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EL SUJETO BOSCOSO

Tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea entre el espejo y la notredad (1978-2015)

VICENTE LUIS MORA

EL SUJETO BOSCOSO

Tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea entre el espejo y la notredad (1978-2015)

VICENTE LUIS MORA

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© Iberoamericana, 2016

© Vervuert, 2016

info@iberoamericanalibros.com

ISBN 978-84-8489-979-2 (Iberoamericana)

Diseño de cubierta: af. diseño y comunicación

 

Este libro resultó ganador del I PREMIO INTERNACIONAL DE INVESTIGACIÓN LITERARIA “ÁNGEL GONZÁLEZ”, convocado por la Cátedra Ángel González de la Universidad de Oviedo, con un jurado compuesto por:

Francisco Javier Blasco Pascual, José Enrique Martínez Fernández, Juan José Lanz Rivera, Leopoldo Sánchez Torre y Araceli Iravedra.

Toda la especie de los verbos se remite a uno solo, el que significa ser. Todos los otros se sirven secretamente de esta función única, pero la han recubierto de determinaciones que la ocultan [...]. Toda la esencia del lenguaje se recoge en esta palabra singular (ser). Sin ella, todo hubiera permanecido silencioso.

MICHEL FOUCAULT, Las palabras y las cosas

La gran poesía del siglo XX es tan valiosa como la de Homero porque está hecha de disolución del yo.

ÁLVARO GARCÍA, Poesía sin estatua

La poesía es el espejo borroso de nuestra sociedad. Cada poeta respira sobre este espejo: su aliento lo empaña de diferente manera.

LOUIS ARAGON

En este libro podrás reconocer el método de tu yo, el sujeto boscoso

ANTIDIO CABAL, Junia

Índice

PRÓLOGO

I. LA DISOLUCIÓN DEL SUJETO Y SU RELACIÓN CON EL SÍMBOLO DEL ESPEJO

I.1. Fracturas ontológicas: la disolución del sujeto como arquetipo cultural en Occidente

I.1.1. La disolución del sujeto como arquetipo cultural

I.1.1.1. Dialéctica histórica moderna del sujeto

I.1.1.2. Correspondencias: cambios en el sujeto / cambios en la elocución

I.1.2. Los espejos y la disolución psiquiátrica y psicológica

I.1.3. El espejo como instrumento de conocimiento

I.1.4. El espejo como mito y como símbolo receptor del arquetipo cultural de la disolución de la identidad

I.1.5. La tesis de la “tensión inherente” de Slavoj Žižek como horizonte ontológico de acercamiento

I.2. Fracturas literarias: modos poéticos representacionales de la disolución del sujeto

I.2.1. Las cáscaras de la identidad: tipologías poéticas del sujeto

I.2.2. El espejo como tema y como motivo

II. SUPUESTOS DE UNA SUBJETIVIDAD Y UNA IDENTIDAD. LA CONSTRUCCIÓN Y/O DESTRUCCIÓN SUBJETIVA A TRAVÉS DEL MOTIVO DEL ESPEJO. EL CASO DE NARCISO COMO MODO FICTICIO DE CONSTRUCCIÓN IDENTITARIA

II.1. La sedimentación de la identidad

II.1.1. El espejo y el tiempo: la memoria

II.1.2. La construcción de la identidad a través del tema del espejo en la obra poética de Antonio Gamoneda

II.2. El espejo como espacio onírico

II.2.1. El motivo de los espejos enfrentados

II.2.2. A través del espejo: los azogues mágicos o comunicadores de mundos

II.3. La disgregación identitaria

II.3.1. El espejo roto: la multiplicidad

II.3.2. Sujeto múltiple posmoderno y transformismo. Heterónimos

II.3.3. Poéticas de la ruptura en la literatura posmoderna en castellano

II.3.3.1. Ángel Cerviño y el autoanálisis poético y subjetivo

II.3.4. La metamorfosis como crisis identitaria en la poesía actual

II.4. El caso de Narciso como modo ficticio de construcción identitaria

III. SUPUESTOS DE UNA SUBJETIVIDAD Y DOS O MÁS IDENTIDADES. EL TEMA DEL DOBLE Y LAS FORMAS DE OTREDAD EN LA POESÍA CONTEMPORÁNEA, EN SU RELACIÓN CON EL MOTIVO DEL ESPEJO

III.1. El tema del doble

III.1.1. El mitema histórico y cultural del doble

III.1.2. Duplicaciones posmodernas: el yo penúltimo

III.2. El tema del otro en la literatura española

III.2.1. El no reconocimiento

III.2.2. Formas básicas en poesía: la poesía de la experiencia

III.2.3. Otras tendencias de la otredad. El caso de Ángel González

III.2.4. Yo es un otro. La herencia de Rimbaud

III.2.5. Alteridad. El espacio social íntimo

III.2.6. Variantes negativas: ajenidad, el intruso, yo negativo, sombra, demonio

III.2.7. Yo es otra. La subjetividad femenina en la poesía contemporánea

III.2.7.1. Los yoes femeninos vaciados de Olvido García Valdés y Concha García

III.2.8. Salir del yo: el espacio narrativo del poema. La construcción de personajes

III.2.9. Metafísica cotidiana del espejo del baño

III.2.10. El otro como ficción parabólica

III.2.11. La metáfora del individuo como ciudad: el centro y las afueras

IV. LA DESTRUCCIÓN IDENTITARIA: LA NOTREDAD

IV.1. Nadificación y crisis de identidad

IV.2. La notredad poética

V. CONCLUSIONES. EL SÍNDROME DELOUIT

VI. ÍNDICE CONCEPTUAL

VII. ÍNDICE ONOMÁSTICO

VIII. BIBLIOGRAFÍA GENERAL

VIII.1. Bibliografía primaria

VIII.1.1. Ediciones de los poemas en castellano citados

VIII.1.2. Ediciones de las novelas, diarios, libros de aforismos, dietarios, obras de teatro y libros de cuentos en castellano citados

VIII.1.3. Bibliografía de los poemarios, ensayos, novelas y libros de cuentos en otras lenguas citados

VIII.2. Estudios

VIII.3. Prensa periódica y blogs citados

Prólogo

¿Cómo podré alcanzar el centro de mi centro si estoy encadenado al cuerpo de mi amada, a los bos-

[ques

y al aire que respiro?

