BREVE HISTORIA DEL GÓTICO

BREVE HISTORIA DEL GÓTICO

Carlos Javier Taranilla de la Varga

Colección: Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título: Breve historia del Gótico

Autor: © Carlos Javier Taranilla de la Varga

Copyright de la presente edición: © 2017 Ediciones Nowtilus, S.L.

Doña Juana I de Castilla, 44, 3º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Fachada principal de la catedral de León.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital: 978-84-9967-837-5

Fecha de edición: Febrero 2017

Depósito legal: M-296-2017

Presentación

Siempre que me encuentro con un libro que se titula Breve historia de… viene a mi memoria y a mis manos un pequeño opúsculo divulgativo del profesor y académico Fernando Chueca Goitia titulado Breve historia del urbanismo, que, aparte de un texto de sencilla y amena lectura, acompañaba a este con unos preciosos dibujos explicativos que hacían más comprensibles todavía sus sabias explicaciones.

Este librito que compré cuando empezaba a estudiar arquitectura me ha acompañado en mis sucesivos domicilios y estudios y todavía forma parte de esa colección de objetos y fetiches imprescindibles que nos acompañan a lo largo de toda la vida.

Por eso no podían faltar mis palabras de apoyo y reconocimiento al profesor Carlos Javier Taranilla de la Varga, que tuvo la bondad de enviarme para mi conocimiento y disfrute una Breve historia del Románico, que utiliza como reclamo en su portada la iglesia de San Martín de Frómista y me recordó de inmediato el citado librito de Chueca Goitia.

En su afán divulgativo ha emprendido la loable tarea de escribir una Breve historia del Gótico, otra encomiable y ciclópea empresa por lo difícil que resulta investigar, seleccionar, resumir y aclarar el relato, de tal manera que lo principal sobrenade sobre lo accesorio y que la amenidad destaque sobre la erudición.

Disfruté mucho haciendo las series de televisión Las claves del Románico y La luz y el misterio de las catedrales, aunque sufrí mucho también organizando rutas y descartando monumentos y paisajes. Pero valió la pena hacerlo porque llevar a muchos hogares tanta belleza olvidada, tanto monumento desconocido, tanto pueblo en trance de extinción, tanta memoria a punto de perderse, es una imperiosa obligación no sólo de las instituciones, sino también de las entidades culturales y de los eruditos, investigadores y divulgadores. Por eso escribo estas palabras en recuerdo de mi maestro el académico Fernando Chueca Goitia y de apoyo, felicitación y agradecimiento al profesor Carlos Javier Taranilla de la Varga por sus deliciosos trabajos.

José María Pérez, Peridis

Director de la Enciclopedia del Románico de la Península Ibérica

Introducción

EUROPA DURANTE LA BAJA EDAD MEDIA

La denominación de Edad Media, Medievo o Medioevo la utilizó por primera vez en 1469 Giovanni Andrea, obispo de Aleria (Córcega), con el término Media Tempestas en sentido despectivo, puesto que se consideraba un tiempo oscuro en medio de dos etapas de gran valor cultural: la época clásica y el Renacimiento. En 1518 se mencionó como Media Aetas y en 1604 se empleó la expresión Medium Aevum. El término quedó definitivamente fijado en la escuela protestante alemana del siglo XVII con Christoph Keller (1688), profesor de la Universidad de Halle, a través de la voz Mittelalter.

Desde el punto de vista cronológico, tradicionalmente se viene admitiendo que la Edad Media se extiende desde el año 476, en el que se produjo la caída de Roma en poder de los bárbaros, hasta 1453, cuando los turcos otomanos conquistaron Constantinopla. No obstante, se admiten también otras fechas tanto para su principio como para su término. El inicio podría establecerse en el año 395, cuando el emperador Teodosio, a su muerte, dejó dividido el Imperio romano, que ya era ingobernable desde la Ciudad Eterna, en dos: Oriente y Occidente. Para España, se considera que la Edad Media comenzó con la invasión musulmana (711). Respecto a su final, además de la ya citada, se dan diversas fechas:

En conclusión, la Edad Media constituye un largo período que abarca alrededor de mil años, desde fines del siglo V hasta mediados o finales del XV e incluso principios del XVI que grosso modo comprendería dos grandes fases: Alta y Baja Edad Media, esta llamada así en el sentido de reciente por oposición a la Alta, del alemán alt (‘viejo’, ‘antiguo’), es decir, la más lejana a nuestro tiempo. No obstante, algunos historiadores actuales prefieren subdividir tan largo período de tiempo en las siguientes cuatro etapas:

  1. Siglos V-VI al VII: época de transición de la Antigüedad al Medievo.
  2. Siglos VIII al X: Alta Edad Media, en la que destacaron los Imperios carolingio y otoniano en el mundo cristiano y se produjo la entrada del islam en escena.
  3. Siglos XI al XIII: Plena Edad Media, en la que se inició el primer resurgimiento de la vida urbana al calor, principalmente, de las rutas de peregrinación.
  4. Siglos XIV y XV: Baja Edad Media, cuando, a pesar de las crisis políticas, sociales y religiosas, la modernización de Europa se desarrolló imparable y, a su final, se produjo el descubrimiento de nuevas tierras, mares y océanos.

Después de la inestabilidad que sufrió Europa a partir de la caída del Imperio romano y el paulatino asentamiento de los pueblos bárbaros por toda su geografía, con el consiguiente descenso del volumen de actividad económica asociada a las crisis demográficas causadas por la falta de alimentos, las enfermedades y las frecuentes guerras y devastaciones, la tranquilidad relativa reinante a partir del siglo XI, detenidas las nuevas oleadas invasoras –sarracenos, magiares, vikingos y eslavos–, abrió otro panorama sobre el castigado continente.

A pesar del predominio de la actividad agraria, comenzó a desarrollarse, primero tímidamente, con ímpetu enseguida, un trasiego comercial que fue determinante en el resurgir de la vida urbana. Durante el siglo XIII –siglo príncipe de la Baja Edad Media– se produjo un espectacular desarrollo de las ciudades promovido por una próspera y activa clase social nueva, la burguesía, apoyada por los monarcas, quienes veían en ella la mejor aliada para deshacerse de la tiranía feudal que les había mediatizado durante los siglos anteriores, conscientes los nobles de que estaban ante monarcas Dei gratias (‘por la gracia de Dios’), pero débiles a causa de la falta de recursos para entrar en el mercado de los mercenarios, necesarios en la formación de un ejército potente para lograr imponerse.

La Europa de fines del Medievo se caracterizó por la unión política no sólo dentro del propio Estado al someter a los poderes feudales, sino también a nivel internacional a base de enlaces matrimoniales entre reyes o herederos de las diversas monarquías. En unos casos, cada reino conservó sus peculiaridades; en otros, fue el Estado más fuerte el que impuso sus instituciones a los demás. Entre los primeros pueden citarse, por ejemplo, la unión entre Flandes y Borgoña y la Unión de Kalmar (que englobaba a los tres países escandinavos), así como en España la Corona de Aragón (Aragón, Cataluña y Valencia); uniones que fueron posibles al tratarse de reinos con un potencial demográfico y una extensión territorial más o menos similares. Entre los segundos ejemplos se halla el Reino de Francia, que absorbió primero la Provenza y, posteriormente, los ducados de Anjou y Bretaña. Dentro de la península ibérica esta función la ejerció el Reino de Castilla, superior tanto demográfica como territorialmente a los demás, si bien no pudo evitar la fuga de Portugal.

No obstante, a pesar de este triunfo aparente del centralismo monárquico, los reyes no tuvieron más remedio que tolerar la existencia de organismos que mermaban su autoridad: Cortes, Parlamentos, Concejos Municipales, etc. La creación de un ejército permanente les hizo caer en manos de prestamistas que les tuvieron al borde del colapso, por lo que se llegaron a producir, concretamente en España, ya en el siglo XVI, por poner un ejemplo, hasta cuatro bancarrotas durante el reinado de Felipe II, así y todo, el rey Prudente.

Coincide también el citado siglo de esplendor ciudadano (s. XIII) con el desarrollo de la actividad comercial, el fortalecimiento de la autoridad pontificia frente a los concilios y el auge de las universidades y los grandes centros urbanos de enseñanza, en los que se intentaban conjugar los razonamientos clásicos aristotélicos con los planteamientos teológicos y los ideales cristianos.

En este sentido, conseguir el máximo florecimiento de los burgos correría a cargo del poder religioso (el obispo) y del económico (los burgueses), quienes, si bien con objetivos diferentes, coincidían en el mayor de ellos: que su ciudad destacara por encima de las demás. La construcción de una catedral majestuosa iba a ser el mejor medio para lograrlo.

