Esperando no se sabe qué.
Sobre el oficio de Profesor

Esperando no se sabe qué.
Sobre el oficio de Profesor

Jorge Larrosa

ACERCA DEL AUTOR

Jorge Larrosa (Valderrobres, Teruel, 1958) es profesor de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona. Ha dictado cursos en diversas universidades europeas y latinoamericanas. Sus escritos, de clara vocación ensayística, se sitúan en un terreno fronterizo entre la filosofía, la literatura y la educación. Ha trabajado con artistas de las artes escénicas y de las artes plásticas, y con todo tipo de mediadores culturales.

Sus libros han sido publicados en España, Brasil, Colombia, México, Venezuela y Francia. Entre ellos destacan: La experiencia de la lectura (1996), Pedagogía Profana (2000), Estudiar/Estudar (2003), Entre las lenguas (2003), Tremores. Escritos sobre experiência (2014), Elogio de la escuela (2017). Con Carlos Skliar: Habitantes de Babel. Poéticas y políticas de la diferencia (2001), Entre Pedagogía y literatura (2005), Experiencia y alteridad en educación (2009). Con Inês A. de Castro: Niños atravesando el paisaje. Miradas cinematográficas sobre la infancia (2009). Con Maarten Simons y Jan Masschelein: Jaques Rancière. La educación pública y la domesticación de la democracia (2011). Con Karen C. Rechia: P de profesor (2018).

“Un libro sabio y generoso, como un cofre de tesoros, sobre qué es ser profesor hoy. Una bitácora para adentrarse en la materialidad cotidiana del oficio entendida desde la atención, el cuidado y el deseo de transmitir y renovar un mundo común”.

Inés Dussel

Departamento de Investigaciones Educativas. México.

PRÓLOGO

P

Después del tsunami

Siento asco, literalmente, del trabajo mal hecho, indigno. A través del trabajo bien hecho vuelvo finalmente a unirme a los antepasados y puedo imaginarme con ellos.

Peter Handke

La mirada del amor, sí; la mirada del duelo, sí; pero la mirada de las miradas es esa en la que un estado de cosas está ante nuestros ojos, se ofrece a la reflexión, y de ella nacen también el amor y el duelo.

Peter Handke

Los tiempos están cambiando

La frase suena como un chantaje. Cuando la cantó Bob Dylan en 1963 no nos dimos cuenta. Comenzamos a intuirlo cuando en 1965 la usó el Banco de Montreal en sus campañas publicitarias. Y lo supimos con toda certeza cuando Steve Jobs la usó en la presentación del primer Macintosh en 1984. Los tiempos están cambiando. Hoy vivimos en una revolución permanente, pero no es que nos hayamos hecho todos trotskistas. La revolución en marcha (también en educación) no es la nuestra, y está encabezada por el capital financiero y por los muchachos de Silicon Valley. La frase ahora suena así: o te adaptas o te vas para el cubo de la basura.

La canción compara el cambio de los tiempos a un vendaval y a una inundación: los muros crujen, las ventanas tiemblan, las aguas crecen y la única manera de no hundirse es aprender a nadar a favor de la corriente, dejarse arrastrar por el viento, entrar en el flujo. También a una batalla furiosa y desigual donde los que resisten solo pueden salir malheridos. Y a una maldición que anuncia lo inevitable: que lo que ha comenzado no va a parar y solo puede acelerarse. Después de la tempestad no vendrá la calma, y tendremos que acostumbrarnos a vivir en la tormenta.

Los tiempos están cambiando que es una barbaridad, lo que hay es un arrasamiento y un montón de víctimas, y los que surfean felices en la cresta de la ola han inventado la expresión “destrucción creativa”.

Tomando como pretexto la canción de Dylan, y después de precisar que tan idiota es eso de “cualquier tiempo pasado fue mejor” como ese “plebiscito a favor del mañana” en el que cada día nos obligan a tomar partido, José Luis Pardo escribió que:

Quizás llegue un día en que el dolor de quienes han sido estafados por esta información privilegiada sobre el futuro no pueda ser disimulado como un déficit psicológico de adaptación o una retrógrada resistencia al progreso, y quizá ese día ese malestar encuentre un nombre y llegue a ser una idea susceptible de ser pensada (1).