JESÚS AGUADO, Mendigo

Si escribo un alemán mejor que el de la mayor parte de los escritores de mi generación, esto se debe en gran parte a que durante más de veinte años he respetado una única y mínima norma. Consiste en no utilizar jamás la palabra yo, salvo en las cartas.

WALTER BENJAMIN, “Crónicas berlinesas”

La cita de Benjamin (apud Bocchino 3), que en alguna ocasión ha recordado Jorge Riechmann, es visionaria por muchos motivos y revela la capacidad del pensador alemán de cambiar la perspectiva de observación de los sucesos sociales con sólo repensar el lenguaje utilizado. El lingüista alemán Eugen Rosenstock-Huessy señaló, hace casi un siglo y antes de los análisis neurolingüísticos, que la forma en que aprendemos a relacionarnos parte del (que es la forma en que los padres se dirigen al bebé), pasa luego a la tercera persona y sólo en último lugar el niño llega a construir un yo desde el que hablar y pensarse (cf. Searls, “Who’s Number One?”; Sloterdijk y Heinrichs, El sol y la muerte 34 y Paul Bloom 193). A pesar de esa lógica, digamos natural, la mayoría de idiomas sitúan desde la Antigüedad al yo como la primera persona del singular, marcando un sistema de preferencia enunciativa y una clara jerarquía subjetiva, que en uno de sus más conspicuos ejemplos, la filosofía cartesiana del cogito, ergo sum, se plantea nada menos que la base de todo nuestro conocimiento vista desde esa jerarquía. En The Origin of Speech explica el singular Rosenstock-Huessy que en inglés “yo” no sólo se escribe con mayúscula (“I”), sino que está relacionado con el vocabulario divino y los juramentos (96-97). Recordemos con Edward Sapir que las lenguas modelan la culturas y con Aira que “el lenguaje es la forma de la conciencia; la envuelve, la conforma, dando el modelo de lo que se llamará forma/contenido, y en ese rizo se hace autoconciencia” (“Arlt” 58). Desde que aprendemos nuestras primeras palabras en la escuela, por tanto, se nos habitúa a inflar y sobredimensionar el yo, construyendo las bases educativas y culturales de nuestro futuro individualismo.

Si en La literatura egódica (2013) examinábamos los excesos del yo en la narrativa española contemporánea, en este trabajo nos proponemos completar el estudio del sujeto presente en la literatura española de los últimos decenios mediante una larga exploración tipológica de las formas de la subjetividad disuelta en la poesía actual, dirigida a darle sentido a las numerosas variantes. Una de las notas características de esa lírica es el tratamiento “excesivo” del tema de la subjetividad, entendiendo por excesivo no sólo la representación desproporcionada del mismo, sino también su búsqueda de una desaparición subjetiva radical, es decir, de la elipsis total de cualquier forma de sujeto, en no pocos casos y poéticas. Da la impresión de que la poesía peninsular no aborda el problema del sujeto con medias tintas, extremándose las formas “egódicas” tanto de ausencia como de presencia (de ahí el sentido del neologismo “egódico”, con origen en los términos latinos ego + dicere, que incluye tanto lo egocéntrico como su contrario, unidos por su común razón de exceso subjetivo). Este ensayo bucea entre ambas posibilidades antagónicas, rastreando las formas de aparición o desaparición de la subjetividad poética, en aras de una tipología operativa para entender las diferentes clases de sujeto poético utilizadas entre finales del siglo XX y principios del XXI en España (análogas, claro está, a las empleadas por la literatura hispanoamericana actual). El tema de la identidad es obsesivo en la literatura contemporánea (por no decir en el arte, en documentales, series, cine o cualquier forma cultural de hogaño); la identidad es “la materia sin fin de nuestro bosque” (Valero, Canción 17). Beatriz Sarlo ha mencionado en alguna entrevista que “el yo está de regreso [...] un giro subjetivo atraviesa no sólo la literatura culta sino el testimonio, los programas de televisión, las plataformas de Internet”. A través de diferentes modos y prácticas, la identidad centra lo literario cualquiera que sea su género; el motivo es que resulta difícil para cualquier persona abandonar su yo, como explicaba Jean-Marie Le Clézio en El éxtasis material: “Yo soy este; lo he sido, lo seré, es inútil, por un deseo de objetividad, o por esta natural hipocresía que se llama lucidez, que quiere mostrar los ángulos diferentes de una cosa única, tratar de escapar. No se juega con uno, no se escapa de uno mismo. […] La libertad no es el objetivo del lenguaje. ¿Soy libre de ser yo mismo?” (36). Buena parte de la literatura occidental parte del desgarro existencial ante el bosque interior: desde el Odiseo devenido temporalmente Nadie hasta el Breton que termina Nadja cuestionándose su identidad, pasando por el Lazarillo de Tormes que comienza su inteligente narración con un “Yo” que se cuestiona a sí mismo (como el Buscón quevediano, con su “Yo, señor, soy de Segovia”; del mismo modo que La familia de Pascual Duarte de Cela, que principia “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”). En esta duda identitaria se debate gran parte de la mejor literatura mundial, desde la Odisea y Hamlet a los personajes de Samuel Beckett. Es la literatura que le pregunta al yo acerca de aquello que le falta: la unidad, esa integridad ausente que le completaría como ser y que deja al personaje titubeante y perplejo.