Como a toda calma siempre sucede la tempestad, el trágico siglo XIV, partido en su mitad por la desoladora epidemia de peste bubónica –la peste negra– que, a partir de 1348, se propagó desde Oriente a Occidente por prácticamente todo el continente en sucesivas oleadas de muerte, supuso un parón en las actividades mercantiles. Pero, enterrados los cadáveres, purificadas al fuego las casas y plazas de las ciudades y hecha la selección natural, la vida urbana resurgió, si se quiere, con mayor ímpetu, y comenzaron a desarrollarse el capitalismo comercial como sistema económico y los Estados nacionales como sistema político. En estos últimos, la autoridad de los monarcas se fue afianzando paulatinamente con el absolutismo como sistema de gobierno frente a la organización feudal, cuya época de auge cuando el mundo fue sólo rural había pasado a la historia.

El vigoroso siglo XV, que merced a los descubrimientos geográficos sacaría a los europeos de sus cortos límites, a pesar de sufrir la entrada de los turcos otomanos tras la caída en su poder de Constantinopla (1453), acabó abriendo las rutas de la mar Océana, y otro Nuevo Mundo se hizo posible.

También Europa se desdobló: unos países, encabezados por Italia, dejaron atrás el Medievo y se adentraron en el primer Renacimiento. Otros, como España, mediatizados por la fuerte influencia de la religión en la vida social y política, caminarían nada menos que con un siglo de retraso.

En el terreno artístico, hoy se considera que el tránsito al Renacimiento se operó paulatinamente entre los años 1400 y 1600, en lugar de producirse un cambio radical en torno a 1500:

Iniciamos, pues, en las páginas que siguen un denso peregrinar por los últimos siglos de la Edad Media, que forjaron el nacimiento del mundo moderno.

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El principio del fin de los tiempos medievales (ss. XII-XIII)

LA EXPANSIÓN URBANA. LOS BURGOS: TODOS SOMOS LIBRES

Durante el siglo XII se produjo un aumento de la superficie cultivada gracias a varios factores, entre ellos, la roturación de nuevas parcelas, innovaciones técnicas como el arado normando (con reja de hierro, ruedas y vertedera, que permitía remover y voltear la tierra), utensilios de hierro (podaderas, sierras, hoces y guadañas), molinos de agua y viento, el empleo del caballo en las tareas agrícolas, el herraje de los animales de labranza o el yugo para uncir los bueyes. Además, la implantación del sistema de rotación trienal de los cultivos, que consistía en dejar cada año un tercio de las parcelas en barbecho para que recuperaran su fertilidad mientras en el resto se alternaban el cultivo del cereal de invierno y el de primavera –con lo que se obtenían dos cosechas anuales–, y varias temporadas de bonanza reportaron un excedente alimentario. Esto, unido al rechazo de las invasiones de los nuevos bárbaros –sarracenos, húngaros o magiares, normandos o vikingos y eslavos–, permitió una notable expansión demográfica (Europa pasó de 45 a 70 millones de habitantes), que ocasionó un aumento de población sobre todo en las ciudades, las cuales se convirtieron en centros de producción e intercambio de bienes, cuyas actividades principales eran el comercio y la artesanía.

En el extrarradio urbano los campesinos combinaban la explotación agrícola con la ganadera, y tenían en los habitantes de la urbe adquirentes de primera mano a través de los mercados diarios o semanales, en los que bullía la vida interna de la ciudad, cuyos tentáculos abrazaban a todos los que venían a ella. Así, los artesanos fabricaban paños, calzado, cerámica, útiles y aperos de labranza, que los labriegos adquirían por la vieja fórmula del trueque, la mayoría de las veces a cambio de trigo, carne, legumbres o vino. Aumentaron también la cosecha de frutas y verduras, las plantas industriales (lino, esparto) y la producción de miel.

Así pues, las ciudades se convirtieron en modernos núcleos donde la vida social y económica se desarrolló con un auge desconocido desde los mejores tiempos del Imperio romano. Sus habitantes, los burgueses, no tardarían en ser, con el apoyo real, uno de los principales protagonistas de los cambios políticos hacia el Estado moderno.

Comunas y ayuntamientos: el poder de la burguesía

Durante los siglos altomedievales la monarquía había tenido escaso poder, ya que sus territorios estaban dominados por los señores feudales, quienes también impartían justicia. Pero, a partir del siglo XII, aprovechando el auge de la burguesía urbana al calor del crecimiento económico que se estaba produciendo, los monarcas comenzaron a imponer su autoridad sobre la nobleza feudal con el fin de dar estabilidad y unidad a sus reinos.