La escuela del malestar

En septiembre de 2018, en Florianópolis (Brasil), organizamos una serie de actividades con el título genérico de “Elogio del profesor”. La convocatoria decía lo siguiente:

Las nuevas formas de definir la función docente (esas que se derivan de la así llamada cultura del aprendizaje) están destruyendo el oficio de profesor. Con el espantajo de la crítica al profesor tradicional, el chantaje empresarial de la calidad y la innovación, la redefinición neoliberal de las funciones de la escuela y la ayuda de un lenguaje antiinstitucional y antiautoritario digno de mejor causa, ese oficio que Hannah Arendt relacionaba con la transmisión y la renovación del mundo común está siendo descualificado y arrasado, y las personas que lo ejercen están siendo reconvertidas en mediadores, coachers, animadores de aula, entrenadores en competencias, gestores de emociones o facilitadores de aprendizajes, al mismo tiempo que están siendo sometidas, cada vez más, al control y al reciclaje permanente, a la precariedad laboral, a la pérdida de su autoridad simbólica y de su autonomía profesional y, lo que es peor, a la disolución del sentido público de su trabajo (2).

Con esa llamada queríamos pensar juntos ese malestar del que habla Pardo, y elaborar con cierta dignidad y con nuestras propias palabras lo que otros diagnostican como déficit psicológico de adaptación o como retrógrada resistencia al progreso. Y es que los profesores llevamos ya muchos años soportando que todos los que vienen a la escuela (o a la universidad) a hablarnos de nuestro oficio utilicen el chantaje-del-futuro-inevitable y nos digan, una y otra vez, que los tiempos han cambiado, que el futuro ya está aquí, que la escuela a la que servimos es anticuada y obsoleta, que nuestra manera de hacer las cosas es anacrónica y atrasada, que nosotros mismos estamos anquilosados, llenos de rutinas, y que tenemos que reciclarnos (como si fuéramos trastos viejos) y actualizarnos (como si fuéramos programas de ordenador que se han quedado anticuados).

A los que aún nos sentimos profesores y, para colmo, aún nos gustaría seguir siéndolo, nos dicen todos los días lo que hacemos mal, lo que deberíamos hacer de otra manera. Agraviados, humillados y ofendidos, atacados por todos los flancos. Para mis amigos y para mí, irreciclables pero ya en trance de jubilación, solo es cuestión de tiempo: con nosotros no hay nada que hacer, apenas esperar un poco. Pero no hay piedad para los chicos y las chicas que están empezando a ser profesores, o que se están preparando para serlo, con la conciencia, quizá no del todo formulada, de que la educación tiene que ver con amar alguna cosa y con transmitir ese amor a los que vienen. Los machacan día sí y día también con la matraca del futuro inevitable. Y, además, nadie les va a ayudar a reconocer y a elaborar esa punzadita de dolor o de malestar que sentirán, quizá oscuramente, los más sensibles de ellos, cuando comprueben que ese noble oficio milenario que quieren aprender está ya desapareciendo; y que esa bella, justa y buena institución milenaria en la que quieren vivir y trabajar, y que aún llamamos con un nombre griego, la escuela, está convirtiéndose en otra cosa. Como la democracia, también una invención griega, y también en estado deplorable.

Es posible que algunos de esos chicos estuvieran en las plazas gritando “le dicen democracia y no lo es”, y que ahora estén sintiendo en sus carnes que “le dicen profesor y no lo es” o que “le dicen escuela (o universidad) y no lo es”. Pero el grito continuaba diciendo “¡democracia real ya!”, y quizá este libro tenga algo que ver con tratar de contarles a los jóvenes qué es (o qué fue, o qué podría ser) una escuela que sea verdaderamente una escuela y un profesor que sea realmente profesor.