Esa es la literatura quizá más interesante, pero hay otra: una literatura de exceso egocéntrico de yo, donde las bienintencionadas preguntas de Le Clézio encuentran una respuesta desmesurada, descubriendo a un yo literario encantado de haberse conocido. La escritura, especialmente la poesía, ronda la intimidad y seduce al intimismo como tema. Y el intimismo termina, muchas veces, en una forma más o menos oculta de exhibición narcisista (Lorca, en uno de sus poemas dedicados al “Yo”, le dice: “debieras llevar sable y casco” 644). No obstante, los neurobiólogos advierten de que tal proceder es habitual en el ser humano, poeta o no, e incluso describen lo que viene en llamarse el “egoísmo implícito”. Éste supondría una evolución resabiada del antiguo parecido padres/hijos con el que la naturaleza aseguraba que los primates quisieran a sus recién nacidos y los protegiesen (cf. Fresán, La parte inventada 25). A juicio del neurocientífico David Eagleman, “la gente tiende a amar su propio reflejo en los demás. Los psicólogos lo interpretan como un inconsciente amor hacia uno mismo” (79), y enumera luego diferentes comportamientos, científicamente probados, de egoísmo implícito: las personas eligen pareja, en mayor proporción, con otras personas cuyo nombre comienza con la misma inicial que el suyo; sentimos simpatía inconsciente por personas nacidas en nuestra misma fecha de nacimiento, etcétera. Otro ejemplo: “al analizar las páginas amarillas de la guía telefónica, Pelham y sus colegas descubrieron que nombres como Denise y Dennis figuran en número desproporcionado entre los dentistas, mientras que nombres como Laura o Lawrence tenían muchas probabilidades de hacerse abogados (lawyer en inglés)” (Eagleman 81). En la novela de Aixa de la Cruz, De música ligera, leemos: “En Inglaterra hay un número desproporcionado de biólogos que se llaman Fish, ¿sabías? Los psicólogos los llaman condicionantes ocultos” (157), y Gregor von Rezzori escribe en La muerte de mi hermano Abel: “tener casi el mismo nombre propio le granjeó de inmediato las simpatías maternales de la señora” (150). Y lo curioso es que este mimetismo narcisista no sólo pertenece a los humanos, sino que según Spitzer puede rastrearse en nuestros antepasados, los primates: “a los monos les gusta ver otros monos. Así no extraña que los primates experimenten como una recompensa la observación de otros primates y que, por ejemplo, renuncien incluso al alimento para poder ver vídeos de otros primates” (319).

Al trasvasar por un instante este egoísmo implícito a lo literario pueden hallarse asociaciones plausibles. Por ejemplo, obsérvese el ingenioso detalle de Musil en El hombre sin atributos, cuando Diotima, al preparar una reunión de prebostes del poder y la intelectualidad de Kakania, sitúa la asamblea en la biblioteca de su hogar y emplaza en ella, bien visibles, los libros de sus invitados, quienes “se sentían colmados de una dulce satisfacción al descubrir allí sus propias obras” (304). También el egoísmo implícito podría latir bajo la extendida tendencia de muchos escritores a no alabar más que aquella literatura semejante a la propia o que comulga con su estética. Desde otro punto de vista, podría ser una muestra de egoísmo implícito la metarreferencialidad o autorreferencialidad de algunas obras, que indica que la obra gusta de mirarse a sí misma, como esos primates que adoran a los primates porque son primates. Y, en última instancia, la autoficción sería el hábitat perfecto del egoísmo implícito: escribimos sobre nosotros mismos porque nos amamos como personas y como escritores, sin más.

Pero claro, un intelectual debería ser capaz de detectar, pulir y morigerar sus atavismos, conteniendo su pulsión egocéntrica y poniendo el yo al servicio de la obra y no al revés, como pasa de seguido. Por desgracia, no parece que sea ése el camino del siglo en marcha: “así como el siglo XIX estuvo”, dice Peter Sloterdijk, “en lo cognitivo, bajo el signo de la producción y el siglo XX bajo el de la reflexividad” (Has de cambiar 17), el XXI parece marcado por la exhibición narcisista y la preocupación por la imagen de uno en los demás. Según un estudio del Pew Research Center’s Internet Project de mayo de 2013, el 56% de los estadounidenses buscaron su nombre en Internet en 2012, mientras que en 2001 lo había hecho sólo el 22%; eso significa que casi seis de cada diez personas teclean su nombre en los navegadores para saber qué se dice de ellos (v. José Luis de Vicente). La tendencia es más firme cuanto más jóvenes son los internautas consultados (cf. Internet Safari, de Noel Ceballos), y crece según el estatus económico. Con esto no se intenta sugerir que las tecnologías sean la causa de que la gente sea más narcisa, sólo son el termómetro que indica que las personas son igual de narcisas que siempre, pero dotadas de instrumentos más refinados para buscarse y regodearse en la autocontemplación. También los instrumentos literarios del yo se tornan cada vez más sofisticados. La autoficción, que era una práctica episódica a finales del XX, devino auténtica plaga en los últimos años, con escasos ejemplos salvables (como la autonovela que estudiamos en La literatura egódica). Nunca se han escrito tantos diarios, “crónicas personales”, dietarios y autobiografías; nunca proliferó tan desmesuradamente la literatura basada en casos reales y propios, sin apenas elaboración estética. De algunos escritores, en un gesto narciso asombroso, hemos conocidos antes sus textos autobiográficos que los de ficción. “Un recorrido, siquiera superficial y arbitrario, por los territorios de la creación literaria de hoy”, lamentaba José-Carlos Mainer hace veinte años, en términos aún vigentes, “revela que nuestros escritores se observan en el espejo o se refugian en la literatura, seguramente a falta de mayores certezas [...] el egoísmo es el tema y el lema de nuestro tiempo” (De posguerra 179). Si en los años 40 y 50 había un motivo existencial, de supervivencia, para un exceso de presencia autorial (véase el sincero y lúcido testimonio generacional de Gloria Fuertes 24), no parece tan justificable esa misma hinchazón en nuestros días.

Cada vez son más raros, en consecuencia, los testimonios de alejamiento del regodeo y el narcisismo, y quizá por ello parecen más valiosos esos rastros de distanciamiento crítico. Cuánto cuesta en estos días encontrar versos como estos de Lila Zemborain: “El yo últimamente me molesta. Oigo el yo en mi boca pronunciado, el yo me irrita, ya no me entretiene, se ha vuelto intolerable” (9). Ojalá ésta, quizá también terrible y funesta, pero menos autocomplaciente, sea la plaga por venir.