Por ello, otorgaron a los habitantes de las ciudades cartas de privilegios, fueros, cartas comunales o de franquicias que les liberaban de los poderes feudales. Con el tiempo, el término ciudadano, ‘habitante de la ciudad’ (que goza de derechos y libertades), se opuso al de súbdito, que significa ‘sometido’ a la autoridad de un señor. Por eso, en los países democráticos actuales se llama ciudadanos a sus habitantes.

Asimismo, los monarcas les concedieron monopolios comerciales tanto en el interior de los burgos como a lo largo de todo el territorio del reino, lo que favoreció la creación de mercados y ferias urbanas.

Los reyes contribuyeron a atraer población también hacia las zonas fronterizas, que estaban prácticamente despobladas por su especial peligro, a través de las Cartas Puebla, documento por el que se otorgaba a los repobladores derechos favorables tanto respecto a la explotación de la tierra como al gobierno de los núcleos urbanos, en los cuales existía un representante o delegado del monarca encargado de velar por el cumplimiento de las decisiones reales.

A cambio de estas concesiones, los burgueses se comprometieron a prestar su apoyo económico y financiero a la Corona, con el fin de que esta pudiera formar un potente ejército –compuesto sobre todo por mercenarios, profesionales de la guerra– con el que hacer frente a las luchas que mantenían frecuentemente con los señores feudales (los señores de la guerra de aquel entonces).

Todas estas facilidades forjaron una simbiosis entre monarcas y burgueses, quienes necesitaban libertad total para emprender negocios, además de la seguridad imprescindible para desarrollar su actividad económica tanto a lo largo de las rutas marítimas como tierra adentro.

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Vista panorámica de Venecia desde el Gran Canal, una de las ciudades europeas más importantes de la Baja Edad Media, poblada en aquel tiempo por doscientas mil almas. Foto: Alfredo Galindo

Las principales ciudades europeas se hallaban en Italia: Florencia y Génova (en torno a 500.000 habitantes), Milán y Venecia (200.000); muy por debajo, Brujas, Gante, Londres (50.000), Barcelona (35.000). En general, todas contaban con características comunes: un trazado urbano falto de orden; un perímetro rodeado de una muralla cuyas puertas se cerraban por la noche; calles que carecían casi siempre de alcantarillado (al contrario que las antiguas ciudades romanas), estrechas y sinuosas debido al escaso tráfico, que no hacía necesarias vías anchas; la plaza, donde se ubicaban el edificio del Ayuntamiento, los palacios nobiliarios y se celebraba el mercado, suponía el centro de la vida ciudadana, que a partir de la erección de las majestuosas catedrales cedió el protagonismo en favor de estas, el mejor emblema de la urbe, en la cual comenzaron a edificarse también conventos, es decir, comunidades masculinas y femeninas de religiosos que, a diferencia de los monasterios, no se hallaban en el campo.

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Placa conmemorativa en la Plaza de las Cortes Leonesas de la ciudad de León, con el reconocimiento a esta por parte de la Unesco en 2013 como Cuna del Parlamentarismo mundial. Foto del autor

Otra de las aspiraciones principales de los burgueses era conseguir el autogobierno a través de la elaboración de leyes propias, así como participar por medio de sus representantes en las Cortes que convocaba el rey, casi siempre con el fin de solicitar subsidios o fondos para sostener las frecuentes guerras.

Fue en 1188 cuando Alfonso IX, rey de León, convocó, por primera vez en la historia, a los tres estados (nobleza, clero y pueblo llano) a la Curia Regia, y así convirtió a la ciudad de León en Cuna del Parlamentarismo –origen del sistema representativo actual–, como reconoció la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en su declaración de junio de 2013.

En las ciudades, el poder municipal estaba, en principio, a cargo de las comunas o ayuntamientos, asambleas de todos los habitantes de la urbe, algunas de las cuales llegaron a tener tanto poder que terminaron declarándose independientes, como ocurrió en las repúblicas italianas de Florencia, Venecia o Génova, las cuales contaron con una organización similar a las antiguas polis o ciudades-estado griegas. Posteriormente, se crearon diversas instituciones encargadas de los asuntos municipales:

En el edificio del Ayuntamiento se custodiaban los fondos públicos, el estandarte y los documentos de la ciudad.

Con el paso del tiempo, las familias más pudientes (ricos mercaderes, banqueros) monopolizaron el poder municipal, lo que dio lugar al nacimiento de una nueva clase social que se denominó patriciado urbano, una oligarquía que mantuvo frecuentes enfrentamientos con las masas populares. Así estallaron distintas revueltas, como la de Flandes, concretamente en Gante (1238), capitaneada por Jacob van Artevelde, quien pretendía dar el poder político al gremio de los tejedores, el más importante de la ciudad. Se produjeron también sublevaciones en Italia, especialmente en Roma y Florencia, encabezadas la primera por un tal Cola di Rienzo y la segunda por Ciompi. En España la principal rebelión tuvo lugar en Barcelona (1285), dirigida por Bernardo de Oller, que estableció el caldo de cultivo de los enfrentamientos entre la Busca y la Biga, de los que hablaremos en otro capítulo del libro.