Reaccionarios y progresistas

El nacionalsocialismo hitleriano usó la palabra “reaccionario” contra los que se oponían a la marcha inevitable del Reich hacia la conquista del futuro. Fue Hannah Arendt la que escribió que la educación tiene que ver con un doble amor (con el amor al mundo y con el amor a los niños y a los jóvenes), y fue ella la que nos dijo que los totalitarismos del siglo XX no fueron conservadores sino revolucionarios. Hitler y Stalin: ellos sí que querían cambiar el mundo. Günter Anders, que fue el primer marido de Hannah, lo contaba así:

La denigración del crítico como saboteador reaccionario formó parte de la táctica ideológica del nacionalsocialismo que, mediante su identificación con el movimiento, se valoraba a sí mismo como movimiento de progreso. Al caracterizar a sus críticos como “reaccionarios” resultaba necesariamente que el mismo régimen tenía que ser progresista (3).

Además, Günter encabezó la selección de textos del segundo volumen de La obsolescencia del hombre, ese que se subtitula Sobre la destrucción de la vida en la época de la tercera revolución industrial, con una especie de poema que dice:

No basta con transformar el mundo.
Eso sucede ampliamente incluso sin nuestro concurso.
También tenemos que interpretar esa transformación.
Precisamente para transformarla.
Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros.
Y no se transforme al final en un mundo sin nosotros (4).

Inventar o recuperar

Entre febrero y junio de 2015 mantuve largas conversaciones sobre mi manera de entender y de ejercer el oficio con una profesora de educación secundaria, de historia (5). Allí, a propósito de algo que diría sobre mi desencanto de los nuevos rumbos de la universidad, y ante su observación de que a veces parecía que estaba en contra de lo nuevo, cité a Günter Anders y dije que soy contrario, sí, a la encarnizada y viejísima operación de desprestigio de la así llamada escuela tradicional (de la que el fantasma de la universidad tradicional sería una de sus variantes): esa demonización de lo que Pennac llama “la vieja y querida escuela republicana” que se ha venido produciendo de forma implacable en las últimas décadas y que, como muchos empezamos a sospechar, no es sino una de las caras de una gigantesca operación de acoso y derribo a la escuela (y a la universidad) tout court. Todo eso de que los modos de hacer de la escuela (y de la universidad) son rígidos, estáticos e inmovilistas, mientras que el contexto social (y económico) es cambiante, las formas culturales (y de vida) están transformándose a toda velocidad, las innovaciones pedagógicas (sobre todo las tecnológicas) son continuas. Los imperativos de la época son flexibilidad, desregulación y cambio permanente, y hay que remover todo lo que obstaculiza la revolución (pedagógica) en marcha.

El lema es la sustitución de las materias de estudio por las competencias (flexibles y cambiantes, susceptibles de entrenamiento y reentrenamiento permanente) y, más en general, la sustitución de la cultura de la enseñanza por la cultura del aprendizaje, todo eso del aprender a aprender, a lo largo de toda la vida, en cualquier lugar y a cualquier hora y, preferentemente, con la ayuda de las nuevas tecnologías (es decir, sin esas antiguallas que son los horarios fijos, las aulas cerradas, las asignaturas rígidas o los profesores autoritarios y exigentes). En definitiva, lo que se corresponde, en la escuela, con la emergencia del aprendizaje como principal fuerza productiva (y, por tanto, mercantilizada y capitalizada) de esta época que algunos definen como sociedad del conocimiento, o de la información, o del aprendizaje, y que nosotros preferimos llamar capitalismo cognitivo.

Frente a todo ese ímpetu revolucionario, innovador y neovanguardista lo que me sale es un impulso reactivo que me pone en guardia y a la defensiva. Y cuando veo que esas ansias innovadoras se han hecho unánimes (el único enemigo parece que aún es la así llamada escuela tradicional y, por tanto, los profesores condenados por estar anclados en sus rutinas, de los cuales yo mismo debo ser un ejemplo) se me pone en la cara un rictus de sospecha y de descreimiento. Tengo la impresión de que nos estamos confundiendo de adversario, de que la “escuela tradicional” no es sino un fantoche agitado todos los días por los hombres del futuro para espantar a los niños y a los inocentes, y que el verdadero enemigo no son los profesores a la antigua (masivamente declarados obsoletos y ya tan frágiles y a la defensiva) sino ese tsunami pedagógico en marcha, ese vendaval, esa trituradora, que está acabando con el oficio de profesor y que está arrasándolo todo.