Ámbito geográfico y temporal

Este volumen es complementario del ya citado La literatura egódica (2013), y por ello he prescindido aquí de algunas precisiones metodológicas allí expuestas. En este caso, y para cercar un panorama que sería ingobernable sin ciertos límites, he fijado como marco temporal y geográfico la poesía publicada en España desde 1978 a nuestros días. El sujeto aquí estudiado será, por lo tanto, el definible como posmoderno (se explicará luego a qué nos referimos con tal adjetivo), con clara conciencia de que existen numerosos autores españoles, más en poesía que en narrativa, que impostan desde su lírica un sujeto anacrónico, que deliberadamente se inserta en una tradición idealista liquidada hace más de un siglo (como muestra, Concha Lagos escribía en 1976: “para enfrentarme al yo, el nunca divisible” 276). Ese sujeto desaparecido es, en palabras de Eduardo García, el “yo sustancial cartesiano, desde donde pretenden hablar, con la mayor de las inequidades, buena parte de los poetas españoles, instalados en un anacronismo histórico sin fundamento” (“El tiempo” 18). Volveré a este tema en un momento posterior, aclarando ya que la inmensa mayoría de ejemplos aquí recogidos, directamente o por oposición, son muestras literarias –conscientes o inconscientes– de la disolución del sujeto. Convendría hacer una precisión más sobre el espectro poético en el que vamos a situarnos. Las generalizaciones son siempre inexactas, pero aproximarse a un contexto literario o cultural requiere de cierta flexibilidad para no perdernos en las ramas, o en las nubes. Laura Scarano estableció en 1994 una generalización bastante aproximada (creo que la más concreta que puede hacerse sin caer en demasiadas injusticias y la más general como para no dejar poéticas importantes fuera); a su juicio, la poesía española contemporánea tendría dos direcciones generales:

Una línea de apertura del discurso literario a otros discursos sociales, del sujeto monopólico a otras instancias de enunciación, del lector convencional a otros circuitos receptores, produciendo un efecto de permeabilidad discursiva;

Una línea de fractura de los conceptos totalizadores y absolutos de la modernidad literaria, del yo, del poema, del lenguaje, del quehacer artístico en general, con una consecuente fragmentación de los componentes poéticos tradicionales, elaborando en todos los niveles del discurso estatutos ambiguos, dialécticos y contradictorios en permanente mutación (“Aproximaciones” 52).

Creo que en estos dos grupos pueden recogerse casi todas las tendencias actuales planteadas en la escritura poética española. Dentro del primer grupo estarían lo que llamamos en Singularidades “poesías de la recepción”, y dentro del segundo las “poesías de la indagación” (120ss), términos que hay que entender con laxitud. En lo que toca al sujeto, en el primer grupo estarían las “escrituras ensimismadas” de las que hablaremos en otro lugar, al estudiar el tratamiento de la otredad; en el segundo aquéllas que saben poner el yo en cuestión incluso en los poemas autobiográficos, como puede verse en este significativo poema de Jenaro Talens, llamado “Autobiografía”: “Digo / yo, digo / tú, dices / yo, dice / tú, cuanto / soy, cuanto / somos, en ti me / reconstruyo, (lo / reconstruyes), me / digo, siempre / que he hablado, te hablaba / desde mi vida, nunca, / nunca te hablo / de / mí” (El largo aprendizaje 63). En nuestro estudio utilizaremos indistintamente ambas poéticas, ensimismadas y de indagación, en cuanto las dos son posmodernas por lógica historicista, remitiéndonos en lo tocante a este extremo a lo explicado en La literatura egódica a partir de las teorías de Fredric Jameson.

Agradecimientos y comentario final

En rigor, éste debería ser el apartado más extenso del libro; por razones de etiqueta reduciremos los agradecimientos a su parte indispensable, que comprendería en primer y destacado lugar a Pedro Ruiz Pérez, la persona que me enseñó el método filológico y detectó en mi bosque íntimo un árbol investigador, al que sometió a rigor metodológico y a la ética del esfuerzo. Asimismo, debo agradecer a varias personas que han leído algunas de mis investigaciones y las han mejorado con sugerencias y comentarios: Julio Ortega, Pedro Conde, Marco Kunz, Celia Fernández Prieto, Julián Jiménez Heffernan, Fernando R. de la Flor, Bénédicte Vauthier y Javier García Rodríguez, a quienes tanto debo. Agradezco también a la Cátedra Ángel González de la Universidad de Oviedo, especialmente a Leopoldo Sánchez Torre y Araceli Iravedra, la creación del Premio Internacional de Investigación Literaria “Ángel González”, que este libro obtuviera en su primera edición y que tan necesario ha de ser en el futuro para continuar analizando críticamente la poesía española actual. Por último, agradezco a Klaus Vervuert y María Pizarro Prada su interminable paciencia editorial con el dudoso facedor de estas letras.

Una investigación como ésta, que se ha extendido durante casi dos décadas, va sembrando sus frutos y dejando rastros escritos de sus vacilaciones. Para cumplir las bases del premio fueron extraídos del original presentado dos breves apartados del presente ensayo, que habían sido publicados en otros lugares (“Yo poético y sujeto en Rimbaud” y “Los yoes femeninos vaciados de Olvido García Valdés y Concha García”), así como algunos párrafos dispersos y las menciones a mis propios trabajos, que fueron elididas en unos casos y pasadas a tercera persona en otros, volviéndome yo también otro, como tantos autores aquí citados. Con el permiso del jurado, al que agradezco también esta deferencia, todos esos pecios regresan ahora a su lugar natural.

Otro problema del investigador que dedica tanto tiempo a estudiar un tema es la acumulación de posibles ejemplificaciones y citas. Para aliviar el presente libro de ellas sin renunciar a la posibilidad de consultarlas, he decidido recoger centenares de menciones a otros libros en un complemento en línea que se publicará en la página web de la editorial y en mi blog Diario de Lecturas al tiempo de aparición de este ensayo, con el título “Suplemento digital de El sujeto boscoso”. A esa ampliación en línea me referiré a lo largo del ensayo bajo el término “Suplemento”.