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Rollo o picota de justicia en Villalón de Campos (Valladolid), símbolo del poder jurisdiccional. De estructura piramidal, un elegante pináculo florido remata sus tres cuerpos profusamente decorados. Foto del autor

En general, estas revueltas populares, a las que les faltó conexión con los movimientos campesinos coetáneos, no tuvieron un carácter espontáneo, sino que estaban sustentadas por un ideólogo que las defendía en las asambleas populares de las plazas de la ciudad. Sus objetivos eran muy precisos:

Las rebeliones del proletariado urbano terminaron haciendo desaparecer el patriciado, que fue sustituido por el corregidor o representante del rey, lo que significó el final de la autonomía ciudadana en gran parte de Europa, excepto en Venecia, el área de la Hansa y el norte de España.

Los gremios de artesanos: en cada calle, un oficio

Los artesanos –panaderos, zapateros, peleteros, curtidores, tintoreros, herreros, ceramistas, tejedores, sastres– se agruparon primero en cofradías puestas bajo la advocación de su santo patrono o de la Virgen. Posteriormente se asociaron en gremios repartidos por las diferentes calles de la urbe, que tomaban el nombre de su oficio, lo que ha perdurado hasta la actualidad. Tuvieron su antecedente en el mundo romano, donde existieron agrupaciones profesionales denominadas collegia, y más adelante en las cofradías o asociaciones de trabajadores, surgidas en el siglo X con fines religiosos y caritativos, entre las que destacaban las gildas, compuestas también por mercaderes.

Trabajaban en su propia vivienda-taller, cuya planta baja se destinaba a tienda. En el exterior, colgando encima de la entrada –a modo de los letreros de escaparate actuales–, se exponía el símbolo del oficio para que sirviera de información y reclamo a un pueblo analfabeto.

Cada gremio tenía reguladas las normas relacionadas con la calidad y el precio de sus productos, así como la duración de la jornada laboral (regida por el toque de campana tanto al inicio como al final) y el deber de utilizar el mismo tipo de herramientas. Era imposible ejercer un oficio sin pertenecer al gremio correspondiente; el objetivo fundamental era la defensa de los intereses de sus miembros, así como la distribución equitativa de la materia prima. Además, existía una marca de corporación que garantizaba la calidad; se cuidó mucho la obra bien hecha.

La ciudad medieval era un espectáculo:

Este hace yelmos y este lorigas,

este correas y este espuelas,

y este bruñe la espadas.

Este enfurte paños y este teje,

este los peina y este los tunde.

Unos plata y oro funden.

Este hace ricas y bellas obras,

copas, vasos grandes y escudillas,

y joyas con esmaltes.

Parzival

Wolfran von Eschenbach, s. XIII

Cada oficio estaba dirigido por los jurados o síndicos, elegidos para un período de uno o dos años. Cuidaban de que se cumpliera el reglamento, inspeccionaban los talleres y eran el enlace entre los poderes públicos y los gremios. Estos cumplían una función similar a la seguridad social: atender a los enfermos, las viudas, los huérfanos, etc., y llegaron a contar con hospital propio.

Los miembros de un taller estaban clasificados en tres categorías:

Esta organización terminó por adquirir un carácter rígido y los maestros se convirtieron en una casta cerrada, accesible sólo por linaje, por lo que surgieron conflictos con los oficiales, que se sentían desplazados.

La moneda y la banca: el dinero, un bien fungible

El gran desarrollo que se produjo en la actividad mercantil, en la que al principio el trueque, la confianza en la palabra dada y el prestigio del comerciante constituían el único aval, hizo necesario, a medida que crecía el volumen de las operaciones económicas, el establecimiento de un sistema de crédito para la compra-venta a plazos. Así surgió la letra de cambio, mediante la cual el vendedor podía cobrar el importe de la transacción en un lugar distinto, incluso lejano, al punto de entrega de la mercancía a través de un documento en el que el adquirente reconocía la deuda contraída y se comprometía a saldarla en un plazo de tiempo determinado.

Ello trajo consigo la aparición de los banqueros en el siglo XIII; su antecedente fueron los primeros cambistas, cuyo cometido principal era el de garantizar el valor de las monedas de los diferentes reinos para proceder al cambio de las mismas.