De lo que se trata no es de inventar otra escuela, sino de volver a pensar, una y otra vez, qué es la escuela, y qué hay que hacer para defenderla. O para recuperarla, porque la escuela (como la democracia, hija también de la igualdad, del tiempo libre y del espacio público) nos la han robado o nos la están robando. Y si no hay escuela no puede haber profesores (6).

Del mismo modo que si no hay democracia no puede haber ciudadanos. Lo opuesto al ciudadano sigue siendo el súbdito, sí, pero no olvidemos que los tiempos están cambiando, y que el ciudadano ya apenas se distingue del espectador o del consumidor. Solo lo que aún queda en nosotros de ciudadanos nos puede llevar a gritar “le dicen democracia y no lo es, ¡democracia real ya!”, y solo lo que aún nos queda de profesores nos puede llevar a proclamar “le dicen escuela y no lo es” y a reclamar “¡escuela real ya!”.

De aquellos polvos

En un texto justamente célebre publicado cinco años antes de la canción de Bob Dylan, en 1958, Hannah Arendt ya nos indicaba cómo comenzó la catástrofe. Y cómo aquellos primeros síntomas que ella adivinó (aquellos polvos de los que vinieron estos lodos) no tenían que ver con ningún atraso, con ningún conservadurismo, con ninguna resistencia al cambio, sino con “una revolución radical en todo el sistema educativo que desterró por completo, de un día para otro, todas las tradiciones y todos los métodos de enseñanza y aprendizaje establecidos” (7). Una revolución que tuvo lugar “en el país más avanzado y moderno del mundo”, ese donde comenzó a estructurarse “el entusiasmo extraordinario por lo que es nuevo” y donde “las teorías pedagógicas más modernas se aceptaron de un modo menos crítico y más servilmente”. El desastre, nos decía Arendt, tiene que ver con la aceptación unánime de tres supuestos básicos.

El primero es la creencia en un mundo infantil. Los niños se emancipan de la autoridad de los adultos, pero se someten a una mucho más tiránica: la de su propio grupo. El resultado “es que se desterró a los niños del mundo de los mayores y quedaron librados a sí mismos”. Con el pretexto de respetar la independencia del niño “se lo excluye del mundo de los mayores y se lo mantiene artificialmente en el suyo, si es que a ese se le puede llamar mundo”. Esa creencia se ha convertido sesenta años después en la convicción unánime de que la educación tiene que partir de los intereses de los niños, de sus gustos y sus motivaciones, con lo que los mantiene librados a sí mismos o a merced de la tiranía de su propio grupo, contra el cual no se pueden rebelar, con el cual no pueden razonar, y del cual no pueden apartarse para ir a otro mundo porque el de los adultos está cerrado para ellos”.

Y eso que Arendt no había visto la conversión masiva de los niños en consumidores y, por tanto, la conformación mercantil de esos intereses, de esos gustos y de esas motivaciones. Por no hablar de la coronación del niño rey, tan arbitrario él, tan caprichoso y tiránico como todos los reyes, pero, al mismo tiempo, tan sometido a la autoridad implacable de su propio grupo de edad (los reyes, en realidad, son todos iguales porque lo que en el fondo desean es parecerse a los otros reyes). Los mecanismos de infantilización funcionan a pleno rendimiento (también en la escuela), la autoridad “está dentro del propio grupo infantil”, los adultos “están inermes ante los niños y no pueden establecer contacto con ellos” o, lo que es peor, se resignan a que la única manera de establecer ese contacto es participar, ellos mismos, de ese mundo infantil e infantilizado.

El segundo supuesto es el desarrollo de la pedagogía como una ciencia de la enseñanza en general, “emancipada por completo de la materia concreta que se va a transmitir”. Un profesor puede enseñar cualquier cosa porque su ciencia es la de la enseñanza. Ese supuesto es complementario de un tercero, ese que dice que “solo se puede saber y comprender lo que uno mismo ha hecho”. El resultado es que el profesor ya no tiene que enseñar nada, no tiene que cultivar una materia de estudio, no hace ninguna falta que esté él mismo interesado por alguna cosa, y se convierte en una especie de animador de unas actividades cuya función “ya no es transmitir conocimientos sino enseñar habilidades”.