Tras una imprescindible introducción en la que se abordan los problemas ontológicos del sujeto actual y la metodología, estudiaré el modo en que el sujeto poético se constituye o se disuelve (capítulo II); se verán después las formas de egodismo por exceso, cuando el sujeto literario se duplica o convierte en otro (III), y terminaremos con las formas de egodismo por ausencia cuando el yo se “nadifica”, desintegrándose en la notredad (IV). De este modo se irá avanzando en la exploración de este sujeto boscoso, recordando que, como escucha Macbeth, el bosque avanza hacia nosotros.

I. La disolución del sujeto y su relación con el símbolo del espejo

I.1. Fracturas ontológicas: la disolución del sujeto como arquetipo cultural en Occidente

I.1.1. LA DISOLUCIÓN DEL SUJETO COMO ARQUETIPO CULTURAL

La filosofía nace en el luto de la unidad, en la separación y la incoherencia.

JEAN FRANÇOIS LYOTARD, ¿Por qué filosofar?

Ve al diccionario
busca hombre
indágate más tarde
en la superficie del espejo.

JAVIER MORENO, Cortes publicitarios

Uno de los topos centrales del pensamiento de los últimos decenios, ya sea artístico, literario o filosófico, es el de la llamada muerte del sujeto, con manifestaciones en múltiples ramas del conocimiento, como la filosofía, el psicoanálisis y la psicología, pero que afecta especialmente al territorio de la literatura, a través de su relación con el tema de la muerte del autor. Anticipada en el Romanticismo –especialmente en el alemán–, esa crisis ontológica era ya una evidencia a principios del XX, cuando Robert Musil escribe: “probablemente, la descomposición de las relaciones antropocéntricas, que durante tanto tiempo han considerado al hombre como centro del universo, pero que desde hace siglos están desapareciendo, han llegado por fin al yo” (156). Luego haré una breve síntesis histórica de cómo se llega a esa certidumbre de la crisis subjetiva; lo importante es que esa consciencia deriva en poco tiempo en obsesión; como decía Foucault en 1963, “la disolución de la subjetividad filosófica, su dispersión en un lenguaje que la priva de su poder y la multiplica en el ámbito de su propio vacío, es probablemente una de las estructuras fundamentales del pensamiento contemporáneo” (apud Habermas 244-45). A primera vista puede dar la impresión de que la llamada “disolución del sujeto” es uno de los intereses intelectuales puestos de actualidad por la filosofía posestructuralista francesa; uno de esos tópicos que luego la posmodernidad ha convertido en inalterables “asuntos del pensar”, como la diferencia entre la alta y baja cultura o la incidencia del metarrelato (Lyotard, La condición 116) en nuestras categorías filosóficas y literarias. Nada más lejos de eso, en la doble posibilidad de lejano en el tiempo y en el espacio. La disolución del sujeto es un auténtico arquetipo cultural, existente de modo sistémico en casi todas las culturas avanzadas, tanto occidentales como orientales (en estas últimas en menor medida, por no existir visiones del yo tan monolíticas como las occidentales), a partir de los siglos XVIII y XIX, y con numerosos antecedentes, como se irá viendo en cada caso.

La subjetividad es una de las claves epistemológicas de nuestro tiempo; esto hace que su coordinación con la muerte o disolución del sujeto resulte paradójica, pues si el sujeto ha muerto, ¿cómo es posible que sigamos hablando, con insistencia harto obsesiva, de la idea de la subjetividad? Parece que algo debe quedar aún en el individuo contemporáneo del sujeto tradicional, denominado “cartesiano” unas veces y trascendental kantiano otras (con las precisiones que apunta Žižek en Visión de paralaje 37-38), puesto que si sufre problemas es porque todavía aguarda alguna semejanza con aquéllos. Roland Barthes, uno de los nombres claves en este proceso, hablaba de la existencia de un “continuo artificial de la personalidad” (Variaciones 142), y aquí se defiende su supervivencia bajo formas ficcionales, en tanto –institucional, política, cultural, económicamente– elaboradas. Peter Bürger puede darnos alguna clave: “si se pregunta, pues, cómo se desarrolla ulteriormente el campo de la subjetividad en los siglos sucesivos, la respuesta es que se muestra ante todo su sorprendente estabilidad” (317; el poeta Miguel Muñoz escribe: “¿Qué puedo decir yo sin decir ‘yo’?”, 30). Esa estabilidad debe ser entendida como la reinante en el centro de una tormenta total. Dentro de un barco zarandeado por las olas se prevé el inminente naufragio del yo, pero, como en los cuadros románticos de Caspar David Friedrich o los relatos de Edgar Allan Poe, aún es posible distinguir la forma del casco entre las trombas de espuma, o el tonel al que se aferra el sujeto en el centro del Maelström (Aguado, Mendigo 152). En ese juego a medias entre el ser y el aparecer se encuentran el sujeto contemporáneo y su representación literaria común.

La omnipresencia del topos de la disolución obliga a armar cuidadosamente la instrumentación discursiva para no perderse en una selva de construcciones interesadas sobre la “reintegración” del sujeto disuelto; como bien apunta el psicoanalista Jorge Alemán, “Yo, Autoayuda, Privado-Público, son distintas normas mediante las cuales la Civilización intenta, siempre de modo sintomático, suturar la herida incurable de esa fractura ontológica” (“Prólogo” 10). Tan forzado e inútil como disolver gratuitamente los núcleos de identidad es cementarlos con materiales inapropiados. Ese “incurable desgarramiento”, en palabras de Félix Duque (El cofre 33), apela a una doble dimensión de la fractura, como constitutiva del sujeto moderno y posmoderno: habla de un estado de crisis permanente, por un lado; por el otro la fractura muestra una cualidad desgarrada consustancial al hombre y, por lo tanto, tan paradigmática como culturalmente arquetípica allá donde pongamos la vista. Como luego se verá, el nacimiento público de la cuestión tiene lugar en la alta Modernidad europea, cuando se sustituye históricamente el desgarramiento de la condición humana frente a Dios por el desgarramiento interno, ya no del hombre frente a Dios, sino del hombre frente al hombre.