Tanto algunos nobles como eclesiásticos habían venido acuñando moneda –el cuño era el sello que garantizaba su ley: la proporción de oro o plata que contenía–, como la abadía de San Martín de Tours, de donde procedía el dinero que se llamó tornés. En Francia, los Capetos continuaron con la acuñación de monedas de tipo carolingio. En Génova, en 1252, se acuñó el genovino; en Florencia, el florín; y, en Venecia, en 1284, el ducado. En España, el primer rey de Castilla que acuñó moneda fue Alfonso VI inmediatamente después de la conquista de Toledo (1085): el dírham árabe de plata, o mejor dicho, de vellón debido a la escasa cantidad de metal noble que contenía; al poco, en 1088, se realizaron acuñaciones de vellón cristiano con un treinta por ciento de plata. También en Navarra, Aragón y Cataluña circularon diferentes monedas. Gracias a ello, el dinero, un bien fungible porque se consume con el uso, comenzó a utilizarse para la recaudación de impuestos, sustituyendo a los pagos en especie, tanto por los señores feudales como por los reyes.

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Florencia, una de las repúblicas italianas que se declararon independientes. Torre campanario o campanile del duomo de Santa María de las Flores, realizado por Giotto di Bondone, también pintor, y continuado por Francesco Talenti, quien lo elevó en disminución a medida que ascienden los pisos hasta los 82 metros.

De esta manera, empezaron a formarse las grandes fortunas monetarias, es decir, aquellas que basan la riqueza en la posesión de dinero en metálico, mientras que hasta entonces el poder económico había consistido en la propiedad de la tierra. Asimismo, los siervos, obligados a prestaciones personales al servicio de sus señores, pudieron optar por el pago en metálico, con lo que paulatinamente se fueron asimilando a arrendatarios que trabajaban las tierras ajenas a cambio del abono de una renta.

Surgieron desde Italia los sistemas comerciales, como la contabilidad de las empresas y la firma o razón social, que establece la distinción entre el capital de la compañía y el patrimonio de los socios que la constituyen, es decir, lo que hoy se conoce como sociedad anónima.

La principal función de los banqueros, que pronto se dedicaron al préstamo, consistía en la cesión temporal de dinero a cambio de unos intereses determinados (30-40 %), que constituían su beneficio. Por la costumbre de realizar las operaciones siempre en el mismo lugar, generalmente un banco de la plaza pública, la denominación actual de las oficinas –bancos– procede de entonces, al igual que el término bancarrota, que hoy día se emplea para designar la quiebra de una entidad, ya que en aquel tiempo, cuando alguno se arruinaba, rompía públicamente el banco o asiento donde realizaba las operaciones habituales.

Se trataba de personas mal vistas, tenidas por usureras porque los préstamos que concedían llevaban aparejados intereses abusivos. El historiador Luis Suárez las describe así:

Proporcionaban préstamos a cambio de elevados intereses o solicitando una prenda (objetos personales, ropa…) que era devuelta a su propietario si este pagaba el préstamo. Los campesinos se veían obligados a recurrir a ellos para comprar herramientas, pagar otras deudas o conseguir su libertad del señor feudal […]. Los prestamistas fueron conocidos genéricamente como usureros; las leyendas y los rumores les convirtieron en culpables de todos los males que aquejaban a la población, sobre todo en tiempos de crisis económica.

Historia social y económica

de la Edad Media europea

Como es bien sabido, la peor fama la llevaron los judíos, quienes ejercieron usualmente esta actividad, con lo que la aversión y también el odio que la población sentía hacia ellos –se les acusaba de deicidas por la muerte de Jesucristo– no hizo más que acrecentarse.

La Iglesia tuvo a los prestamistas por grandes pecadores, ya que ejercer la usura era uno de los delitos más graves que se podían cometer contra el prójimo, faltando pues al segundo de los mandamientos que, como dijo Cristo, resumen las Tablas de la Ley: «amarle como a uno mismo».

Los banqueros más famosos estaban en ciudades italianas, particularmente en Génova y Florencia, donde bullía la actividad financiera en manos de las familias nobles, lo cual constituía una excepción, ya que, en general, la nobleza se hallaba ausente de las transacciones financieras, puesto que basaba su riqueza en la tierra; por ello, las finanzas fueron una actividad propia de los burgueses, quienes lograron enriquecerse de esta manera.