Y eso que Arendt no había visto la sustitución de la ciencia de la enseñanza en general por la del aprendizaje en general, eso que algunos llamamos la learnification de la educación y que ha hecho que los viejos profesores de esto o de aquello se estén convirtiendo en profesores en general, en profesores de nada (si es que así aún se les puede seguir llamando profesores). Porque el aprendizaje que se busca ya no lo es de esto o de aquello sino también aprendizaje en general, aprendizaje de nada (si es que a eso aún se le puede seguir llamando aprendizaje).

Impedir que el mundo se deshaga

Durante décadas nos han enredado en una falsa polémica. Y es que la educación escolar no está centrada ni en el alumno ni en el profesor, ni en la transmisión de contenidos ni en el aprendizaje de competencias. La educación, en la escuela, tiene que ver con el mundo. Para Hannah Arendt, con la transmisión, la comunización y la renovación de un mundo común (y subrayo lo de común). Lo que venía junto a la aceptación servil de las teorías más avanzadas, decía Arendt, es, por una parte, el encapsulamiento de los niños y de los jóvenes en su propio mundo (si es que se le puede llamar mundo, y si es que se le puede llamar propio) y, por otra parte, el menosprecio de lo que los adultos y los profesores aún podían tener de mundo, de amor al mundo, y de responsabilidad por el mundo. La cualificación del profesor, lo que le hace un buen profesor, consiste “en conocer el mundo y en ser capaz de darlo a conocer a los demás”. Pero su autoridad, esa que le hace un profesor de verdad “descansa en el hecho de que asume la responsabilidad con respecto al mundo”. Además, como se sabe, el poder es algo que uno tiene, pero la autoridad te la dan los otros. Y al mismo tiempo que los profesores han renunciado a su responsabilidad, los niños y los jóvenes ya no reconocen otra autoridad que la de su propio ombligo.

Lo que hace (o hacía) la escuela es abrir el mundo al interés de los niños y los jóvenes, hacer que algo del mundo sea interesante y, desde luego, convertirlo en materia de estudio. Por eso el profesor es (o era) el que ama su materia, el que la estudia, y el que es capaz de hacerla hablar para que les diga, a los niños y a los jóvenes, algo interesante. Lo que hacen (o hacían) los profesores es tratar de que los nuevos, los que vienen al mundo, se interesen por algo que no sea ellos mismos.

Por eso no es el aprendizaje lo que se encuentra en crisis, ni la enseñanza, ni la socialización, ni el adiestramiento en modos de vida, ni el entrenamiento de habilidades, ni el ajuste entre los talentos individuales y las demandas de la producción, ni el coaching, ni la educación moral, ni la educación emocional, ni la educación para la ciudadanía, o para la diversidad, o para la emprendeduría, o para la creatividad y la innovación. Todas esas cosas (y otras por el estilo) gozan de muy buena salud. Lo que está en crisis, en estado crítico, lo que es cada vez más difícil, casi imposible, lo que no sabemos si conseguirá sobrevivir al vendaval pedagógico en marcha, es la transmisión, la renovación y la comunización del mundo. El famoso último párrafo del texto que estoy parafraseando lo dice así:

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos, sería inevitable. También la educación es donde decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común.

La escuela no está (solo) para la preparación para la vida. Y tampoco está (solo) para la socialización, para ese proceso que consiste en hacer de los cachorros humanos miembros de una sociedad, de una cultura o de una forma de humanidad determinada. En estos tiempos que corren, para aprender a vivir en el desastre minimizando los daños, o para encarnar el nuevo sujeto vacío y flexible, innovador y creativo, individualista y autoproducido, dispuesto siempre a reactualizarse.

El objetivo de la escuela “ha de ser enseñar a los niños cómo es el mundo y no instruirlos en el arte de vivir”. Además “no se puede educar sin enseñar”, porque la educación no puede ser solo “una retórica moral-emotiva”. Y, desde luego, “cualquiera puede aprender cosas hasta el fin de sus días sin que por eso se convierta en una persona educada”. La escuela está para el mundo, para que los niños y los jóvenes se interesen por el mundo, para que le presten atención, para que lo cuiden y lo renueven.