Desde el punto de vista metodológico, por tanto, la configuración de la disolución del sujeto y su fractura ontológica como arquetipo cultural no será tanto un punto de partida, sino de llegada; la lectura que haré, no sólo a lo largo de esta parte metodológica, sino de todo el ensayo, intentará dar cuenta de la repercusión universal del concepto, a través de sus tratamientos literarios.

I.1.1.1. Dialéctica histórica moderna del sujeto

y el espejo es un agua tiritando

LUIS ROSALES

Hacer una historia de la identidad es hacer, en realidad, una historia de la Humanidad, y por ello la historia del sujeto bien podría llamarse Historia Universal. El modo en que el hombre se ha contemplado, dirimido, observado, analizado, juzgado, especulado y recorrido a sí mismo, durante los últimos dos millones de años, sería en rigor la historia de la identidad humana, incluyendo todo lo reflexionado sobre su situación en el mundo, sobre su historia, su consistencia (médica, física, antropológica, científica, artística y humanística) como ser animal y su pertenencia al entorno (ciencias biológicas, sociales, geológicas, etc.), así como su probable lugar en el cosmos y en el orden del mundo (filosofía, religión). No hay para el ser humano nada fuera de la identidad, pues como seres humanos miramos el mundo desde nuestra propia perspectiva y ésta forma parte estructural de lo mirado, limita el espectro de observación y lo mediatiza. De ahí que todo lo que viene a continuación sea el resumen apresuradísimo de la historia de la identidad humana. Sin embargo, no pensemos que el concepto de individuo existe desde siempre, pues, según el antropólogo Louis Dumont en Homo Hierarchicus: essai sur le système des castes (1966), “la capacidad de vernos como seres individuales no nace con nosotros, sino que es algo que tenemos que aprender. En el fondo, se trata de un requisito que nos es impuesto por la cultura en que vivimos” (apud Casey 117). Para examinar lo que ocurre en nuestra época, es necesario repasar algunas generalidades sobre la evolución del sujeto en las épocas romántica y moderna, pero antes quizá deberíamos apuntar alguna hipótesis sobre el nacimiento mismo de la idea del yo.

Según Román Gubern, uno de los pocos autores que se han atrevido a plantear tesis sobre el nacimiento del yo, “la conciencia de identidad, o lo que es lo mismo, [...] la emergencia de una conciencia diferenciada del Yo singular de cada sujeto” (14) tuvo lugar en la Prehistoria, bajo la forma de lo que él llama “la hipótesis del lago”. Una hipótesis que ve adelantada en el Frankenstein de Mary Shelley, cuando la criatura, al verse reflejada en las aguas de un estanque, comprende su condición monstruosa (cf. Shelley 42). “Esta escena antinarcisista”, escribe Gubern, “constituye [...] una brillantísima intuición antropogénica de la autora, expresada en lenguaje novelesco” (14). La razonable hipótesis lacustre de Gubern nos coloca en un alba antropológica, pero toca ver cómo surge culturalmente la noción de subjetividad, y la primera construcción de la misma estaría en la ontología presocrática, que establece al ser como parte de la physis, como aquella parte de la naturaleza dotada de amor a la sabiduría, capaz de preguntarse por las cosas, los dioses y la esencia del mundo. Los pensamientos socrático, platónico y aristótelico contribuirían a definir ya una completa teoría del ser que sería desarrollada en Roma, si bien con menor profusión y capacidad.

Si tomamos (como debe hacerse) la evolución del individuo desde la Antigüedad, no desde el modelo occidental, muy reduccionista, sino de una manera global, tendremos que decir que lo que en Occidente es un debate abierto desde el siglo XVIII y explicitado (que no es lo mismo) desde el XX, esto es, la atomización del sujeto, es un tema superado desde siempre en Oriente, donde el yo nunca ha dejado de ser un corpúsculo de luz dentro del sol del mundo. El de individuo es un concepto raro en países como China o Japón, donde el cosmos es visto como un todo indisoluble, del cual los seres humanos son parte como el hilo al tejido, algo que repetidamente han explicado orientalistas como Henri Maspero (El taoísmo y las religiones chinas), Chantal Maillard (La sabiduría como estética. China: confucianismo, taoísmo y budismo), Eugenio Trías (La edad 159ss), Hermann Hesse (El lobo estepario), o Carl G. Jung en Recuerdos, sueños, pensamientos. Octavio Paz recuerda en El arco y la lira (1956) que “Buda denuncia como ilusoria la metafísica de las Upánishad: el yo no existe y el atman es un engañoso juego de reflejos” (Obras 272). Algunas de estas ideas pasan a través del Oriente Medio hasta Egipto y desde ahí a la Grecia antigua. Un ejemplo muy estudiado: los protagonistas de los grandes poemas de Homero, no sólo por su incidencia en la historia de la literatura posterior, sino porque, como han señalado Dodds, Snell o Guthrie, tuvieron desde su creación un valor fundamental para el hombre griego arcaico, que extraía de ellos su conocimiento sobre variadas materias, entre ellas su cultura religiosa. Interpretando al Snell de Las fuentes del pensamiento europeo, sintetiza Llinares:

siempre que se parta de la teoría de la subjetividad que indirectamente se nos acaba de perfilar, a saber, que el genuino sujeto humano es aquel que es autoconsciente y que desde su autoconciencia se reconoce como espíritu y como alma, como persona o como ser con unidad y con voluntad propias, como un centro autónomo de decisiones, con un “carácter” propio, un “yo” o un “sí mismo” (Selbst), entonces resultará obligado negarles a los hombres homéricos el carácter de plenos “sujetos”: ellos están en el inicio de ese desarrollo sistemático –según determinada filosofía de la historia de corte claramente hegeliano que dirige esta interpretación– que nos ha conducido a nuestra modernidad, es decir, ellos aún no eran modernos, aún carecían de verdadera subjetividad. (32-33)

Al final de su estudio Llinares morigera esta generalizada opinión, explicando que, si bien la concepción homérica dista del concepto cartesiano, los personajes de la Ilíada o la Odisea tienen principios morales (de moral de vergüenza y no de responsabilidad, según la distinción de Dodds 28ss, algo similar a lo propuesto por Redfield 56 y a la visión de Gomá sobre Aquiles expuesta en Aquiles en el gineceo), y son conscientes de las diferentes opciones que ante ellos se abren y de las consecuencias de elegir una u otra.