La circulación de dinero fue teniendo un papel determinante en el consumo de productos orientales de lujo, en lo cual repercutió el refinamiento de la vida ciudadana y las clases burguesas acomodadas frente a la rudeza en los usos de la nobleza feudal.

Las primeras universidades: el saber urbano

El antecedente directo de las Universitas o ‘corporaciones’ de maestros y estudiantes estuvo en las escuelas episcopales anejas a las catedrales que, a partir de mediados del siglo XII, fueron adquiriendo su propia autonomía e idiosincrasia, ligadas a las transformaciones sociales, económicas y culturales que se produjeron al inicio de la Baja Edad Media e incluso desde fines del siglo XI, cuando se dio un renacimiento urbano apoyado en el incipiente crecimiento económico. Este desarrollo tuvo una gran repercusión en el aspecto cultural, junto con los frecuentes contactos con Oriente, la tradición clásica en Italia y la influencia islámica en la península ibérica.

La universidad formaba parte del mundo urbano, constituía un gremio más entre los muchos en los que se integraban los habitantes de la ciudad y, como ellos, reclamaba sus propios fueros al estar sometida a la autoridad de la Iglesia, del rey y del municipio o comuna. Respecto a la primera, en ella tuvo su origen, como decíamos al principio, y además hay que tener en cuenta que todos los profesores eran religiosos. Así las cosas, el administrador principal de la universidad era el obispo, quien nombraba un representante o canciller encargado del gobierno interno, con la facultad de habilitar a los docentes para ejercer la profesión, si bien con el tiempo esta prerrogativa episcopal terminó por desaparecer.

Alcanzó así la universidad su primer triunfo en el terreno de la autonomía jurisdiccional, al que se unió el monopolio en la concesión de grados, se lograron también los derechos de huelga y secesión, como ocurrió con las de París y Oxford, desgajadas respectivamente de Orleans y Cambridge. Fue entonces cuando también nacieron los escudos como un símbolo más de libertad y surgieron los estatutos para los universitarios, donde se definían los programas de estudios, el calendario escolar, los exámenes, etcétera.

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El Trinity College de Cambridge, sede de una de las primeras universidades europeas, de la cual se terminó segregando la que desde entonces se convirtió en su eterna rival: Oxford.

Toleradas y favorecidas por los monarcas, puesto que vieron en ellas una cantera de profesionales preparados para el asesoramiento en las tareas de gobierno de cara a su emancipación del poder feudal, los gobiernos locales entraron frecuentemente en conflicto con ellas por las peculiares costumbres de los estudiantes, en buena parte dados a la vida licenciosa. Residían en barrios propios, como el Barrio Latino de París, donde alquilaban el alojamiento hasta que tuvo lugar la creación de internados como el de la Sorbona. Estas residencias, en algunos países como Inglaterra, se convirtieron en centros de estudios autónomos dentro de la propia universidad. En otros, como Alemania, fue muy común el estudiante-mendigo, que pedía limosna para sobrevivir y continuar su formación de una universidad a otra.

La extensión en el tiempo de los estudios era prolongada. Se ingresaba en la universidad hacia los quince o dieciséis años para alcanzar el título de Bachiller al cabo de los primeros cuatro cursos, que abría la puerta a la licenciatura o permiso para ejercer la docencia y, posteriormente, realizar el doctorado (el cual no podía finalizarse hasta bien entrados los treinta e incluso los treinta y cinco años, según estipulaciones de universidades como la de París). Ello convertía los estudios en una empresa costosa que sólo los hijos de familias acomodadas –fundamentalmente la burguesía, pues los nobles preferían el ejercicio de las armas– podían emprender, con lo que la enseñanza quedó en manos de una élite.

En cada universidad existían cinco facultades: Artes, Teología, Medicina y Derecho (Canónico y Civil). Las principales universidades europeas fueron Bolonia (1088, especializada en Derecho), París (1174), Cambridge (1209), Padua (1222, sucesora de Bolonia), Toulouse (1229, que destacó en Teología) y Oxford (1231). En la península ibérica sobresalieron las de Salamanca (1220) y Coímbra (1288). En la primera se desarrolló la Escolástica, cuyo razonamiento atraviesa cuatro etapas: lectio, questio, disputatio y determinatio, es decir, se comienza por la lectura de un texto que plantea una cuestión a debatir y se finaliza con una conclusión. La universidad salmantina era una de las mejor preparadas en cuanto a su organización: contaba con su patrimonio, fueros, jueces, alguaciles, cárceles, y su propia estructura jerárquica: rector, decanos, consiliarios, libreros y bedeles.