En el discurso de aceptación del Nobel, Albert Camus dijo lo siguiente: “cada generación se siente destinada a rehacer el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es tal vez mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Y creo que lo que dice Arendt es también que lo que está en juego en la escuela es nada más y nada menos que la salvación del mundo. No la transformación sino la salvación del mundo: impedir que el mundo se deshaga. Y de la única manera que esa salvación es posible: entregándoselo a los nuevos, a los que vienen, para su cuidado y para su renovación. Eso, claro, si es que los viejos aún habitamos un mundo, y un mundo común, lo cual, sospecho, después del tsunami, no está del todo claro.

Insistencias, persistencias y resistencias

Muchos profesores resisten al chantaje del futuro inevitable, persisten en la creencia de que aún hay un mundo que compartir, e insisten en enseñar alguna cosa. Para ilustrarlo contaré una historia, una de tantas, triste y hermosa al mismo tiempo.

Los estudiantes, en pequeños grupos, iban entrando al cementerio de Colliure para colocarse alrededor de la tumba de Machado. Venían de un instituto de Barcelona, acompañados por sus profesores de historia y de literatura. El grupo era, como se dice ahora, multirracial y multicultural. Yo los había visto antes, en la calle, jugando y charlando, disfrutando de la salida escolar, del día soleado. Seguramente muchos de ellos estaban deseando que se acabara el rollo para ir a la playa. Los profesores impusieron silencio, hicieron que se apagaran los móviles, y pidieron a una de las chicas que contase algo del poeta. Después, cada uno sacó una hoja de una carpeta verde y leyó algunos versos. Algunos de los chicos estaban distraídos y no podían evitar corear con risitas las lecturas de sus compañeros. Los profesores exigían seriedad y trataban de darle cierta solemnidad a esa culminación de algunas semanas de trabajo. Imaginé que días antes, en el aula, habían estudiado algo de la vida y la obra de Machado y que, además de comentar poemas, les habían contado de la República, de la guerra, del exilio. Imaginé a los profesores preparando el viaje, seleccionando los textos, organizando y repartiendo las carpetas. Cuando acabó la ronda de lecturas, los estudiantes se acercaron a la losa y estuvieron un rato mirando las pequeñas ofrendas que habían dejado otros visitantes: piedrecitas pintadas, flores secas, cintas con la bandera republicana, versos del poeta, algunas cartas, plaquitas dejadas por otros colegios que habían pasado por allí. Después, una profesora volvió a pedir silencio, recompuso el corro, y preguntó quién llevaba la carta que la clase le había escrito al poeta. Uno de los chicos leyó la página y la introdujo en el pequeño buzón que hay junto a la lápida.

Me emocionó, como siempre, el hermoso espectáculo de alguien haciendo bien su trabajo, y pensé que habría que honrar a esos profesores que aún les hablan a los niños y a los jóvenes, que aún les muestran cosas y les cuentan historias. Es verdad que hay que hablar más con los chicos, que hay que escucharlos, pero también es verdad que no podemos renunciar a hablarles, a decirles alguna cosa, a contarles algo de nuestro mundo, a señalarles lo que nos parece interesante.

Unas horas después volví a encontrarlos en La Junquera, en el Museo del Exilio, ese que muestra las hileras de los perdedores de la guerra cruzando la frontera y su destino posterior. Puesto que el Museo habla por sí mismo, los chicos lo recorrían a su aire, deteniéndose aquí y allá, más o menos concentrados. Me decidí a hablar con los profesores, les dije que los había visto en Colliure, y me contaron que habían hecho una pequeña parada en las playas de Argelès, donde estuvo uno de los muchos campos de concentración en que se hacinaban los fugitivos. La abuela de una de las profesoras había estado allí y ella les contó su historia. Me contaron también que el ejercicio que los chicos tenían que hacer en el Museo era describir una de las fotografías y comentarla. Tal vez por eso algunos estaban tomando notas. Además, puesto que muchos de los estudiantes eran emigrantes, esperaban que las imágenes del Museo resonaran con alguna de sus experiencias.