Por desgracia, después de plantear el camino hay que saltar abruptamente milenio y medio porque el objeto de este libro no es realizar una Historia del Sujeto, sino proporcionar en este apartado un contexto histórico que ayude a entender los problemas subjetivos y de elocución en la poesía española de los últimos decenios. Por ello creemos que ese trabajo histórico debe comenzar, como es lógico, en la época romántica.

Romanticismo

Planteado un apunte histórico y conceptual de la génesis del sujeto, toca abordar el segmento histórico que más impacto ha tenido en la construcción epistemológica de la poesía española actual, para lo cual creemos que es indispensable que la síntesis histórica parta del Romanticismo. Con el pensamiento de G. W. F. Hegel se produce una importante basculación en la concepción del sujeto, al colocar por vez primera la contradicción y la dialogía sistemáticas en las puertas del centro del yo, algo que implica una auténtica revolución en su época (Ciencia de la Lógica 66). La segunda basculación llegará (también en el ámbito germánico) no mucho más tarde, con la reacción romántica. Aquí debemos hacer dos precisiones, una consecuencia de la otra. La primera y general es que, desde el siglo XVIII y hasta la actualidad, absolutamente todos los movimientos de examen (teórico o práctico) sobre el yo participan de una tensión de contrarios: por un lado, intentan reafirmar la noción de yo, pero por otro, quizá precisamente por el detenido análisis al que le obligan, profundizan en su destrucción. Su desarrollo imitaba la forma del diagnóstico consistente en abrir el cuerpo enfermo para buscar problemas de corazón: si tiembla la mano al hacer la disección, el examen no se diferencia mucho de la autopsia. Y el segundo hecho, consecuencia de aquél: el movimiento romántico no es, ni mucho menos, esa gran “Defensa del Yo” que muchos han malentendido (como Soutchkov apud Rodríguez Puértolas 319, o nuestro Ortega y Gasset, para quien el arte romántico, “en vez de gozar del objeto artístico, el sujeto goza de sí mismo” 32), sino que está lastrado también por la dialéctica afirmación-negación: “tan romántica es la búsqueda y la reivindicación de la identidad como la pasión por lo extraño, esa fascinación por lo otro que escapa a toda apropiación narcisista” (Gómez Toré, El roble 33); algo que tiene su importancia porque, frente a todo lo anterior, lo romántico es una categoría artística aún tenida en cuenta por los poetas y teóricos actuales (Langbaum 95; García Montero, “La poesía de la experiencia”, 13ss, o las poéticas de Lorenzo Oliván o Eduardo García para La lógica de Orfeo de Villena). No podemos ahora entrar en toda la especificidad que plantea el sujeto romántico (cf. Hegel, Estética 165-166; Maillard, La razón 36-37; Sánchez Meca en Schlegel, Poesía y filosofía 79; Argullol, El héroe y el Único y Berlin, El poder de las ideas), pero sí diremos que su búsqueda inmanente destapó el tarro de las divididas esencias interiores: se desarrolla y sacraliza la imaginación, se dan los primeros pasos conscientes sobre la fragmentariedad del sujeto (Talens, Negociaciones 73), prolifera el tema del doble como escisión primigenia (“el doble es el gran tema del romanticismo negro que muestra cómo en el idealismo absoluto anida ya el expresionismo, lo inquietante en lo familiar, lo inhóspito en las moradas. El espejo, pura superficie, es la profundidad que emerge, es la profundidad habitada”, Molinuevo, Magnífica miseria 67), y se comienza a dar importancia a lo que luego sería acuñado por Freud como el inconsciente, entonces definido por A. G. Schlegel como “esos oráculos del corazón, esas profundas intuiciones en las que el oscuro enigma de la existencia parece resolverse” (apud Wellek 55). A partir de esa renovación, como señala García Berrio, Samuel Taylor Coleridge opondría a las categorías clásicas de la mímesis la autorrevelación. Por eso, “con la profundización científica en el concepto y el espacio del subconsciente en el descubrimiento de Freud y con la conceptuación de los arquetipos simbólicos por Jung y con el desarrollo y construcción de los regímenes simbólicos en la antropología de la imaginación de G. Durand, adquieren consistencia las primitivas intuiciones e hipótesis de la Poética romántica” (García Berrio 48). Sin embargo, esto no quiere decir que Freud intentase deliberadamente, sobre la base de psicopatólogos anteriores, ajusticiar al yo, liquidar el subjetivismo en cuanto tal; a pesar de las apariencias, y según Jacobo Muñoz,

el propio Freud aún era, aunque con las debidas dudas y cautelas, un representante cabal del racionalismo europeo y de la Ilustración. Y si es cierto que conmovió con gesto poderoso la fe en la racionalidad del sujeto y en la fuerza de la razón, no lo es menos que lo hizo para reforzar la fuerza misma de la razón y del yo, más allá de tantas ilusiones sobre su carácter dado de una vez por todas, sobre su condición esencial o sobre su presunta omnipotencia. (150)

En todo caso, el paradigma literario romántico del cambio de mentalidad sobre el yo que escribe es John Keats (cf. Trilling 214-15), a quienes algunos han visto como el más directo precursor de Rimbaud en la lucha por la construcción de una nueva forma de dicción elocutoria. Así lo ha hecho, por ejemplo, Miguel Casado:

Yo es otro. Es llamativo que poetas anteriores a Rimbaud ya hubieran alcanzado fórmulas similares. Víctor Hugo: “era ciertamente a sí mismo a quien hablaba, pero él mismo era otro”. Keats, también, reflexionando en una carta: “El yo poético no es un yo, no es idéntico a sí. [...] Un poeta es la menos poética de las cosas existentes, porque no tiene identidad… es constantemente forma y materia de otro cuerpo”. (“Introducción” 9)

