aquella experiencia iniciática con un margen de error insignificante.
Dicen que los veranos más felices de tu vida los pasas en la adolescencia, sin embargo, conviene no subestimar aquel julio del 88, donde se fundó mi amor por una sala apagada —o por el sol en aquel caso concreto— y por las imágenes provenientes de un proyector. No vengo aquí a hablar de la magia del cine, sino de la magia de mi familia y más concretamente de la de mi padre desaparecido, un cinéfilo que nunca fue y que me transmitió muchas pasiones sin él saberlo.
Depredador no fue la primera película que vi ni tampoco la primera que vi con él, pero sí la que prendió algo en mí que ya no se extinguiría jamás. Por ello, cada año desde que nació mi hijo he vuelto a esa playa solo o con él. La de Schwarzenegger fue una de las noventa y cuatro películas que vi con mi padre. El resto de las muchas miles que apuntaría después en mi cuaderno más querido son «Las películas que no vi con mi padre».