A mí me pareció que la escena escolar a la que estaba asistiendo tenía que ver con la transmisión, la comunización y la renovación del mundo, con impedir que el mundo se deshaga. Algo que tiene que ver con esos gestos mínimos con los que muchos profesores llaman la atención sobre algo, le confieren algún valor por encima del placer o de la utilidad, lo colocan entre los estudiantes, y tratan de que les diga alguna cosa. Constaté, una vez más, que las disciplinas escolares lo son de la atención y del respeto por la materia de estudio. Pensé que, en la escuela, la autoridad tiene que ser la del mundo (la de Machado, o la del exilio) y no la de los intereses de los chicos o la de las así llamadas demandas sociales. Pensé también que la responsabilidad de los profesores es darles a las nuevas generaciones, convertido en materia de estudio, aquello que creemos que vale la pena por sí mismo. Y tuve la impresión, por último, de que la obligación de los profesores es insistir y persistir en esos gestos, aunque sea sin ninguna esperanza.

Esperando no se sabe qué

El título de este libro remite, claro, a Esperando a Godot, de Samuel Beckett, pero está tomado de Un dique contra el Pacífico, de Marguerite Duras (8). En esa novela se cuenta la historia de una tarea imposible. La madre, sorteando la corrupción de los funcionarios, había conseguido la concesión de un lote de tierra incultivable en algún lugar del litoral de Indochina. Logró convencer a los campesinos miserables que vivían en las tierras limítrofes para que le ayudaran a construir un dique contra el mar con el fin de desecar las tierras inundadas periódicamente por la marea. Todos se entregaron con entusiasmo al trabajo agotador, así como a la fe y a la esperanza de poder hacer algo, como diría El maestro ignorante, “contra el curso natural de las cosas”. Iban a liberarse, por fin, “de un pasado de ilusiones y de ignorancia, y era como si se hubiese descubierto un nuevo lenguaje, una nueva cultura”. Una vez construidos los diques trasplantaron los brotes de arroz, que crecieron y verdearon, y entonces “el mar subió como de costumbre, dispuesto a asaltar la llanura. Los diques no eran lo bastante sólidos. Los habían roído los cangrejos enanos de los arrozales. En una noche, se vinieron abajo”.

El primer título que se me ocurrió era “De diques, mareas y cangrejos”. La idea de muro protector aparece reiteradamente en este libro. Hay dos capítulos que se titulan “Inactualidad de un arte griego” y “Refugios y refugiados” en los que trato de desarrollar la idea de que la escuela siempre estuvo concebida como una especie de enclave, de abrigo o de refugio, de espacio separado, que emancipaba a los niños de la tutela de la familia y los liberaba del trabajo para que pudieran dedicarse, por un tiempo, a otras cosas.

Pero también aparece en este libro la idea de que ese lugar protegido está siendo arrasado por el imparable tsunami del programa educativo del capitalismo cognitivo, así como las brutales consecuencias de esa revolución educativa para el oficio de profesor. Por último, los cangrejos serían todos esos pedagogos que, a veces con la mejor voluntad, están contribuyendo con sus teorías y sus prácticas a socavar los principios que a duras penas sostenían a la siempre frágil y amenazada escuela pública y la mantenían relativamente a salvo de ser colonizada tanto por los padres como por los empresarios y los vendedores:

No hay en el mundo otra historia como la de nuestros cangrejos. Habíamos pensado en todo menos en los dichosos cangrejos. Les cortamos el paso pero ellos tan frescos, esperando la ocasión, dos pinzazos y ¡catacrac!, fuera diques. Unos cangrejitos de color barro, creados para nosotros.

La gracia de los cangrejos está en que son de color de barro y, por tanto, se confunden con los diques, en que están ya en los propios troncos de mangle con los que los diques están construidos (y por eso no pensábamos en ellos). Pero la historia del asalto implacable de las olas, tanto a aquellos diques tan amorosamente construidos como a las locas esperanzas de sus constructores, continúa con un hermoso diálogo. Los que hablan son Joseph y Suzanne, los dos hijos a los que la madre también había pretendido salvar, con sus barreras levantadas contra el Pacífico, de un destino incierto y seguramente desgraciado.

- Que quede clara una cosa –dijo Suzanne–, y es que lo que compramos no es tierra…

- Es agua –dijo Joseph.

- Es mar, el Pacífico –dijo Suzanne.

- Mierda es lo que es –dijo Joseph.

- Una idea que no se le hubiera ocurrido a nadie… –dijo Suzanne.

- (…).

- Cuando la compramos –prosiguió Joseph– construimos el bungalow y esperamos a que creciera todo.