Si en las escuelas catedralicias la Biblia había sido el texto fundamental, que se estudiaba a través de su lectio, comentatio y meditatio (lectura, comentario y meditación), en las universidades las Sagradas Escrituras sólo tuvieron un papel esencial en la Facultad de Teología, mientras en las restantes quedaron relegadas y los libros ocuparon ese puesto; los más estudiados fueron: en Derecho Canónico, el Decreto, de Graciano; en Derecho Civil, el Pandectas; en Medicina, los textos de Hipócrates y Galeno.

Un fenómeno importante fue la recuperación de la cultura y los valores clásicos, lo que se manifestó en dos sentidos: el conocimiento del Derecho de Justiniano (s. VI) y de Aristóteles (s. IV a. C.), en el que destacaron los estudiantes musulmanes y la Universidad de Bolonia.

LAS GRANDES RUTAS COMERCIALES: EL CASO ES VENDER

Los primeros comerciantes fueron personas ambulantes, buhoneros, que iban de ciudad en ciudad, de un burgo a otro, con sus mercancías cargadas en carromatos y viajando en grupo para protegerse de los abundantes salteadores de caminos.

En los núcleos urbanos bien situados que contaban con cierta tradición económica se celebraban ferias una o varias veces al año –muchas de las cuales se han mantenido hasta hoy–, a las que acudían comerciantes de otras ciudades e incluso de distintos países, generalmente en una plaza, o bien una calle transitada. Duraban entre cuatro y seis semanas, y tuvieron su apogeo en los siglos XII y XIII.

Estos acontecimientos contaban con la protección de reyes y señores feudales porque proporcionaban pingües ingresos a través de los impuestos. Tuvieron su precedente, aparte de los mercados ciudadanos, en la feria de Saint-Denis (s. X) de París, la de Gante en Flandes y las de Champaña en el nordeste de Francia, en el eje que va hasta Italia. Su época de auge estuvo entre 1180 y 1250. Para los asistentes se concedían exenciones y salvoconductos. Entre las más importantes del país galo estuvieron también las de Troyes, Lagny, Provins y París, que junto con las de Brujas y Ámsterdam congregaban a comerciantes flamencos, alemanes e italianos ofreciendo todo tipo de productos: tejidos, pieles, tintes, especias, perfumes, etcétera.

En la península ibérica destacaron las de Medina del Campo, en Castilla, especializada en el comercio de pieles y lana. Los territorios de la Corona de Aragón, por su posición marítima en la fachada mediterránea, practicaron un floreciente comercio incluso con Oriente, de donde empezaron a importar especias, perfumes y productos de lujo.

Existían tres tipos de rutas: terrestre, fluvial y marítima. Para desplazarse por la primera se utilizaron las viejas calzadas romanas un tanto reparadas; los vehículos principales eran las carretas de cuatro ruedas junto con los animales de carga en los pasos alpinos. En la navegación de los ríos se instauraron los denominados derechos de barcaje, impuestos que encarecían las mercancías. Los caminos del mar presentaban numerosos peligros, por lo que la navegación solía ser de cabotaje, es decir, sin perder de vista la línea de costa.

El comercio marítimo se vio muy favorecido en toda Europa por los avances en el arte de la navegación, fundamentalmente el empleo del astrolabio y la brújula desde el siglo XIII, así como nuevos tipos de navíos: la coca, que permitía una velocidad superior a los quince nudos, y la carraca, que surcó la aguas del Mediterráneo desde el siglo XIV y era capaz de transportar mercancías pesadas y de aumentar la velocidad con su triple velamen.

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Vista de Amberes, ciudad de una intensa actividad comercial. Se impone su impresionante catedral del siglo XV, y en ella, su torre, la de mayor altura (123 m) entre las flamencas.

Las principales zonas comerciales europeas fueron las siguientes:

Durante los siglos XIV y XV el comercio entró en declive debido a las crisis sociales provocadas por las hambrunas y la epidemia de peste negra. No obstante, se produjo un desarrollo de las técnicas comerciales (la moneda, la letra de cambio y las compañías mercantiles). La actividad de Italia con Oriente se ralentizó tras la toma de Constantinopla, mientras cobró auge en Inglaterra y surgió un nuevo eje comercial que abriría las puertas hacia el Atlántico para desembocar en el descubrimiento de América.

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Puerta de Holsten vista desde el interior de la hanseática ciudad de Lübeck, en una panorámica de principios del siglo XX. Construida en 1478 en ladrillo visto, al estilo del gótico Vístula, está flanqueada por dos grandes torres circulares rematadas por gigantescos chapiteles cónicos.