Después de la época naturalista y antes de entrar en el XX, según el filósofo Pedro Cerezo Galán, hubo un período neorromántico de recuperación de ideas románticas, en cuyo principio estuvo el período naturalista, que con su realismo atroz y su cientifismo había sembrado de incertidumbre y desasosiego al hombre contemporáneo. De ahí que entre 1890 y la primera década del XX se produzca una “vuelta hacia lo subjetivo” y un homenaje a los románticos. No obstante, como puntualiza Cerezo recordando al Charles Taylor de Las fuentes del yo, el naturalismo había hecho mucho daño en el interregno, con sus progresivas desmitificaciones. La naturaleza dejaba de ser la realidad espiritual para convertirse, dentro de una visión schopenhaueriana, en “un gran depósito de energía amoral”, que motivó la antiepifanía de la naturaleza de Baudelaire, por ejemplo. Y se produjo un cambio de dirección: mientras que el romanticismo primigenio había mirado hacia la naturaleza, este neorromanticismo dirige su atención hacia el camino interior. Pero está claro que ese sujeto “de llegada” no es el mismo que habían abandonado los naturalistas; “la quiebra de la gran metafísica de lo absoluto, tras el asalto del positivismo, ha hecho de este camino y del yo fundamental un lugar incierto, problemático. La subjetividad que ahora se abre es la de un yo particular, que yerra, como pudo experimentar poéticamente Antonio Machado, en el laberinto de sus espejos interiores sin acertar a reconocerse en su verdad” (Cerezo, El mal 496). Un giro en el que también tiene un lugar relevante la tensión epocal entre el dualismo alma / cuerpo y su contrario, el monismo que veía a ambos como algo indisoluble (Harold Bloom 139).

Modernidad y posmodernidad

todo consiste [...] en [...] la vaporización del Yo

CHARLES BAUDELAIRE

Sólo un pequeño fragmento, un brazalete de sentimiento del yo

GOTTFRIED BENN, Morgue

Si el Romanticismo se sustentó en el cambio metafórico del espejo por la lámpara (así lo dijo M. H. Abrams en The Mirror and the Lamp, y Blumenberg nos enseñó que la historia de una cultura es la historia de sus metáforas), Foucault apunta pertinentemente que en la modernidad “lo imaginario se aposenta entre el libro y la lámpara” (“La biblioteca fantástica”, 492), una frase interesante, tanto si pensamos que se refiere a lo desprendido del libro e iluminado por la lámpara de la razón, como si nos inclinamos por una ambigua representación del espacio intermedio entre ambos como epítome de lo moderno. Una nueva interioridad (paralela al cuarto propio apuntado por Virginia Woolf para lo femenino), que coincide con la aparición del “homo psychologicus” (Benilton Bezerra), introspectivo y dado al ejercicio mental de la reflexión y al físico de la escritura del diario íntimo, y juntos comienzan a solidificarse socialmente y a ganar prestigio social. “De esta forma”, resume Paula Sibilia, “los relatos autoreferenciales se convirtieron en una práctica habitual, que daría a luz una infinidad de textos introspectivos con el sello de esa época. Se trata de una modalidad novedosa de escritura, un nuevo género discursivo fundado en la autorreflexión y la autoconstrucción, que se consolidó en diálogo intenso con la escritura de ficción” (76). La persona, por tanto, comienza a pensarse por escrito.

La reconstrucción del fenómeno también haría referencia a la exasperación de procesos iniciados en épocas anteriores, que acusan el embate de dos factores nuevos: el primero sería el comienzo de las posturas absolutamente negativas respecto al sentimiento religioso, como la del pensador alemán Jean Paul (“la mano del ateísmo despedaza el entero universo espiritual, fragmentándolo en innumerables puntos-yo, como gotas de mercurio brillantes, centelleantes, errabundas, fugitivas, que se encuentran y se separan sin unidad ni consistencia”, Richter 47), que dejan al hombre solo en la intemperie de la creación, con la consiguiente necesidad de justificarse por sí mismo y de, como apuntaba Feuerbach, aprovechar el tiempo concedido hasta la muerte porque es el único del que somos dueños (cf. Blumenberg 444), sin posibilidad de emplazamientos escatológicos; el segundo, la carga en el inconsciente colectivo de la vigilancia constante del Estado, la presencia de la prisión y de las otras formas de represión estatal, algo que parece idea de Michel Foucault, pero que en realidad ya había propuesto Trilling varios años antes que el francés, en un conjunto de ensayos reunidos en 1955 bajo el título de The Opposing Self, donde puede leerse: “El yo moderno [...] nació en una prisión” (10). El primer factor, que desaloja la divinidad, tiene varios antecedentes o coetáneos, si bien encuentra su punto de referencia clave en Nietzsche, desde luego. No sólo por su conocida declaración de la muerte de Dios, sino por su nuevo planteamiento del esquema subjetivo deducido de ese abandono divino (Deleuze 157); para el Nietzsche de El crepúsculo de los ídolos, antiguamente había un único responsable del devenir, alguien que tomaba la iniciativa del ser de forma única, pero “literalmente, entretanto, hemos reflexionado mejor. De todo esto no creemos ya ni una palabra” (56). En ese “entretanto”, como aclara Vattimo, hay que entender el momento hasta la llegada de la destitución de la metafísica como eje referencial del sentido de la existencia (Vattimo, Más allá 30; Nájera 452).

A partir de aquí, para Frederic Jameson, la evolución ha tenido dos formulaciones: “la historicista, según la cual el sujeto centrado del período del capitalismo clásico y de la familia nuclear está hoy disuelto en el mundo de la burocracia administrativa, y la más radical del posestructuralismo, para la que ese sujeto nunca existió sino que fue una suerte de espejismo ideológico” (Teoría 36), alineándose él con la primera. Los pasos epistemológicos en cualquiera de las dos direcciones comienzan por los embates del psicoanálisis (Freud, El malestarDer jüngere BrudercfEl yo modernoMiss Dalloway