- Siempre empieza creciendo –dijo Suzanne.

- Hasta que subió la mierda –dijo Joseph–. Levantamos los diques…
Ya ve… Y aquí estamos, como gilipollas, esperando no se sabe qué.

Me pareció que las últimas palabras de esa conversación, eso de “esperando no se sabe qué”, decían algo del oficio de profesor o, al menos, del ánimo que lo rige, esa especie de espera desesperada de que algo que no se sabe acontezca, esa idea de que el profesor no persigue resultados sino que provoca efectos, y que esos efectos son siempre imprevisibles e inesperados. Consulté con algunas personas y, después de darle algunas vueltas, decidí que ya tenía el título. Aunque para que no suene solo a derrota inevitable, lo haré resonar con el carácter inquebrantable de la madre y con su obsesión, a pesar de todo, por hacer crecer cosas:

Aun después del fracaso de los diques, no pasaba un día sin que plantase algo, cualquier cosa que creciese y diese madera, frutos u hojas, o nada, que creciese sencillamente. Unos meses atrás había plantado un guau. Los guaus tardan cien años en hacerse árboles (…). Una vez plantado contempló el guau llorando y lamentándose de no poder dejar rastros más útiles de su paso por la tierra que ese guau del que no vería siquiera las primeras flores.

Joseph le arrancó el guau, dijo que no tiene sentido ver todos los días algo que va a tardar tanto en crecer, la madre cedió y se dedicó a los plataneros, pero había tantos en la región que los frutos eran invendibles. Además, “cuando no era a las plantas, la madre se consagraba a los niños” que, dado el carácter paupérrimo de la zona y la corrupción endémica de los administradores y los gobernantes, nacían y morían, ante la indiferencia de todos, con la misma regularidad que las mareas.

Por eso, ese “esperando no se sabe qué” del título debe leerse en relación con una voluntad infatigable de volver a empezar, una y otra vez, oponiendo al curso natural de las cosas esas separaciones cada vez más agujereadas que constituyen esa invención bella, justa y buena que aún llamamos escuela. Una voluntad, por otra parte, cada vez más difícil de sostener.

1- José Luis Pardo, “Los tiempos no están cambiando”, en Nunca fue tan hermosa la basura. Madrid. Galaxia 2010. Pág. 224.

2- https://www.elogiodaescola.com

3- La obsolescencia del hombre. Sobre el alma en la época de la segunda revolución industrial. Valencia. Pre-textos 2011. Pág. 22.

4- Valencia. Pre-textos 2011. Pág. 9.

5- Esas conversaciones dieron lugar a un libro que está muy relacionado con este. Jorge Larrosa (con Karen Rechia), P de profesor. Buenos Aires. Noveduc 2018.

6- Págs. 3٦2-3٦٩.

7- Todas las citas de esta sección y de la siguiente son de “La crisis en la educación”, en Entre el pasado y el futuro. Barcelona. Península 1996. Págs. 185-208.

8- Maguerite Duras, Un dique contra el Pacífico. Barcelona. Tusquets 2008. Las citas están en las páginas 46-48 y 89-90.

Dedicatorias

En esa lógica, no puedo sino dedicar este libro a todos los profesores y profesoras de escuelas (y universidades) públicas que, contra viento y marea, continúan haciendo bien su trabajo (continúan haciendo de profesores) y levantando diques para que el mundo no se deshaga. Unos diques que, desde luego, nunca serán lo suficientemente sólidos pero que intentarán, al menos por un tiempo, que el suelo en el que crecen los niños y los jóvenes no sea del todo tóxico.

También dedico este libro, ahora de un modo más personal, a mis maestros y maestras de las escuelas de Andorra (Teruel), que me enseñaron las primeras letras, y de los que ni siquiera recuerdo los nombres; a Fernando Bárcena y a Joan-Carles Mèlich, viejos colegas y viejos amigos, viejos profesores que aún tiemblan al entrar en el aula; y a Alba, Mireia, Tomás y Vera, que antes se aburrían con mis “cuentos filosóficos” y ahora me dicen que siempre repito las mismas historias, porque verlos crecer y entrar en el mundo, a veces a trompicones, ha sido una alegría.

PARTE

I

Elogios y elegías